Décimas para el cumpleaños de mi madre

Mi mamá, Andrea Sandoval Valenzuela, hoy cumple 87 años. Ella no sabe qué día es hoy, ni qué año, ni por qué la gente le canta y le sopla las velitas. Mi mamá se fue de viaje sin vuelta a una zona remota donde las palabras se enredan y pierden sus referentes y donde el descanso consiste en un color, en notas musicales y canciones, en texturas, sabores y abrazos; ella vive en lo efímero. Es una condición inexorable y triste, pero a veces uno encuentra consuelo en la memoria propia. Como decía un tipo en un video (creo que sacado de un comercial), de esos bien manipuladores: «ella tal vez se haya olvidado de quién soy yo, pero yo tengo bien claro quién es ella». Es sentimental, pero revelador.

Da para creer que la memoria que a ella se le escapó supo alojarse en la memoria de sus hijos, y lo digo porque los recuerdos de cada uno de nosotros –o hasta la estructura misma de nuestro modo de hacer memoria– fueron modelados por ella, por sus historias, sus casos, sus anécdotas y comentarios de la vida del campo, sus aventuras de niña recién llegada a la ciudad para trabajar en casas particulares, sus andanzas como trabajadora a trato en un laboratorio de remedios, sus amistades y su lista de enemigos. Los eventos que marcaron su vida también nos dejaron su huella: el terremoto de Chillán, el asesinato de su hermano mayor en Molina, sus desmayos esporádicos, la vez que se cayó de una higuera y la creyeron muerta, el casamiento con mi papá, un día lluvioso de julio; en vez de un carruaje nupcial, mi padre la sacó a dar una vuelta en la micro de mi abuelo, porque sin esa carrera no había plata. Cansada de que viviéramos de allegados con mis abuelos paternos, ella armó una carpa frente a la Municipalidad de San Miguel, el preludio de una toma de terrenos. Se metía en los centros de madres y participaba como apoderada preguntona y comprometida, a pesar de que ella no pasó de tercer año de preparatoria. No sé cómo lo hacía, cómo lo hizo, para armarnos un mundo y para hacernos entender y conciliar dos opuestos: que el mundo es, en verdad, ancho y ajeno y que, al mismo tiempo, sin que medie gran cosa entre los dos conceptos, es un mundo que puede ser abierto, libre y propio. La verdad es que sé cómo lo hizo; lo que no entiendo es cómo se las arregló. Nos llevaba a todas partes: al cine, a esas largas sesiones rotativas de tres películas al hilo: Tarzán, Godzilla, El monstruo de la laguna verde. Chaplin, Buster Keaton, Laurel & Hardy, Mary Poppins, Las cinco monedas, Dr. Doolittle. Se reía mucho con nosotros en la micros o en las tremendas caminatas que teníamos que hacer para ahorrar dos o tres pasajes de micro. Fue la que nos enseñó a leer a todos y la que nos regaló su amor por la lectura y por los actos de la imaginación. Durante la dictadura, salía a protestar, con su limoncito, su pañuelo y un poco de sal. Una vez se le olvidó el pañuelo y un rasta le regaló el suyo: ahí figura mi madre con una pañoleta y su hoja de cannabis. También durante la dictadura, se propuso terminar su educación básica en una escuela nocturna. Uno de los mayores regalos de la vida fue haberla tenido como alumna mientras yo hacía mi práctica de pedagogía en inglés. Tenía que fingir que no le tenía barra a mi mamita.

Uno de los recuerdos más nítidos que tengo de esos paseos por la ciudad con mi mamá y mis hermanos es de la vez que fuimos a ver a una cantante que siempre escuchábamos en la radio y que, al parecer, resulta ser pariente. Por parte de madre. Y estas décimas son para esa ocasión, tiene que haber sido el año 65 o 66.

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Un día, en San Miguel,

se le frunce a mi maire

sacarnos a tomar aire,

y así nos lleva en tropel

con la risa a flor de piel,

a escuchar un recital

en una feria de El Llano,

donde cantaba, a lo humano,

su canto pleno y fluvial

doña Parra Sandoval

 

Y ahí estaba la Violeta

con una chomba morada

con la cara muy tapada,

y las grenchas sin peineta

¡qué le importa a una poeta

verse así toda chascona

si la prima y la bordona

dan arpegios cristalinos

que suavizan del espino

la aguja y su corona!

 

Del angelito su rin

cantaba con sus dolores

y del amor los rencores

cantaba en un sinfín;

hablaba de un querubín

y nosotros, boquiabiertos,

nos pasamos el concierto

gozando esa maravilla;

mi madre era una chiquilla

de su infancia en el huerto.

 

Nos llevaba a todos lados,

(cuatro fuimos, luego cinco)

a la rastra o dando brincos,

al cine, al centro, al mercado,

al cerro, a tomar helado,

no faltaba panorama,

ella armaba su programa

aunque no tuviera un cobre,

nunca nos sentimos pobres

callejeando con mi mama.

 

Haverford, 2 de diciembre de 2019, año de la gran rebelión.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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