Los buses del Transantiago son asépticos y lentos pero seguros. Tienen letreros electrónicos. Van tripulados por choferes afables y bien aseados. A uno estos cambios lo hacen sentir viejo, sobre todo si se acuerda de las micros antiguas. Cuando yo era un péndex había micros verdes y liebres Mercedes Benz tan chicas que nadie podía irse parado, ni siquiera los escolares enanos que las tomábamos. Después las micros fueron rojas y azules. Con el libre mercado salieron de todos colores y finalmente se estandarizaron en el color amarillo que ahora está a punto de pasar a ser un recuerdo más.
El micrero era la constante de todos esas transformaciones, y este verano, al andar dando vueltas por Santiago me surgió la pregunta de si ahora ese personaje estaba en peligro de extinción. Miré la pulcritud de los choferes del Transantiago y se me vino a la mente la imagen indeleble del chofer de la Vivaceta Matadero Número 20 que a finales de los años 60 hacía su recorrido todos los días con la mismísima camisa blanca marcada desde el cuello a los puños por infinitas cagaduras de pulga. «El viejo cochino» le decía mi mamá y nos decía que pasáramos rapidito cerca de él para que no nos saltara una de las pulgas que le pululaban por el cogote colorado y sus fisuras piñiñentas.
Como ando con poco tiempo, demasiada pega y poca inspiración, pongo aquí una lesera que escribí hace un tiempo para la Revista El Sábado de El Perjurio, relacionada con esta reflexión sobre micros y pasajeros. Esto es como un «re-run» que le dicen. Pero como todos los re-runs, a lo mejor revela algo nuevo, por ejemplo que el Transantiago tuvo su antecedente en clave estatista cuando existía la Empresa de Transportes Colectivos del Estado, con su sigla enigmática: ETC del E.
Escolar ladrando a la luna.
No hace mucho, Jaime Collyer sugería que el prototipo nacional de nuestros tiempos era el micrero. Es una variante ingeniosa del perenne gesto chileno de mirarnos al espejo con cara de sospecha. Me gustó el concepto, que es una versión satírica de ese hinchante «niñito interior» de la sicología de a peso. Además, tiene un raro filo de autocrítica: el micrero de Collyer no tiene lado positivo. Ni valiente ni esforzado, pero sí trabajólico, neurótico, y cuma de alma, malo cantidá.
Hay que decir que el perdigonazo de la carabina de Collyer tiene un eco de lamento por la desaparición de la Antigua República, ese país en que los presidentes se iban caminando de bufanda a La Moneda. En esos tiempos dorados, cualquier despliegue de mal gusto, de mal genio, o de imprudencia, era un topón al equilibrio síquico-cívico-económico en que los chilenos se deslizaban por la vida. Uno que otro miembro de las clases patricias se permitía alguna excentricidad, siempre que fuera a la inglesa o involucrara algún tipo de aparato mecánico, un avión o un auto de carrera, for example. Los siúticos imitadores, de plomo y azul marino, los remedaban al volante de citrolas y renoletas. El alma chilena estaba encarnada en los choferes de la «ETC del E» prudentemente manejando grises trolleys Mitsubishi: ellos no echaban carreras ni ponían en peligro a la clase media motorizada en las -todavía- anchas alamedas.
Ese país del recuerdo (si es que existió) ya no está, y no hay cosa que deje más perplejo al ser humano que la pérdida de un mundo que parecía estable y que para más remate se parecía tanto a Ñuñoa. Por culpa del vacío borroso que dejó, nos preguntamos obsesivamente quiénes somos, en qué nos hemos convertido. En la identificación del chileno con el micrero hay un desprecio tan grande como el temor que provoca reconocernos en él.
Pero no hay por qué desesperarse, por dos razones. Primero, consideremos sin prejuicios el ámbito de una micro, allí donde el «piloto» es rey y el copiloto es tatita Dios: espejos que murmuran «Fea», cortinitas, flecos, sórdidos zapatos de guagua, CD’s colgando, virgencitas de plástico mancilladas de esmog que se iluminan por dentro al ritmo de vallenatos, peseras con tachuelas de bronce, palanca de cambios con manija de flores en ámbar de polímero, pegatinas de aceite de motor, radio a todo chancho y pantalones arremangados que dejan a la vista calcetines sujetos con elástico cuando la pantorrilla hace chirriar la caja de cambios desguañangada. Con su exceso híbrido y sudaquiento, ese micro-territorio es uno de los espacios donde Chile se comunica con el resto de América Latina. El micrero chileno se sentiría como en su casa en un pesero del D.F. o en un «coletivo» de Buenos Aires, porque hay una hermandad estética en las micros del hemisferio. Por ese lado hemos alcanzado el sueño de Bolívar-no hay nada más latinoamericano que dar vueltas en las selvas urbanas, volándose de humo diésel y dejando que la fatiga derive en un vaivén de cabezazos contra la ventanilla.
La segunda razón para no desesperarse es que Collyer se equivoca. Lo que llevamos dentro no es un micrero, sino un escolar. Un estudiante de primero medio acosado por las hormonas, con el carné extraviado, un ángel cimarrero que anda callejeando cuando debería estar ayudándole a la madre, un pinganilla que se la pasa craneando maneras de mirarle los calzones a las niñas del liceo, un gordito que se mancha la camisa con el mismo Bic eternamente reventado, o manosea un berlín podrido en el fondo de la mochila (entre la libreta de notas que hace meses que no muestra y la poesía que copió de un libro de lectura), un flaco pajarón que por mirar la cordillera se baja a cuarenta cuadras de su paradero, un chascón con olor a camello transpirado y con la corbata suelta, tentado de los flippers y los videogames. Ése es el cabrito que llevamos dentro.
