
A George Pelecanos
Estaba con mi apá en la urgencia del Sótero cuando el tira Morales me devolvió la llamada. Mi viejo se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el andador. Quedaba mucho rato para que lo atendieran, había gente socializando ahí desde las cinco de la mañana y se habían pescado los mejores números. Salí a contestar el teléfono y fumarme un cigarro.
—Yamil,— dijo el tira Morales— me llamaste.
—Es por lo del Píter Pan. El que era medio primo del príncipe Charles, Píter Sandoval.
—Ah, ya. Dale, habla, pero rápido porque estoy ocupado con un tema acá.
—Por teléfono no— le dije.
No le iba a estar sapeando gratis.
—¿A qué hora nos podemos juntar?
—Ando con mi apá aquí en el Sótero, esperando que lo atiendan. Pero a la noche ya me desocupo.
—Ya. A las veintiuna, entonces. Tú sabís dónde. No lleguís tarde.
Morales cortó primero, como siempre. Me fumé el cigarro hasta el filtro y volví a la sala de espera.
Mi apá se había despertado y apenas me senté al lado suyo se largó a reclamar. Mierda por esto y mierda por esto otro, con los dientes apretados. Llevábamos no sé cuántas horas esperando cuando una mina medio fruncida y de pantalones morados de esos que se amarran con un cordón nos tomó los datos y después una auxiliar haitiana vino al toque y le tomó la presión y la temperatura y le hizo repasar el historial médico y le preguntó que si había visto sangre en sus fecas y hueás por el estilo. Dijo que no sabía a qué hora iba a llegar el médico. Hablaba bastante como chilena. Después de eso seguimos esperando.
La mayoría de los que estaban en la urgencia andaban por los cincuenta años o a lo mejor más, abuelitos de la época de la Guerra del Sur, la guerra que todos hacen como que nunca existió porque la perdimos. Había un par de viejos con andadores y varios con el bastón de plástico tricolor. Había un abuelo con una manguerita de oxígeno metida en la nariz, pero igual estaba como ahogándose todo el tiempo. Todos los viejos ocupaban algún tipo de gorra. Hacía frío, porque era pleno julio, pero las gorras eran más para darse color que para abrigarse la pelá: Motonave Yelcho, Batallón de Montaña «Antuco», Grupo Blindado «Vencedores», y así. Nadie en el hospital mostraba mucho entusiasmo por atenderlos, a pesar de que el Sótero estaba designado como hospital preferencia veteranos. Los guardias de la entrada te mandaban una vibra asesina con la pura vista, y eso anunciaba de partida cómo iba a ser la cosa adentro. Salí al casino a ver si encontraba algo de comer, pero ni papas fritas había, puros sánguches vencidos y una sopa color plomo hedionda a bencina. Hacía un frío húmedo que no se pasaba con nada y no sé por qué me entró la idea de que se iba a largar a nevar.
Como a las tres de la tarde por fin lo llamaron y vino un enfermero colorín con tatuajes de marinero que nos hizo entrar a los boxes. Según la placa, se llamaba Sebastián, pero se presentó como «Popeye, mucho gusto». Enchufó a mi papá a una de esas máquinas para ver el corazón y después le encontró la vena en el brazo con una jeringa y le sacó tres tubos de sangre. El viejo se había quejado de mareos esa mañana y quiso ir al hospital porque anda miedoso desde que tuvo el evento y quedó con un lado paralizado, medio chueco. Cree que le va a pasar de nuevo. La cabeza la tiene bien, pero depende mucho de su andador, hasta al baño tiene que ir con el aparato; si no, se va en banda y se saca la chucha.
Lo quedé mirando ahí recostado en la camilla, con esas medias espaldas que tiene todavía y esa dureza de sus manos. Sesenta y tantos años y un episodio vascular, pero todavía tiene más fuerza que yo. Nunca me voy a poder comparar con él. Más encima, veterano de guerra, sobreviviente de las dos batallas de Coyhaique, escapado de un campo de prisioneros en Argentina y conocido por no aguantarle ni una mierda a nadie. Mientras que yo, bueno, yo que soy lo que soy.
—El doctor te va a revisar el examen de sangre cuando llegue y de ahí te dirán qué pasa, pero tranquilo, acá te vamos a cuidar — dijo el Popeye.
No sabía que nadie tuteaba a mi apá así de entrada, menos un pendejo como él. Se llevó los tubos de sangre en una bolsa plástica, cantando un himno cristiano.
Mi viejo puso los ojos en blanco como cuando se contiene para no mandar a alguien a la concha de su madre.
—Quería que lo atendiera la haitiana, ya lo tengo rochao— le dije.
—Colombiana, hueón, ¿no cachai cómo habla?
Siempre me anda corrigiendo. Para mí que sonaba como chilena, pero creo que tenía razón, esas cosas yo no las sé distinguir, no tengo cabeza para esos detalles.
Seguimos esperando como una hora más, él quejándose de todo. El veterano adicto de la camilla de al lado gritaba que le dieran algo para el dolor de muelas. A otro fulano le estaban tratando entre varios de meter un tubo por la garganta, pero no podían, porque el hueón no contenía las arcadas cuando le abrían el hocico. Por fin, un doctor corrió la cortina del compartimiento donde estábamos y se presentó: «Buenas. Soy el doctor Yoandy». Dijo que no había razón para preocuparse, que el electro y la sangre habían salido bien.
—Todo este hueveo por nada— dijo mi apá, como desilusionado consigo mismo.
—Váyase a su casa y descanse, compañero, mire que se lo merece— le dijo el Dr. Yoandy, de buen humor. Se cachaba que era veneco, pero buena gente.
—¿De qué parte de Venezuela es, doctor?— le pregunté, seguro de que esta vez le achuntaba.
—De la parte que se llama Cuba— contestó, con una sonrisa muy blanca.
—Achúntale a alguna, sacoehueas— dijo mi apá.
El Popeye volvió y le ayudó a ponerse su ropa. Después le pasó los papeles de la alta.
—El Señor te ama, no te olvides— le dijo, y se quedó como esperando que le dieran las gracias, o algo así.
—Sácame de encima a este culiao— dijo mi apá, dirigiéndose a mí, pero mirándolo a él. Fui a buscar una silla de ruedas a la recepción. El Popeye se fue, cantando su himno.
