Cuerpos para la foto

El reciente acto de piluchismo colectivo ha sido visto por algunos como el fin de la transición. Otros lo interpretan como señal inequívoca de que el Apocalipsis ya llegó a Chile. ¡No haber sabido antes que desfilar en pelotas (como decía Cervantes) era el secreto para terminar la transición! Una parada nudista de todas las fuerzas vivas del país, codo a codo y charcha a charcha con los poderes fácticos, en el óvalo del parque O’Higgins, y ¡tarán! listos para el siglo XXI. La lástima es que frente al Bellas Artes, a pesar de la voluntad de los valientes nudistas, faltó la soltura que uno asocia con una verdadera liberación. Estuvo ausente la serenidad alegre de quienes no necesitan un operativo policial o mostrar el carné para sacarse las pilchas y exhibir la humanidad. Si fue señal del fin de la transición, entonces habría que preguntarse: ¿transición de qué a qué?

Los apocalípticos, por otra parte, pueden tranquilizarse: ni desparpajo demoníaco ni bacanales en la vía pública. No hubo ni siquiera un simulacro de carnaval diablesco, ni siquiera porque, al otro lado del planeta, Ronaldo alcanzaba el pentacampeonato, con ese corte de pelo inspirado sin duda por Satán. Se vieron carreritas para acá y para allá, para combatir el frío y sus embarazosas (para los varones de Liliput) consecuencias fisiológicas, las tallas esperables cuando se juntan más de dos chilenos («miren el pajarito», etc), pero nada parecido a una debacle moral: después de la volada, vuelta a los ropajes, a la modorra de un domingo invernal y sus estufas. Un modelo de sobriedad colectiva.

Es imposible no darle interpretaciones al evento. Al presidente le soplaron eso de «país buena onda» (no vengan con que Lagos usa espontáneamente ese tipo de expresiones: «José Miguel, dile a Longueira que no sea tan mala onda»), y por ahí otros desempolvaron el eslogan deslavado de la alegría bla bla, o alabaron a Lavín por la tolerancia tan poco Opus Dei que exhibió al conceder los permisos correspondientes. Estas exageraciones indican, más que nada, la carencia que se pretende negar: si somos tan libres, no queda claro por qué tanto escándalo, por qué surge a la menor provocación ese gesto tan programado de ponerse a cantar la canción nacional, de echar a volar banderas, de armar un ambiente de frenesí patriótico. Es un misterio para mí la facilidad con que en Chile lo hacemos todo «por la patria», hasta un gesto tan íntimo como el de desnudarse. Otro misterio es que hay gente se puede sentir libre aun si está consciente de que se trata de una «libertad irrepetible», como dijo una periodista que se atrevió a escribir desde la subjetividad de su propia desnudez.

Igual, con todo el escepticismo de alguien que no se empelota en público ni amarrado, encuentro algo conmovedor en todo esto. Me conmueven sobre todo la vulnerabilidad y la belleza variopinta de esos tres mil o cuatro mil cuerpos (depende de quién cuenta la historia) brillando con todas las tonalidades de la piel en el hielo severo de Santiago. Al mirarlos, hago mía su lucha con la vergüenza, me apropio de la sensación de estar ganándole la batalla a temores tan enraizados, aunque sea a punta de risas nerviosas, de grititos y de ceacheís (otra vez, patrioterías tan raras que no se ven en otras partes, ni siquiera en la Nueva York post once-de-septiembre).

Al ver tres mil o cuatro mil cuerpos apiñados en el asfalto de las calles de Santiago, o bien desplazándose a saltos y carreritas, con incredulidad y alborozo, hacia el redil indicado, no pude dejar de pensar en la misma cantidad de cuerpos que pululan desnudos en los corredores laberínticos de nuestra historia reciente. Pensé en tres mil o cuatro mil cuerpos indefensos, ultrajados, escondidos, olvidados, repartidos por las montañas y los mares mencionados en ese mismo himno nacional que cantaron con tanto entusiasmo los piluchos compatriotas frente al Bellas Artes. Y me dije que es más saludable tener en la mente los tres mil o cuatro mil cuerpos vivos y vibrantes del domingo pasado, aun con su alegría forzada de heroísmo post-carrete. Los incorporo al repertorio de imágenes de mi país, no para borrar la memoria de los cuerpos violentados, sino como emblema de la libertad que buscamos con porfía y como encarnación de la tibia fragilidad que nos hermana y nos iguala, a pesar de nuestra infinita variedad, allí donde todo cuenta más: debajo de la ropa.

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