Ese chiquillo se para, con la última moneda que le queda en la mano, allá abajo en la pisadera de una micro, y hace la rogativa eterna del colegial:¿Me lleva por una monea? La Myriam Hernández advierte que huele a peligro. Los dados de felpa negra giran demoníacamente bajo el retrovisor. El Gran Micrero observa al schoolboy within desde su altar cimbreado de flecos y lucecitas. Luego raspa el cambio y le manda el portazo en la cara, mientras la noche va cayendo encima de la ciudad y la luna asoma su cuchillo encima de los cerros.
Jajajaja «me lleva por una moneda», «me lleva por cien»… que buen recuerdo… ahora que salí de la univ. ya no hago eso, pero con el alza de los pasajes estoy por ponerme uniforme otra vez.>Saludos y gracias por el momento del recuerdo.
Sin duda que cada uno de los pasajes relatados me traen imborrbles recuerdos, te quedaron algunas situaciónes sin describir, como los comerciantes, los cantantes y los cuenteros, tambien los «carterazos», cuantas veces nos vimos en situaciones de compadres que aprovechaban de poner en practica su «agilidad con los dedos», y por último, quien no recuerda cuando uno se cambiaba de lado para aprovechar de «sentir» a una tremenda mina parada en una micro llena o cuando veias un «escote generoso» te quedabas parado no importando si quedaba algun asiento desocupado.>Que buenos recuerdos, ahora yo estoy lejos, pero soy de esos tiempos, vivo en un pais desarrolado, donde todos los buses son como el «transantiago» no tan pulcros pero si con horario definido y lentos.>Antes de despedirme, que paso con esos compadres que se paraban en sitios estrategicos con papelitos, y le hacian señas a los micreros de los minutos que habia pasado la micro anterior? eran unos verdaderos artistas en medio del transito… o no?>>Ruse
«que paso con esos compadres que se paraban en sitios estrategicos con papelitos…..» todavia existen algunos por ahi pero estan pronto a morir tambien, aunque como buen chilenos ya inventaran algun «oficio» que vaya en ayuda a la labor de los choferes del transantiago.> no soy tan mayor, pero en mi niñez recuerdo haberme subido a esas liebres que vivian en pane y que se llovian por todos lados.> «Ruse» dice vivir en pais desarrollado, cual sera ? acaso gringolandia ?>Edo.> >buen blog>saludos.
Edo, Claro que es un buen !Blog!, me gusta el estilo que tiene de ver la vida Roberto Castillo, aunque nos hace esperar demasiado para su proxima nota (seguro que no vive de esto).>No vivo en gringolandia, aunque muy cerca, en la ciudad de Montreal, de la Provincia de Quebec para ser exacto, contento pero no feliz, p’tas que se extraña la tierra de uno, que se le va hacer, nadie me obligo, es el precio por la seguridad, estabilidad y oportunidades.>>Ruse
Aun existen los «sapos», los vendedores ambulantes que se suben a vender el «chirimoya,piña, chocolito» (y aun a $100, el precio del helado de micro no sube, es lo único que no sube).>La micros del transantiago son frías, pero adaptables a nuestra realidad, lejos está el hecho de que pasen a una hora determinada,a que paren en los paraderos, a que los choferes anden saludando a los escolares y que se les pague un sueldo mensulamente, y está por verse en invierno cuando supuestamente no se lluevan y tengan «calefacción».>Lo único que no he visto ha sido una micro rayada, pero cuando veamos el primer «jonathan te amo» la pulcritud del transantiago se va a ir a las pailas.
Hola Roberto>Sabes que yo vivia cuando niño a 50 metros del paradero de la vivaceta matadero 20?>Tengo miles de recuerdos de esas desastradas micros y por supuesto que debo haber conocido a ese pulgiento micrero.>El artículo Escolar Ladrando a la Luna lo lei cuando lo publicaste en El Mercurio y me parecio un gran articulo.De hecho por ahi lo tengo guardado.>Felicitaciones por tu blog
Muchas gracias por los comentarios, a todos y todas. Es una alegría siempre recibirlos y es una pena no tener el tiempo que quisiera para responder a cada uno. Pero bueno, ya vendrán tiempos mejores. A Manuel quisiera preguntarle cerca de qué paradero vivía, el de El Pinar o el otro. Yo vivía primero en la Germán Riesco (Gérman Riesco se pronuncia) y después en la 10 Poniente de El Pinar, o sea a una cuadra y media de La Legua Vieja. Esas micros eran todo un mundo.
Ya que estamos en el reciclaje, aquí ofrezco un racauchaje, una lesera escrita en los buenos años de la <>locomoción colectiva»<> los duros 80, la Canal San Carlos, «… que será de ésa … Angelito ?…»:>>pd: este post debría estar en «el colectivo» …>—->>«Desperté con la ropa llena de manchas de cal y de barro>a medio morir saltando>en San Pablo con Almirante Barroso>con veinticuatro pesos en el bolsillo.>>La micro costaba veinte pesos y como me sobraban cuatro>le dije a un cabro que vendía sustancias a diez por diez pesos>si acaso eran a diez por diez pesos>entonces „era a peso la sustancia“.>>„Sí, pero no se vende de a unidad“, dijo el tontón>y se bajó sobre la misma con admirable destreza […}>>—->< HREF="http://www.factormenos.de/2006/02/el-amor-de-los-curados-i.html" REL="nofollow">«El amor de los curados»<>