Nos fuimos en taxi hasta la casa, porque todavía se sentía demasiado cagado para caminar o tomar locomoción. Se demoró un buen rato en subir el par de escalones a la entrada de la casa. Le costaba respirar, se ahogaba. Por eso ya no salía nunca, no le gustaba que lo vieran todo jodido.
Adentro, mi amá, la señora Marta, como le dicen en la cuadra y como le dice mi hermano el Jano para molestarla, lo instaló en su silla de ruedas y lo estacionó frente a la tele, donde pasa la mayoría del tiempo. Mi apá se enoja cuando le decimos que está «durmiendo tele», pero es cierto. Ella lo atiende todo el día y en la noche duerme con un ojo abierto por si él se llega a caer de la cama. Lo baña, lo peina, le da la comida, le prende los cigarros, le lava el culo. Mi mamá se puso creyente después del infarto cerebral y cree que la recompensa de su sacrificio le va a llegar en el cielo. Gracias a ella es que el viejo me deja seguir viviendo en la casa. Si fuera por él, me echa cagando, y con razón, a lo mejor, porque no contribuyo con nada, con lo que puedo si me llega a salir algún pololito por aquí y por allá, una vez a las quinientas.
Puso la tele a toda raja, así le gusta a él ahora, porque parece que quedó un poco sordo después del evento vascular. Se la pasa mirando partidos viejos en youtube, pero no los mira enteros, prefiere ver los resúmenes, los goles, los penales de la Copa América, el uno a cero contra Argentina en tiempos de Bielsa, los perros policiales mordiéndole el culo a los argentos del Boca Juniors en la ruca el año 91. Él dice que estuvo en el Monumental esa noche, pero mi amá dice que es mentira, que esa noche salieron a pololear.
—¡Fabián Estay!— grité—, una máquina, ese culiao, un monstruo.
—Ese hueón callampero.
Me hubiera gustado mirar un poco de tele con él, pero como ni me miró ni me habló más, mejor me fui a mi pieza.
Es la misma pieza que compartimos de chicos con mi hermano mayor. La cama del Jano está en la pared opuesta, donde mi apá clavó la camiseta firmada por algunos jugadores del primer equipo, se la consiguió cuando estuvo en los cadetes del albo. Cuando el Jano se casó y se fue de la casa, mi amá le puso todos sus trofeos y medallas, ordenaditos por porte, encima de su cómoda, y ahí sigue todo eso, es como un altar o una animita para el Jano. Como futbolista no pasó de la cuarta especial, pero cuando lo cortaron no se echó a morir, sacó su profesión, y después le ha ido súper bien, de hecho, ha surgido. Vive por allá por Macul arriba, con una esposa carecuica y sus dos hijos que apenas los conozco. Ni ella ni los cabros chicos han venido nunca para esta casa, ni cuando estaban pololeando, ni siquiera a tomar once. El Jano tampoco se aparece mucho, ni para los cumpleaños, viene una vez cada tres, cuatro meses, y se va altiro, a veces ni se sienta y ya se está yendo. Tiene buen auto y no vive ni a quince minutos por la autopista, pero no hay caso, siempre dice que está muy ocupado. No es por pelar, pero el Jano ni cagando hubiera llevado a mi apá al hospital ni se hubiera quedado esperando con él hasta que lo atendieran. Hubiera dicho que no podía salir de «la empresa» ese día. Igual mi apá se llena la boca con él cuando habla de sus hijos. Conmigo no tiene mucho de qué cachetonearse, eso está claro.
Me cambié de ropa, me puse una pólar más abrigada y metí mi gorro, un par de pitillos y los fósforos en la parka. Dejé cargando el celular en el dormitorio porque estaba sin batería. Cuando bajé, mi amá me preguntó adónde iba.
Me dieron ganas de contarles en qué andaba, pero pensé que mejor no, mejor darles la buena sorpresa con la plata en la mano.
—A buscar una platita que me entró— le dije, fuerte, para que mi papi también escuchara por encima del ruido de la tele.
Él como que resopló y se rio para callado. Fue igual como que hubiera dicho «won mentiroso».
—Vaya, mijo, pero vuelva rápido, mire que es tarde y está haciendo frío. Parece que hasta va a nevar. Póngase un gorro.
Cerré la parka, me subí la capucha y me viré. Lo último que vi en el plasma fue a Alexis resoplando antes del último penal, arco sur del Nacional. Ese gol me daba nervios mirarlo hasta en las repeticiones. ¿Qué chucha le hubiera pasado a Alexis si el Chiqui Romero le adivina que la iba a tirar a lo Panenka, qué le hubiera pasado al cabro chico culiao? Se lo pitean como a ese colombiano que hizo un autogol en un Mundial.
Había empezado a nevar como nieva en Puente a veces en pleno invierno. De repente las gotas de la garuga se convierten en nieve y flotan un poco antes de caer. Después se forman como unos conos de luz debajo de las luminarias amarillas y ahí uno puede decir que está nevando en serio. Bajé hasta la botillería Los Vargas por Gabriela y me pegué un toque de ron en la subida aprovechando un trecho de oscuridad, para calentar el cuerpo. Después me pegué otro toque pasado Conguillo. Las casas estaban más bonitas por ese sector, casas de alto, bien pintadas, grafittis bien hechos, todo más tranquilo, y con la nieve que se había empezado a juntar hasta parecía otro país. Llegué hasta el acceso a Concha y Toro, donde hay como un parque con una reja de fierro con puntas de lanza. Estaba oscuro pero yo me conocía toda esa parte de memoria, cuando no había ni autopista ni metro. Me acuerdo que de chico nos metíamos a veces a jugar en ese parque; a mí me gustaba corretear las palomas que se juntaban ahí; de repente hasta conejos y liebres aparecían comiendo pastito. Una vez me quiso atacar un queltehue que estaba cuidando su nido y otra vez con mi hermano agarramos a peñascazos a un par de pericotes que no supimos si estaban peleando o culeando. Después instalaron tres corridas de alambre de púa encima de las puntas de lanza, para no dejar pasar a las parejas que se iban a pololear en ese pasto blandito cuando el tiempo estaba bueno.

