Cuando pueden, los chilenos que viven en el archipiélago de la región XIV hacen un peregrinaje a su tierra. Llegan contentos, pero apenas se bajan del avión los ataca una especie de puna. Lo reconocen casi todo, pero se mueven como si estuvieran en territorio extraño, mareados en el vaivén de un péndulo existencial. Es normal su desorientación, porque un país es un poderoso artificio, una performance colectiva, siempre en marcha, a la que no es tan fácil integrarse.
Los «del interior» no entienden bien el proceso de acostumbramiento de los recién llegados. Les llega a molestar la fruición nostálgica con que «los de afuera» olisquean sus territorios y retoman posesión. Todo lo miran con lupa, se asombran por todo. Pero paciencia; con el tiempo, el efecto-lejanía se disipa en la conciencia del viajero: ya no le llaman la atención la música de las conversaciones en chileno puro, ni el aire con olor a bencina, ni el perfume de la fruta fresca. No se impacienta con los horarios veleidosos, no se mofa de los rituales barrocos del comercio, y se mete sin asco en la guerra de guerrillas del desplazamiento urbano. La belleza de una esquina olvidada ya no le colma el alma de añoranzas, ni se queda embobado frente a una cordillera reluciendo anaranjada en el crepúsculo. Le da casi igual hallulla que marraqueta. Es como si nunca se hubiera ido. Como si nunca hubiera pasado nada. Y muchos de «los de adentro» le repiten con insistencia, algunos complacientes, algunos flagelantes, que en Chile no pasa nada. El viajero opta por creerles, para no sentirse tan ajeno.
Pero tarde o temprano, el peregrino tiene que volver a su islote recóndito. Y en la distancia se larga a echar de menos. Confirma que la fruta en Chile tiene mejor sabor, que el clima es incomparable, que no hay como el humor chileno, enjundioso y preciso, aguzado a martillazos de silencio, ese humor que es nuestro simulacro de franqueza. Al mismo tiempo, hace el recuento de las carencias de la patria: el disimulo como modus operandi, la desigualdad congénita, el autoritarismo que asoma su enagua de prejuicios por debajo de sotanas, togas y uniformes, la amnesia como política de estado. Con la distancia, paradójicamente, recupera la conciencia de que en Chile han pasado y siguen pasando muchas cosas.
Uno de los personajes más entrañables de Antonio Skármeta es Lucho, un niño chileno transplantado en Berlín. En el fútbol, Lucho no vacila en dar patadas, pero después del foul, para que los alemanes no le peguen, se defiende gritando Nix passiert!; de ahí su apodo y el título de la novela: «No pasó nada». En este bildungsroman en miniatura, Lucho aprende, entre otras cosas, que negar la realidad no es lo mismo que enfrentarla. De paso, les enseña a sus padres a reconocer los dolores del pasado y las dificultades del presente, pero sin olvidar las promesas del porvenir. Lucho tiene que cruzar el umbral de su casa por cuenta propia para crecer, pero su madurez se consolida cuando regresa al hogar, portando la lucidez y las cicatrices que adquirió en sus pellejerías por otros mundos.
A todos nos haría bien mirar el país con los ojos inquietos y amorosos del viajero, del que no ajusta fácilmente su mirada a la visión dominante, para saber pifiar cuando en el césped histórico del Estadio Nacional los culpables recurren a su Nix passiert tan conocido, o para aplaudir al juez que se esfuerza en señalar el lugar preciso en que se cometió la falta. Sería bueno tener presente esa mirada distanciada para darse cuenta de que expandir las fronteras de nuestra isla e integrarse al mundo implica no sólo celebrar logros, sino reconocer verdades difíciles: que nuestra democracia se topa con una constitución diseñada en dictadura, que las fuerzas armadas y la iglesia se arrogan funciones y privilegios que no les corresponden, y que la justicia, a pesar de los esfuerzos, sigue siendo clasista y tolerante con su propia corrupción.
Al mismo tiempo, la óptica implacable del recién llegado podría tomar en cuenta, para ser justos, que desde lejos se ve bien el panorama pero no se aprecia bien la textura traicionera y resbaladiza del terreno.
Con tanto ir y venir metafórico, me desoriento y no sé bien dónde estoy, si allá o acá, cuando escribo esta página. Acaso usted sabrá dónde ubicarse cuando le aseguren, por el motivo que sea, que en Chile no pasa nada.