En La Habana, un día cualquiera, pasa de todo. Por la mañana, me encuentro con un amigo en su casa del barrio de Vedado. Mientras tomo café, admiro los mangos que amarillean en su antejardín. Salimos a dar una vuelta y, en un gentío, nos encontramos a boca de jarro con una blanquísima sonrisa. Mi amigo la reconoce al instante y extiende la mano, explicando: «soy chileno, residente acá». El alcalde de Santiago no atina más que a devolver el saludo, sin imaginarse que estrecha la mano de un ex-oficial de las fuerzas chilenas entrenadas en Cuba. Intercambian las cortesías propias de nosotros, que a los cubanos les suenan arcaicas, algo cómicas. Para el alcalde, político avezado, resulta fácil no relajar las mejillas, y gana lejos el gallito de sonrisas. El viento de cuaresma que anticipa la primavera tropical chasconea a los dos sonrientes, mientras ellos se quedan congelados, como posando para la curiosidad de los habaneros que no tienen idea de la historia que hay detrás de ese saludo espontáneo. Se sueltan las manos, y cada uno parte a rezarle a su santo.
Por la tarde tengo mi propia cita con los santos. Arrecia el calor. En una casa de la derruída Habana Vieja, espero que empiece el despojo con que una amiga gringa quiere desprenderse de los malos espíritus. Vengo de traductor, nada más; de estas cosas sé muy poco, y creo menos. Entramos a la pieza donde se ha dispuesto un altar a Yemanyá. En un rincón está la cajita blanquirroja que contiene a Oggún, dios de rayos y truenos. Fulgura el amarillo ámbar de Ochún, la seductora, rielando en los siete vasos de agua que convocan a los antepasados. Huele a aguardiente, almizcle y agua de colonia, todo revuelto con humo de habano. La santera es una vieja flaca que sigue siendo tan hermosa y risueña como su foto en sepia. San Lázaro la mira, con sus llagas moradas, su cara de achacado y sus elekés multicolores. Comienza el ritual y cumplo mi deber de intermediario, transmitiendo instrucciones, preguntas y respuestas. En eso llega Francisco, el espíritu de un cimarrón cascarrabias que se posesiona de la santera. Por medio de la voz enronquecida de la vieja, Francisco dice que está ahí el espíritu de mi abuelo. Yo, como soy incrédulo, pido confirmación. «¡Sericordia! ¡Caraho!», reclama, pero me la da, precisa, irrefutable. La santera me dice que también necesito despojo, y no me queda más que someterme al spray de alcohol con agua bendita que ella me resopla por la cara. Me enjuaga con adobo de azahares y hierbas fragantes, me azota con unas ramas y me sofoca a sahumerios, cantando en lucumí. Salgo a la calle sin saber qué me pasó, todo mojado, hediondo a trago y a colonia, con la cabeza llena de pétalos y con diez dólares menos, pero con la protección de Ochún, la Venus del panteón de los orishas.
En la noche el calor no da tregua. Al filo de las doce, cruzo el barrio chino, sorbiendo un helado de mango, y llego al Paseo del Prado, el bulevar más hermoso y más sombrío de América. Me siento y prendo un tabaco, cateando la multitud. Cabrera Infante dice que el gentilicio de su ciudad es hablanero. Tiene razón: una ingeniera y Testigo de Jehová se instala y me cuenta su vida completa, sin darme tiempo de intercalar palabra. Se declara anticomunista, pero fidelista hasta la muerte «porque cuando habla ese hombre así se me ponen los pelos, me da como una friad-dá». Para ilustrar se tira los vellos de los brazos. Sigo caminando hacia el Malecón por el bulevar umbroso. Una muchacha de amarillo me hace señas desde un auto, como si le pasara algo. Al acercarme veo que padece de una hermosura luminosa, cinematográfica. El que maneja es un turista 40 años mayor que ella. «Papi, ¿hablas inglés?». Le digo que sí con la cabeza mientras el gringo y yo nos escrutamos. «¿Sabes en qué dirección se va hacia la Catedral?» Otro sí. «Óyeme. Cuando te pregunte el americano, mándalo a la dirección contraria, mi vida ¿me entendiste?». Cuando el auto se aleja, la bella Ochún me agradece con una sonrisa. En ese preciso instante, me van a creer, estalla un rayo azul metálico y se refresca el aire con un aguacero en venganza que no escampará hasta el amanecer.
Usted saque de este baile sus propias conclusiones. Eso es lo que uno se ve obligado a hacer a cada momento en esa ciudad; es lo que agobia, y lo que maravilla, de un día en La Habana.