La Isabela y yo nos metíamos de noche por una parte de la reja donde había más espacio entre los fierros, eso lo hicimos todo el verano antes de que me echaran del colegio. Me traía un poco de mota que le sacaba a su mamá, a veces un par de chelas que se choreaba del negocio de su hermana, y nos íbamos al lado de una lagunita que había, para relajarnos. Ella escuchaba música con mis audífonos mientras yo echaba mis piteadas. Yo le hacía unas mezclas con músicas que a ella le gustaban o que yo pensaba que le iban a gustar. Le hablaba de los autos que iba a tener y de la buena ropa que me iba a comprar. Cuando decidí que no iba a hacer cuarto medio, le dije que no necesitaba ni una hueá de cartón para para probar que tenía buena cabeza. Ella me miraba y yo me la creía cuando ella me miraba así. Sandra tenía unos ojos color café muy lindos, la dura.
Después se casó con un paco que decía que era abogado especialista en demandas por accidentes y que atendía en el centro comercial, por Vicuña, al lado de la bencinera antigua, donde después pusieron el Tottus. Se fueron a vivir a uno de esos condominios cerrados que quedan por Peñalolén, donde una vez me tocó estar en una construcción por allá arriba. A la Sandra la he visto una sola vez desde que se casó, la vez que volvió al barrio a ver a su mamá cuando ya estaba bien enferma, ella todavía vivía en la misma casa, casi frente a El Peral. Estaba apurando a sus niños a palmazos para que salieran del auto y entraran luego en la casa, como si se fueran a enfermar con el aire de Puente. Me vio que venía caminando y dio vuelta la cara, hizo como que no me conocía, pero estoy seguro de que me vio, porque estoy cambiado, más viejo y aporreado, pero no tanto como para que no me reconociera. No me sentí herido. Ella puede borrarme de la historia si quiere, pero el hueón de su marido nunca a tener lo que tuve yo, porque esa mina fue entera mía cuando los dos éramos chicos y de ese primer amor uno no se olvida.
Me metí en un pasaje que corre de norte a sur entre Vía Láctea y Concha y Toro. Mi Rolex chino decía las 21:05. El tira Morales estaba atrasado, como siempre. Desatornillé la tapa del Mitjans y me eché una chupada. Mala la hueá, pero quemaba rico.
—Psst, psst. Oye, hueonao.
Miré hacia donde venía la voz. Era un cabro chico asomado por encima del balcón de esos de segundo piso que dan a un pasaje. Detrás de él había una puerta de vidrio con cortinas a crochet. Tenía la pera apoyada en la llanta de una bicicleta. Por ese barrio nadie deja las bicicletas en el primer piso, aunque tengan reja.
—Qué querí— le dije.
—Con vos, nada— dijo.
Tenía como doce años, se veía flaco, con rastas debajo de una gorrita reggae hecha a crochet, como la cortina. Alguien en esa casa le pegaba al crochet.
—Entonces pa qué me llamai.
—Es que andai merodeando.
Eso dijo, «merodeando», como en las series dobladas.
—Ando en lo mío, hermanito. ¿Vos no tenís tareas que andai hueveando afuera?
—Las hice en la escuela.
—A cuál vai, ¿la de la esquina?
—Sí. Los Nogales
—Ahí también fui yo, pero salí hace como diez años.
En realidad, habían sido casi veinte.
—¿Y quién te está preguntando?— dijo.
Casi me sacó una sonrisa el pendejo, tenía corazón.
—¿Qué anda haciendo? Te vai a resfriar con esta nieve— dijo.
—Toy esperando un Uber, gil culiao copuchento.
—¿Tai seguro que no andai cogotiando o choriando?
Justo entonces el auto del tira Morales apareció por la entrada del pasaje y pasó al lado mío, a la vuelta de la rueda, haciendo sesear las gomas en el pavimento. Me hizo un gesto mínimo con la pera y siguió despacio. Paró al final del pasaje.
—No, hermanito, chao, yo no cogoteo, te salvaste— le dije mientras pisaba la colilla y metía la botella en el bolsillo interior de la parka. Sentí los ojos del niño en mi espalda hasta que llegué donde estaba el auto con las luces de freno tiñendo de rojo todo el pasaje. Me di vuelta a mirar antes de abrir la puerta del auto, pero ya no había nadie en el balcón.
Me deslicé en el asiento de atrás, era un Mazda «azul noche» (así decía el tira Morales, era medio cuático para hablar de su auto) que siempre estaba hediondo a cigarro. Recosté la cabeza contra la puerta, debajo del borde de la ventanilla, para que nadie me pudiera cachar desde afuera. Es lo que hago cuando ando circulando con el tira Morales, nunca se sabe quién anda en la calle loreando.
Dobló a la derecha por la Concha y Toro en dirección al sur. Yo no tenía para qué mirar por la ventana para saber por dónde iba. Siempre hacía el mismo recorrido, pasado la Municipalidad, hasta el metro Las Mercedes, de ahí a la derecha en dirección poniente por Tocornal, si andaba con hambre pasábamos por el Macdónal y si andaba de buena se rajaba con unas papas fritas, después otra derecha por Ejército Libertador en dirección norte hasta Gabriela, ahí viraje a la derecha al oriente hasta pescar otra vez la Concha y Toro. Después, por si alguien nos estuviera siguiendo, se daba la vuelta en U y hacía el mismo camino de vuelta. Cuando terminábamos de conversar, me dejaba tirado donde se le ocurría, nunca cerca de la casa, siempre más o menos en la chucha de la loma. Decía que era para protegerme, para que nadie me viera bajar del auto de un PDI.
—¿Capeando el frío, Yamil?— me dijo.
El auto estaba calentito y pasado a humo revenido, como siempre.
—No, si no está tan helado y se ve bonito todo nevado.
—Oye, hueón, nunca te he preguntado, ¿por qué te llamai Yamil? ¿Soi turco? Porque ese nombre es de turco. Pero igual como que tenís cara de turco. Yo antes iba a un peluquero turco que se llamaba Yamil ahí en las Torres de Tajamar.
—Me llamo Yas-mil, no Ya-mil.
—Misma hueá. Puta el nombre raro. ¿Por qué te pusieron así y por qué a tu hermano le pusieron un nombre normal?
—Nunca he preguntado.
—Mejor no preguntar hueás, ¿cierto?— dijo, casi a media voz.
El tira Morales era medio chico de porte pero tenía las medias espaldas, buena pinta, una voz bien ronca, como de locutor de radio FM. Le gustaba andar bien vestido. Usaba un bigote grueso como la yuta antigua. Prendía un cigarro con otro.
—Bueno— le dije, para entrar en tema — el Píter Pan, en qué anda esa hueá.
