Caballos

Hoy vi un caballo. Fue raro, por donde vivo uno ya no se encuentra con caballos, pueden pasar meses y hasta años sin que uno pase cerca de un caballo. Este se me atravesó en el sendero por el que yo caminaba. Como iba pendiente de no resbalarme en las piedras cubiertas de hielo, no lo vi hasta que estuvo muy cerca. Primero sentí el olor y luego su respiración. Levanté la vista ante la conmoción de las ramas secas y solo entonces vi la enormidad de su grupa y sentí el suave taconeo de las herraduras contra las piedras y las hojas muertas. Pensé que se trataba de una aparición fantasmagórica, pero después reparé en la niña que lo guiaba a pie, sujetando las riendas con delicadeza. No sé por qué no se me ocurrió que tanto el caballo como la niña podían ser apariciones. Ella le hablaba, pero lo que me pareció su voz bien podía ser el rumor del viento entre los árboles o el sonido del agua cercana. El sol hacía relucir el pelaje castaño claro del animal mientras que sus crines absorbían la luz con su negrura sideral. La niña y el caballo avanzaron por el sendero perpendicular al mío y se detuvieron en las ruinas de un molino, cerca de la quebrada llamada Mill Creek, su corriente ancha y caudalosa con el deshielo prematuro de estos días. Ni el caballo ni la niña dieron señas de haberme visto. Seguí mi caminata, aspirando el olor almizclado de su estela. Antes de un recodo volví la vista. Ella desenvolvía un sandwich y el caballo ramoneaba unos arbustos, con más curiosidad que ganas.


Hubo un tiempo en que todos los días veía caballos. Tiraban carretelas o carrozas funerarias, esperaban amarrados a un poste a la orilla de las ferias, con un saco de alfalfa o de heno colgado a los belfos como grandes bozales, pasaban por las calles de mi población con alforjas de mercadería, casi siempre en silencio; era muy raro sentirlos relinchar. Cuando lo hacían, mostraban sus grandes dientes amarillos jaspeados de verdor. De vez en cuando alguno se espantaba, rompía las amarras y salía a galopar por las calles polvorientas, echando vapor por los ollares abiertos, perseguido por los perros y por hombres tratando de lacearlos.


Al frente de la casa de mi infancia unos vecinos tenían una carretela y una yegua tordilla. No había espacio para tenerla en la casa, por lo que la mantenían en la calle. Se echaba a descansar debajo de la carretela en su cama de paja y sacos de papa. A veces se quedaba de pie, como dormitando, moviendo las orejas para espantar el mosquerío. Meaba en la taza del acacio al que la amarraban, como si quisiera regar el pobre árbol. A nosotros no nos molestaba el olor a bosta fresca ni las pozas de pichí que dejaba la yegua Estrella. Mi abuelo decía «hay que saber vivir con la gente». En la casa del lado, sin embargo, le hacían la guerra y amenazaban a gritos con mandar llamar a los carabineros, especialmente cuando Estrella soltaba sus esfínteres. En esa familia eran todos oficinistas; el padre decía que era detective y salía todos los días a trabajar de cuello y corbata. Era verdad lo que a veces gritaban, furiosos por el olor a establo: tenían armas en la casa, dos revólveres. Uno era igual a los de las películas de vaqueros y el otro era niquelado, de cañón corto. El niño de mi edad que vivía en esa casa, un muchacho torvo que guardaba sus juguetes sin usarlos nunca, me mostró las pistolas que su papá guardaba en una caja de zapatos, encima de un ropero. Una vez, en la penumbra de ese dormitorio con olor a encierro, se encaramó a una silla, puso la caja sobre la cama de sus padres y sacó la pistola niquelada. La levantó, con las dos manos aferradas a la cacha y un dedo enredado en el gatillo. Me apuntó a la cabeza y me dijo «mira por los hoyitos del tambor, ahí se ve que está cargada». En efecto, se veían las opacas cabezas redondeadas de las balas. Su risa me hizo llorar y salí corriendo de esa casa.

Afuera estaba la yegua Estrella, mordisqueando un fardo. Me acerqué a ella y le pasé la mano por el pescuezo, por el dorso y los ijares. Largó un relincho muy suave, casi un resoplido, golpeó un casco contra el suelo polvoriento y me miró como si hubiera sido ella la que me acababa de salvar la vida.

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