Liliput conquista Europa

La primera vez que estuve frente al Petit Palais de París me dio esa sensación indescriptible de haberlo visto antes, sin poder precisar dónde ni cuándo. De regreso, pasando frente al Museo Nacional de Bellas Artes, supe por qué me había dado ese dèja vu. Bellas Artes es una copia del «pequeño palacio» francés. Con excepciones, la arquitectura chilena es un pastiche de calcos a escala reducida. Frunciendo las pestañas y pensando positivo, nos hacemos la ilusión de que lo chiquitito que erigimos tiene la grandeza del palacio o del rascacielos original.

Las únicas ciudades hispanoamericanas construídas de igual a igual, a escala plena con sus modelos, son México y Buenos Aires, esas dos terminales del metro abandonado que corre por debajo de América Latina; y eso es porque las dos son producto de sueños febriles de grandeza. El DF es la proyección fantasmagórica del esplendor de Tenochtitlán: «Venecia», la llamó Bernal Díaz del Castillo, aquel tosco Calvino avant la lettre. Buenos Aires es el espejismo luminoso de París centelleando sobre el Río de la Plata, ciudad de los desvaríos bárbaros de Sarmiento y de los pasadizos de Cortázar. Santiago se conformó con los afanes cívico-sanitarios de Vicuña Mackenna y su parquecito en el peñasco de Huelén. Eso de las «anchas alamedas», lo sabemos bien, es pura retórica.

Ahora que la Unión Europea quiere hacerle un huequito comercial a Chile, celebramos con champaña, como para convencernos de que no es un equívoco. ¿No querrán decir Argentina o México? Nunca nos hemos creído potencia-en-potencia ni hemos sido objeto de grandes lujurias imperialistas. Estamos en el confín más lejano del planeta, construímos a escala de 3/4 y apenas producimos poetas, minerales y espárragos. (Lo de los espárragos me lo dijo, sobrador como argentino, el actual canciller mexicano, en la época en que era más académico y menos diplomático). El PNB de Chile equivale a un tercio de la economía de Chicago, o la de Suiza. Nos invitaron a comerciar precisamente porque somos Liliput, pero qué importa, nos sentimos halagados, y además el asunto tiene su ironía: mandaremos litreado a Francia, manzanas a Alemania, tallarines a Italia, butifarras a España, licor a Escocia. Un boomerang de mercaderías vuelve al punto de origen después de dar una vuelta por la historia.

Que el champán no se nos vaya a la cabeza. Algunos europeos sacan del closet sus esqueletos apolillados del siglo XX, amenazando con desfiles de antorchas y noches de cristales rotos. La fiebre ultraderechista afecta a uno de cada cinco electores. Hay que fijarse que nos invitaron a la casa de una familia cada vez más dividida, y algunos parientes no nos quieren ver ahí.

Tal vez tengan razón para preocuparse los europeos que desconfían de nosotros y de todo liliputiense post-colonial. Los conocemos muy bien de tanto haberles copiado versos, edificios, y utopías. Hablamos sus idiomas mejor que ellos y sabemos falsificar cualquier papel de identidad; tenemos siglos de práctica en esas imposturas ladinas, somos duchos en el arte de la imitacióny el camuflaje. ¿Sabrá el xenófobo marsellés con qué chichita se cura cuando se empine un tres tiritones de Lontué? ¿Sabrá Heider que la fruta de su strudel austríaco es en realidad un «queso de la vegetación» del manzanar nerudiano? ¿Se imaginará el neofascista milanés que esa pomarola tan sabrosa viene de Malloa? Más vale que Europa aprenda a copiarnos el acento de Liliput, porque la invasión no para. Los chilenos estamos instalados hace tiempo en ese territorio, los ulises argentinos están volviendo, junto a músicos cubanos, comerciantes senegaleses, albañiles etíopes, cocineros marroquíes y periodistas colombianos. Los invasores nos estamos aliando con los nativos más iluminados, los que nos extienden inocentemente sus invitaciones a comerciar con ellos como si nos estuvieran regalando cuentas de vidrio.

Todos los hijos de la vasta Liliput llevamos la arquitectura en la sangre. Más temprano que tarde, Venecia será Tenochtitlán y París se trocará en Buenos Aires. El valle central chileno verdeará por toda Extremadura hasta llegar a Borgoña, donde plantaremos frutillas entre los viñedos. Claro que todo se hará a escala reducida, de acuerdo a las dimensiones de ese continente que de puro viejo cada día se hace más pequeño.

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