—Nada que reportar — dijo, encogiéndose de hombros— ¿qué hai sabido tú?
No le contesté. Siempre hacíamos el mismo baile, el mismo tanteo. Dirigió los ojos al retrovisor y ubicó mi mirada. Puso un par de billetes en el respaldo del asiento y yo agarré la plata al toque.
—Yo casho quiandan por el lao e lo quejo.
—¿Qué te dio que te poní a hablar así de repente, hueón? ¿Pa hacerte el choro? Habla normal conmigo, sacoehueas.
Aquí yo —pensé— mejor piola. Era verdad que le hablaba distinto al tira cuando nos juntábamos, para qué discutirle. Mejor no sacarle los choros del canasto.
—Es que me dijeron que ustedes andan hueveando a la gente por el lado del mall chino y que andan empadronando por La Cultura, por El Bosque, por la San Gabriel, hasta por los Bajos andan— le dije.
—Por el historial del Píter Pan. Es de manual para los casos de tráfico de droga por estas partes.
—Pero esta hueá no tiene na que ver con droga, po.
—Hasta el cogote andaba metido en esa hueá. Consumo, posesión y distribución. Cosa de mirar la ficha. El Píter Pan fue soldado del Nariz de Bolita.
—Naaa, si después se enderezó, se salió de esa. Sabe qué mas, al Píter lo conozco de cuando era guagua, yo fui hasta compañero de curso con su mamá.
—¿Te comíai a la mamá?
—Ahh, altiro con la hueá, si con ella somos medio primos, oh. Es cierto que el Píter anduvo en la hueá del Nariz de Bolita y con los Bonitos de Cara, pero después se salió. Se metió con los canutos y nunca más. Ahí lo llevan de la mano a uno, paso a paso, los canutos le pagaron el DUOC, iba camino a la universidad, es lo que dicen, y que el Charly le mandaba plata de Alemania.
—Muy lindo. Ahora explícame por qué le metieron tres tunazos si estaba tan rehabilitado.
—Por una mina.
Le estaba dando un poquito de la verdad al tira Morales, un anticipo. Ni iba ni a sospechar que yo me lo sabía todo, con nombres y hasta con apellidos.
En ese momento de mi diálogo interior, el tira pescó el volante con las dos manos y dio la vuelta en U, fuerte, como que me mareó. Quedé horizontal en el asiento.
—Sigue,— dijo — te estoy escuchando.
—Le estoy tratando de decir, jefe, no tiene que ver con droga. El Píter tenía debilidad por las minas.
—Quién no.
—Andaba loquito con una cabra que otro hueón le tenía echado el ojo. No hizo caso cuando le dijeron. Por eso se lo echaron.
—¿Quién fue?
—¿Ah?
—Quién se pitió al Píter.
—Qué voy a saber yo.
La sangre se me fue a las orejas y las sentí como si estuvieran hirviendo. Me pasaba cuando me estresaba.
—¿Y sabís quién es la chica?
Negué con la cabeza. Me miraba por el retrovisor como con rayos X.
—Tampoco sé cómo se llama. Yo fuera ustedes igual iría a hablar con la mamá del Píter. Algo debe saber ella.
—Qué va a saber esa mina— dijo, con impaciencia.
—Yo digo no más que empezaría por ella. La conozco, es derecha. Nunca miente.
—Gracias por el dato.
—A lo mejor no más, digo yo. ¿Pa qué se coloca irónico?
Ahí el tira Morales soltó como un ronquido resoplado y dio vuelta la cabeza para hablarme.
—Hueón, yo ya hablé con la mamá, ya hablé con los vecinos y otra gente de la cuadra del Píter, fue lo primero que hice. Me metí al dormitorio, le encontré una laptop que tenía fondeada. Ni una hueá de una mina, ni textos, ni correos, ni siquiera una foto. En el celular tampoco. Esa mina no sale en ninguna parte. No existe en la investigación, ¿me entendís o te tengo que hacer un dibujito?
Claro que existía. Yo tenía la foto que el Píter había fondeado. Era una foto de verdad, de papel. Pasa que en el velorio del Píter yo andaba urgido por ir al baño. Le pregunté a la mamá del Píter dónde estaba el wáter y ella me dijo «¿número uno o número dos?», «Número dos», le dije. Y ella me contestó: «anda al de arriba mejor porque el de abajo se tapa». Y siguió atendiendo a la gente que entraba y encaminándolos hacia el cajón del finado. Yo no tenía ni una gana de ver al Píter, no me gusta mirar muertos, dan la impresión de no estar ahí. Pero sí tenía curiosidad por ver la pieza del Píter. Los muertos se pueden ver más en las cosas que dejan que en el cajón. La foto de la Francheska estaba en su closet, debajo de unos calcetines y unos calzoncillos. Era chiquitita, una de esas fotos automáticas de mall que salen de a tres. De fondo se veía un cielo azul con rayos láser cruzando de allá para acá. Tenía puesta una polera con de esos tirantes bien delgados y se había bajado uno por encima del hombro para mostrar la parte de arriba de las tetitas. Detrás de la foto había escrito «¿Te gusto hasí? Besos y abrazos, F.»
—¿Algún testigo?— le dije, consciente de que la pregunta era peligrosa.
—¿Tai hueveando? Nadie.
—Siempre alguien sabe algo— dije, al mismo tiempo que el tira bajaba la velocidad y paraba.
—Semana de mierda— puso la palanca en P— Ayer me tocó un hueón que se ahorcó en la Germán Riesco, al lado de La Legua Emergencia, y ahora me tengo que hacer cargo del Píter. No me gusta investigar casos de gente que uno conoce.
—Usted sabe que yo voy a ponerme en campaña altiro— dije— pero sale salado, nueque uno tiene que meter conversa, pagar copete, convidar comida, qué se yo, por si a alguien se le suelta la lengua.
El tira Morales me pasó otro veinte por encima del asiento, sin decir nada. No sé por qué el billete se sentía medio mojado, colgaba, frío, como una cosa muerta que se hubiera encontrado en la nieve.
—Eso sí que no le prometo nada, porque anda brígido el ambiente— le dije, como si fuera la primera vez que le decía eso.
—Si sé, Yamil. No te miento, hueón, tú soi el mejor informante que he tenido. Estas lucas las pongo yo, porque te tengo confianza, no me fallís ahora. Y ándate con cuidado, no te vaya a pasar nada.
No sé si lo decía con sinceridad, pero igual me sentí un poco culpable, porque mi plan era cagármelo por detrás. Tenía que pensar en lo que me convenía a mí alguna vez. El asesino iba a caer, eso era lo importante. Y yo iba a quedar puesto, sin preocupaciones, iba a llegar con buena platita a la casa.
—¿Cómo está la familia, inspector, los hijos?— dije, como para empezar a despedirnos.
—Están bien. Este fin de semana empieza la escuela de fútbol otra vez, con este frío. No sé pa qué los matriculo, si son matados pa la pelota, salieron a mí.
Era separado, como la mayoría de los tiras que me ha tocado conocer. Les tenía cariño a sus cabros chicos y aprovechaba todo el fin de semana para hacer algo con ellos. Una vez me citó a conversar en una cancha de futbolito por Caleta Brava un día sábado cuando jugaba el mayor. Era malo, estuvo calentando banca hasta que el tira fue a hablar con el entrenador y ahí recién lo metieron un ratito.
—Yaaa, adónde va a ser malo pa la pelota usted, inspector, a lo mejor no pa delantero, pero está pintado como pa defensa. A lo mejor ellos igual están pa ese puesto.
No dijo nada. El ritual de despedida estaba hecho.
—De ahí nos mantenemos en contacto, ¿me oye?
—Ya no más— dijo.
Me enderecé, miré a ver si venía alguien, me subí la capucha, me cerré la parka y me bajé del Mazda. Pegué una chupada de Mitjans camino a la casa, pero me bajó un asco y tuve que escupir para no vomitar ahí mismo. Tiré la botella semi vacía al pavimiento con toda la intención de quebrarla, pero dio un bote y dio vueltas en la nieve sin romperse.
De vuelta a mi pieza saqué la bolsita que escondo en la cómoda de mi hermano, debajo de sus camisetas del albo. Esparcí un poco de yerba en un papelillo, lo enrollé bien apretado y lo metí en la cajetilla de Luckys. El ron me había tirado un poco para arriba y tenía ganas de volarme.
Me vi en el espejo encima de la cómoda, con el rolo en la mano. Me faltaba un diente desde que un flaite me lo botó de un codazo porque sí no más, en un billar de La Pintana donde había ido a sapear por encargo del tira Morales. Me encontré unas pocas canas más en las patillas y en el pelo. Los ojos se me veían como descoloridos, amarillentos. Incluso con la parka grande que tenía puesta se notaba que estaba más flaco. Me veía como esos perros tiñosos que andan dando pena en la calle. Pero qué mierda le iba a hacer esa noche, nada, nada que hacerle con esa pinta. Total, afuera estaba oscuro.
Pasé por la pieza de mi amá, tratando de no hacer ruido. Estaba acostada ya, mirando sin mirar su tele, con el volumen bien bajo para cachar si mi apá la llamaba del primer piso.
Abajo en el living, mientras tanto, la televisión grande estaba puesta a todo volumen una película sobre el boxeador Arturo Godoy, iquiqueño como mi apá. Y ahí estaba el perlita, dormido en su sillón con la pera apoyada en el pecho y la mano mala como enroscada encima de sus piernas; parecía una garra. La luz de la tele le teñía la cara de todos colores. Tenía los párpados medio abiertos y le brillaba la parte blanca de los ojos. Si no fuera por el pechito, que se le movía un poco, parecería que estaba muerto.
Los años lo que hacen es cagarte.
Lo miré y me acordé de una tarde con él, yo debo haber tenido como siete, ocho años. En ese tiempo él trabajaba en construcción. Había fallado el emprendimiento que tenían con mi amá de venderles almuerzo a los micreros. Esa tarde él andaba contento, porque prefería trabajar en una obra con horario fijo, aunque ganara menos plata. No le gustaba tener que andar rogando a los choferes que le compraran los sánguches que hacía mi mamá. Mi mamá decía que era muy orgulloso para ofrecer la mercadería. Bueno, pero esa tarde de la que me acuerdo estábamos en la multicancha de la escuela básica, no había nadie más. La sombra de mi papi se veía larga y derechita, y el sol echaba un color medio anaranjado y rosado sobre el tierral. Todavía andaba en ropa de trabajo, le gustaba ponerse las poleras ajustadas, tiraba pinta mi papi. Me había comprado una pelota del cuatro y me quería enseñar a driblear tal como lo había hecho con mi hermano, que ya era un crack en su liceo. Él se ponía de defensa y yo tenía que pasarlo. Lo único que quería era darme la idea de cómo se hace una cachaña, como decía él. Pero yo no quería, porque él me trancaba de verdad, con la pierna firme, sin lástima: «pasa el jugador o pasa la pelota, nunca los dos», decía. Y le dije que no quería seguir, que me dolían mucho las canillas cuando me metía la trancada. Se puso serio y dijo «ya, vámonos para la casa, mejor». Yo creo es que ese día fue que me perdió la fe. Por lo menos así es como lo veo yo ahora.
Me dieron ganas de acercarme a él al verlo ahí encogido en su silla de ruedas, no para abrazarlo ni nada tan cuático, sino no sé, a lo mejor palmetearle el hombro o pasarle la mano por la cabeza. Pero si despertara me preguntaría que qué pasaba, que por qué lo estaba tocando, esa onda. Así que me conformé con mirarlo. Igual tenía que salir a encontrarme con la Leticia para conversar bien de eso que estábamos haciendo ella y yo. Teníamos que ponernos de acuerdo; si no, podía quedar la cagada. Pisé con cuidado en la cubierta plástica que mi mamá había puesto encima de la alfombra, y cerré la puerta piola al salir de la casa.
Camino a la casa de Leticia prendí un fósforo protegiéndolo de la nieve y el viento con una mano y encendí el faso. Tomé una pitiada profunda y la hice pasear por los pulmones.
La cabeza me estaba empezando a sonreír al acercarme a la casa de la Leticia, por allá por el lado de Las Nieves. Me mojé los dedos en el fierro de una reja y apreté la brasa del pito para apagarlo. Quería guardarle un resto a Leti, para que celebráramos por anticipado.
La Francheska, la mina de la foto que guardaba en su pieza el Píter Pan, había sido testigo de lo que pasó. La Leticia y yo la habíamos encontrado y la habíamos obligado a soltar lo que sabía. Bueno, fue mérito de la Leticia más que mío. Yo lo que hice fue estar de loro mientras la Leticia hacía lo suyo. Esa mujer le puede meter miedo a cualquiera. Se la puso difícil a la Francheska, porque empezó suavecito, huachita p’arriba y p’abajo, pero después le dio sus empujones y la arrinconó en un callejón. Ahí la mina se largó a llorar y contó lo que había pasado:
Salió a caminar con el Píter esa noche, cuando el King Kong y su banda, unos tres o cuatro más, se bajaron de un auto negro y los rodearon, empezaron a darle empujones al Píter y eso.
—¿Qué auto era?
—No reconozco los autos yo. Era negro o azul oscuro. Era de noche.
La Francheska pensó que eso era todo lo que iban a hacer al Píter, darle empujones, a lo mejor una cachetada o una patada suelta. Pero entonces el King se acercó de nuevo al auto, sacó una automática de la guantera, se dio vuelta y le puso tres al Píter, dos mientras estaba de pie, y una más para rematarlo cuando estaba en el suelo. Después se subieron todos al auto y se arrancaron. La Francheska se fue corriendo a su casa. El Píter estaba muerto, lo dejó botado, solo, con los ojos abiertos y una expresión de «qué chucha pasó». Para qué se iba a quedar ahí con un muerto.
La Francheska le juró a la Leticia que no tenía ninguna intención de hablar con los pacos ni los tiras. Leticia le contestó que, como tía del Píter, ella lo único que quería era saber qué había pasado, que no quería nada con la yuta, que no se preocupara, que no la iba a comprometer en nada.
Con los datos que nos dio la Francheska, la Leticia y yo teníamos al asesino y una testigo. Yo podría haber ido derechito a contarle al tira Morales, pero ahí la Leticia me hizo la mejor propuesta de mi vida; me habló de que había un número de Seguridad Ciudadana donde ofrecían plata por datos sobre algún crimen, anonimato garantizado. Nos pusimos de acuerdo altiro: ella iba a llamar para dar la información confidencial, y después cuando ya estuviera todo resuelto iba cobrar las quinientas lucas de recompensa que nos íbamos a repartir miti y miti.
Después la Leticia se iba a ir a fondear a Valparaíso, donde su suegra, un tiempo o a lo mejor para siempre, porque odia Santiago, odia Puente. Y de mí nadie iba a pensar que yo andaba metido. La recompensa no era mucha, pero yo nunca había tenido esa cantidad de plata en el bolsillo. Lo más importante para mí era que algún día, cuando el King Kong ya estuviera en cana, entonces yo podía plantarme delante de mi amá y de mi apá y contarles que yo, su Yasmil, el hijo que-no-sirve-pa-niuna-hueá, había ayudado a resolver el caso del homicidio de mi medio primo chico. Y claro que iba a valer la pena, sólo para ver la cara de orgullo de ellos.
Llegué a la casa de Las Nieves donde Leticia vivía de allegada. Era a la altura del 600, esos bloques bajos color plomo. Vivía en un primer piso.
Golpée su puerta y me saqué el gorro de lana y le sacudí la nieve, esperando que abriera. La puerta se abrió, pero solo un poquito. Paró de abrirse cuando la cadena quedó estirada. Leticia me miró por encima de la cadena. Pude ver las huellas de mugre en la parte de la cara que veía donde se notaba que había estado llorando. Era una mujer de aspecto duro, siempre había sido así, hasta cuando era joven. Nunca la había visto tan mal.
—¿Qué te pasó?
—No te puedo hacer pasar. Mejor ándate.
—Ando con yerba muy buena, Leticia.
—Ándate de aquí, Yesmil.
Escuché el bajo de reggetón que venía de otro departamento. Por detrás del ruido, un hombre y una mujer estaban discutiendo.
—¿Qué pasó?— dije— ¿Por qué estabai llorando?
—Vino el King Kong a verme— dijo.
Se me cayó un poco el estómago. Traté de que no se me notara.
—La Francheska le contó de lo que hablamos.
—Conchemimadre. ¿Te amenazó?
—No tan directo. De hecho, estaba con una sonrisa todo el rato que me habló.
A Leticia le tembló el labio.
— Llegamos a un acuerdo con el King Kong, Yesmil.
—¿Qué acuerdo?
—Que la Francheska no estaba cuando mataron al Píter, que estaba conmigo esa noche y que eso es lo que iba a decir si la llaman a declarar.
—¿Me estai diciendo que lo que pasó nunca pasó, Leticia?
—Sí, eso mismo, eso nunca pasó.
—Leticia…
—No me voy a hacer matar por quinientas lucas, hueón.
—Ni yo tampoco.
—Entonces ándate a alguna parte por un tiempo.
—¿Por qué iba a irme?
Leticia no dijo nada, pero se quedó mirándome de una forma rara.
—¿Me entregaste, Leticia? ¿Le dijiste al culiao que yo también sabía?
Leticia me desvió la vista y negó con la cabeza.
—Fue la Francheska— dijo, casi en un susurro— Ella le dio el dato. Le dijo al King Kong que yo andaba con un hueón flaco y viejo que andaba conmigo el día que la zamarrée.
—¿Me cagaste?
Leticia negó con la cabeza muy lento y cerró la puerta. Se oyó un click muy suave.
Me quedé parado frente a la puerta cerrada, como hueón, por un rato, escuchando el retumbar del bajo y la discusión que seguía entre el hombre y la mujer. Después salí del block.
Estaba nevando fuerte. No me podía ir a la casa por el camino de siempre, así que me fui yendo por los pasajes donde apenas podían pasar autos.
Cuando llegué a Gabriela, vi una patrulla de la 20 comisaría estacionada en la esquina de Concha y Toro, con dos pacos adentro, tomando café en un termo. Ya era tarde, y con la nieve y el frío no había mucha gente afuera. La lavandería coreana, que estaba abierta 24/7, que antes era un restorán Al Paso o una mierda por el estilo, estaba llena de de gente capeando el frío. Se veían las siluetas detrás de los vidrios empañados y manchados de nicotina. Tenía hambre, pero no había dónde comer aparte del Macdónal. De la sanguchería «Mata Hambres» no quedaba más que un local oscuro, desde la pandemia. El Tottus también estaba cerrado. Se me ocurrió ir a meterme al Amnesia, fondearme ahí un rato, pero no quise porque allí los guardias me habían pasado a llevar demasiadas veces y no me dejaban pasar a tomar algo aunque les mostrara billete.
Crucé al lado poniente de la Concha y Toro y caminé hacia el sur. Pasé al lado de un enano colombiano que estaba donde siempre, en la caseta de nochero de la vulcanización. Estuve trabajando ahí un tiempo, apilando neumáticos, pega dura y hedionda. Los negocios de por ahí eran como la lista de mis fracasos personales. La carnicería y verdurería Meaty Mati, el lavado de autos de la FINA, la picada de los Cheques Cobrados, el mercadito Lomax donde estuve reponiendo mercadería, en todos había encontrado pega, y en todos había durado poco, a veces ni un solo día. A veces me echaban a los dos días, porque me costaba concentrarme o no sabía llegar a la hora, o me iba antes, o me agarraba con un cliente, o mandaba a la chucha a un jefe.
Me acerqué al almacén de la esquina de Palabra de Vida con Los Cholitos. Un par de pendejos se me acercaron, como escondidos dentro de la capucha de sus parkas North Face, duros de cara, pero se sonrieron cuando me pudieron ver bien.
—Oye, Loco— dijo uno de los jóvenes— ¿De dónde sacaste esa parka tan brígida? Parecís zombi, gil culiao, y arréglate los dientes, hermano, por favor.
Se rieron. No les contesté. Mi parka era cuma, pero para qué quería más. No me iba a andar luciendo con una North Face por esos lados, es como andar pidiendo que te la choreen. Y arreglarse los dientes es de ricos.
Seguí caminando.
Afuera de la botillería Los Vargas estaba lleno de gente y de humo, cigarro y marihuana de la que tiene olor a caca, o a sea de la buena. Vi a un compadre conocido, el Brad Pitt le decían, por lo feo, dando vueltas cerca de los vinos. Estaba mirando una caja de vino. Andaría por los treinta y cinco, pero representaba cincuenta.
—Don Brad Pitt— dije.
—Yamil, culiao, tanto tiempo.
Hicimos una de esas hombro-con-hombro y un palmoteo de espaldas. Nos conocíamos de la escuela, aunque nunca habíamos sido amigos. Se veía muy cagado. Me acordé de mi imagen en el espejo antes de salir y pensé que a lo mejor yo me veía igual, si teníamos la misma edad. Levantó el tetra de Clos de Pirque y me lo puso por delante como para que le viera la etiqueta, igual que los mozos en los restaurantes de lujo de las películas.
—Puta que me haría bien un sorbito— dijo Brad Pitt— la cosa es que ando pato.
—Ya no más, compadre.
—Cuando me paguen nos arreglamos.
—Tamos bien. Tranqui no más.
Agarré el vino y me quise ir hacia las cajas. Brad Pitt me agarró de la manga y me apretó fuerte el brazo.
—Yesmil.
Nunca lo había visto tan serio. Me dio un presentimiento raro que me dijera bien el nombre.
—Caleta pasando por aquí esta noche. Si uno para las pailas y se hace el hueón, uno escucha cosas.
—Dime lo que escuchaste que te colocaste tan serio.
—Unos lonyis anduvieron por aquí, andaban preguntando por vos.
Sentí esa cosa en el estómago.
—Tres pendejos choros re chicos— dijo Robert—, uno era ese hueón con los dientes de oro. Preguntaban si había visto a un hueón flaco de tu edad con tu gorra de lana colorada y esa misma parka negra que ahora andai trayendo.
La gorra la había usado todo el invierno. La tenía puesta cuando la Leticia y yo tuvimos ese encuentro con la Francheska en el callejón. Ahora la tenía en el bolsillo de la parka.
—¿Alguien les dijo que era yo?
El Brad Pitt dijo que no con la cabeza, me quedó mirando y dijo:
—No te voy a mentir, hermano.
—Mierda.
—Yo no les dije nada a esos culiaos, me fui a meter al fondo del boliche pa que no me huevearan.
—Virémonos de aquí, compadre.
Pagué con el billete húmedo que me había pasado el tira Morales: dos cajas de vino y una cajetilla de cigarros. Mientras el cajero calculaba el vuelto, agarré un loto usado y un lápiz de mina del mesón y escribí esto por las orillas: King Kong mató a Píter Pan. Y esto: Francheska Muñoz es testigo.
Me metí el loto en el bolsillo de mis bluyines y agarré el vuelto. Salimos a la calle con el Brad Pitt. Ahora caían unos copos grandes y lentos, como de algodón En la vereda tapada de nieve le pasé su caja de vino. Yo sabía que se iba para La Pintana, donde vivía con una mujer famosa por lo fea pero buena con él y con los hijos de ella, que por suerte no se parecían a la madre.
—Gracias, Yesmil.
—De nada, hermano.
—Cuídate, loquito, ¿me entendís?— me dijo al despedirse, levantando la pera.
Se fue por su camino. Yo crucé Gabriela, esquivando un colectivo que estaba cuneteando en el hielo del asfalto. Pensé botar el gorro de lana, en caso de encontrarme con el King Kong y los suyos, pero me había encariñado y no lo quise soltar.
Abrí la tapa de mi caja de vino mientras caminaba, con una chupada larga que se sintió tibia en el pecho. Subiendo hacia el Acceso Sur, veía pedacitos de billetes flotando a través de la luz de los faroles. La nieve cubría el techo de los autos estacionados y se había acumulado en las ramas dobladas de los árboles. No andaba nadie afuera. Me detuve a prender lo que quedaba del pito y me lo fui fumando mientras subía otra vez por Gabriela.
Tenía pensado irme a la casa, entrar por la puerta de atrás si es que no había moros en la costa. Pero antes tenía que calmar la cabeza, tenía que pensar bien qué hacer. Que me llegara la volada y me dijera lo que tenía que hacer, eso esperaba.
Me quedé parado con una mano en la reja del parque, mirando la oscuridad. Me había fumado todo el pito y tomado todo el vino. No se escuchaba nada más que el seseo de la nieve. Y «Mi dulce niña», ese tema de Kumbia Kings, tocando en mi cabeza. A la Sandra le gustaba. Se ponía a bailarlo tan bien, moviendo las caderas y riéndose al darse vuelta, con mis audífonos puestos, a la orilla de ese laguito. Con los pájaros correteando por ahí, en verano.
—Sandra— susurré. Y después me reí un poco, y dije — estoy raja de volado y unos hueones me andan buscando para darme unos tunazos.
Me di la vuelta y seguí, a tropezones, porque la nieve no dejaba ver los hoyos de la vereda. Vi un auto que venía patinando, rodando demasiado rápido. Era de color oscuro y venía con las luces altas. Me palpé los bolsillos, sabiendo que no tenía el celular.
Me escondí en el pasaje donde antes me había encontrado con el tira Morales. Miré hacia el balcón donde antes estaba el cabro chico copuchento. Había luz detrás de la ventana de la puerta del balcón. Agarré un montón de nieve, la apreté fuerte para hacer una pelota, y la tiré a esa ventana. Esperé. El cabro apartó las cortinas y puso la cara en el vidrio, con las manos alrededor de los ojos para ver mejor.
—¡Compadrito!— le grité,— ¡Ayúdeme!
Me miró con frialdad y dio un paso atrás. Yo sabía que me había reconocido. Pero supongo que me había visto meterme en el auto del tira y quizás qué se habrá imaginado. Cerró la cortina y apagó la luz. Al mismo tiempo, los faros barrieron el pasaje y entró el auto negro con las luces altas. Por medio segundo, pensé que el tira Morales venía a rescatarme.
Corrí soplado pasaje abajo, a resbalones, porque las zapatillas no agarraban tracción en la nieve. Mientras corría, empujaba y botaba tarros de basura para tapar la pasada del auto. No miré para atrás. Los escuchaba gritándome «¡pare, compadrito, no pasa nada, loco! ¡Para, bastardo conchetumare!» y puteaban cuando les tocaba pasar por un lomo. Salí a la Concha y Toro, corriendo con las puntas de los pies, tratando de no resbalarme tanto.
Corté hacia la escuela básica y crucé a la vereda oriente, donde vi una patrullera de pacos de la 38; quise hablarles, pero después me arrepentí y me fui corriendo por debajo de la elevación del metro. Divisé un callejón, cerca de los Testigos de Jehová, que tenía forma de T. Ahí no podían entrar o se les iba a hacer difícil pasar con el auto. No podían pillarme por sorpresa ni nada parecido. Y podía salir por diferentes lados del pasaje.
Me encaramé por una reja que no había visto y con la adrenalina salté al otro lado. Los perros de la vulcanización que hay ahí se pusieron a ladrar. Tenían criadero de esos perros ahí, mezclas de pastor y rottweilers con la cabeza del porte de una vaca, ahí hacían peleas clandestinas de perros y de gente. La mayoría de los perros estaba adentro, por la nieve seguramente, pero igual andaban algunos sueltos, y metían mucho ruido. Perros culiaos le indicaban al King Kong por dónde iba yo.
Vi el auto rodando bien lento por la Concha y Toro, esta vez con las luces apagadas, era parecido al del tira Morales, azul noche, y sentí que las orejas se me calentaban. Me puse en cuclillas y me apreté contra la reja de alambre de los canutos. El estómago se me dio vuelta completo y me salió uno de esos eructos con vómito. Lo que me subió hasta la boca lo volví a tragar y escupí el gusto amargo y ácido que me quemó la boca.
Si llegaba a mi casa, estaba salvado. Nadie podía hacerme nada ahí. En mi cama, en la misma cama donde siempre dormí, cerca de mi hermano. Con mi mamá y mi papá en su pieza. Con mi papá y la escopeta a postones que a veces sacábamos para espantar a algún curado o algún drogo que venía a molestar. Con el celular para llamar al tira Morales.
Escuché que me llamaba uno de ellos: «¡Yamil!» Entonces otro, una voz más ronca, desde otra parte, hizo lo mismo. Todas las voces me parecían conocidas. Me llamaban y algunas veces se reían. Me puse a tiritar un poco y me mordí el labio. Atravesé el jardín de los canutos y me encaramé por la pandereta de atrás. Salí a otro pasaje en que nunca había estado.
Los perros estaban vueltos locos, gruñendo y ladrando, pasé por el lado de la reja donde se habían juntado a ladrar y mantuve la vista fija adelante. Al fondo del callejón vi un hueón de parka gruesa, capucha arriba. Me estaba esperando.
Me di la vuelta y corrí hacia donde había empezado. Hasta con el ruido de los perros me podía oír a mí mismo jadear, tratando de respirar. Llegué de nuevo a Gabriela, y ahí corté y seguí hacia la multicancha de la escuela básica. Si cruzaba por ahí ya estaba a tres cuadras de mi casa y ahí nadie me paraba.
Me metí por la cancha. Caminaba casi normal, tratando de calmarme. No escuchaba un auto ni nada, las voces ya no me llamaban. Sólo la nieve que crujía bajo mis pies.
Entonces fue que lo vi: un cabro de parka amarilla iba caminando por el otro lado de la cancha, siguiéndome el paso. Tenía una mano dentro de la parka y le brillaba la dentadura de oro. Detrás de él, otra figura, alguien que se veía mayor, mudo, con la lucecita de un pucho en la boca.
Me corrió el pichí caliente por el muslo, pierna abajo; cuando llegó al tobillo ya se sentía helado. Me temblaban las rodillas, pero hice mover las piernas en dirección contraria.
Un relámpago amarillo alumbró la nieve y sentí un puntazo, como la picadura de una abeja, en la espalda. Tropecé, pero seguí de pie. Vi sangre goteando en la nieve. Di un par de pasos hacia atrás y cerré los ojos.
Cuando los abrí, la cancha se veía verde, como cubierta de polvo de oro, como en un atardecer de verano. Un tema de Wisín y Yandel salía por las ventana abiertas de mi casa. Mi apá estaba de pie frente a mí, con su chasca larga y su pecho que estiraba la tela de la camisa. Tenía las mangas enrolladas hasta los codos. Me ofrecía los brazos.
No sentía miedo ni estaba arrepentido de nada. Lo había hecho bien. Tenía el ticket de loto en el bolsillo. El subinspector Morales lo iba a hallar en el bolsillo de mis bluyines en la mañana. Cuando me encontraran ahí tirado. Él sabría exactamente qué hacer con esa información.
Pero primero tenía que hablar con mi apá. Él estaba de pie, como esperando una explicación. Y yo sabía exactamente lo que le iba a decir: No soy el pobre hueón que usted cree. He estado trabajando para la PDI por mucho tiempo. Y ahora acabo de resolver un homicidio.
