Pibes de todos

Nunca me voy a olvidar de don Agustín, que llegó un día a Chile
a educar salvajes a golpes de regla y borrador. Desde el
momento en que nos escrutó con sus anteojos poto de botella,
nos encontró inapelablemente inferiores. Como venía de
Argentina, había adoptado ciertos gestos porteños y le había
añadido modismos lunfardos a su castellano burgalés. Tomó
la costumbre de llamarnos «zonzos» y endilgarnos sermones
que empezaban con «el pibe argentino bla, bla, bla…». El pibe
argentino era siempre más despierto, más audaz, canchero,
tanguero y as de las divisiones con decimales. Recuerdo
pesadillas en que los famosos pibes argentinos nos hacían
zumbar en una gymkana de puras humillaciones-perdíamos
hasta en la competencia de payaya con esos chicos-potencia,
mientras el cura Agustín, descamisado y con la cara pintada
albiceleste, gritaba «dale dale-u, tenés que ser campeúun».

Tampoco me olvidaré de don Vicente, inspector del colegio
marianista, por la dulzura con que nos insultaba llamándonos
«¡filipinos!», especialmente cuando la humedad del invierno le
despertaba la bala republicana alojada en su cadera desde la
batalla del Ebro. No hay olvido tampoco para don Jorge,
conocido por su afición a sobajear los muslos de los pupilos
incautos que se acercaban a pedirle explicaciones de
geometría.

Volvamos a don Agustín. Tanto nos hinchó con los famosos
pibes argentinos, que los padres y apoderados le pidieron en
una reunión que la cortara, que nos estaba acomplejando, que
todo el Cuarto A estaba con la autoestima por el suelo. En
esos tiempos nadie hablaba de «autoestima», pero ésa era la
idea. Como resultado, el sensible pedagogo aumentó la
fogosidad de sus arengas apocadoras, y añadió al repertorio
que el pibe argentino no era mariquita ni acusete como
nosotros. Refinó y reforzó su sutil didáctica de cachetadas,
pellizcos, coscorrones y sadismos surtidos. Esto último fue lo
que nuestros preocupados padres pasaron por alto, en su afán
de proteger la semillita amenazada de nuestra identidad patria:
no se dieron cuenta de que mucho más nocivo que cualquier
mofa antichilena era el castigo físico que nos infligía a
punterazos, borradorazos, tironeos, sacudidas, y pasadas de
goma por la sien. El bajoneo era producto de la impotencia, del
miedo constante frente a las represalias del santo
energúmeno de nuestro profesor jefe.

Un día, entre varios, (los mateos y los porros unidos jamás
serán vencidos), planeamos la venganza, una especie de plan
zeta -pero de verdad- en que les caíamos todos encima a
esos viejos. Habíamos hecho bien el aprendizaje: el desquite
era meticulosamente idéntico a la ofensa, la violencia se
pagaba con golpes y el escarnio con humillación. La
pedagogía de la fuerza que habíamos visto ejemplificada en
nuestros profesores dio su oscuro fruto en la fantasía
revanchista plasmada en un cuaderno de composición.

Ha pasado mucho tiempo desde 1967, pero los niños de hoy
siguen aprendiendo, como será mientras duremos como
especie, del ejemplo de los mayores, no de sus palabras. Eso
pensé al encontrarme un día en el centro de Santiago en
medio del último intifada pendex. No quiero justificar, sino
explicar esa violencia al sostener que ellos aprendieron la
lección más diáfana que -entre todos-les hemos enseñado
de mil maneras; es decir, que la violencia contra los demás es
tolerable como instrumento político, que funciona muchísimo
mejor que la razón, y que es infinitamente menos complicada
que el diálogo o la compasión. Saben bien esos niños que los
adultos no tenemos un piso moral muy firme para
sermonearlos. Al fin y al cabo, hemos optado por permitir que
caminen libremente por nuestras calles criminales conocidos:
¿cuántos paraderos destripados equivalen a un golpe de
picana eléctrica?

A pesar de todos los logros de los últimos años, es difícil
justificar frente a estos cabros amotinados la persistencia de
una desigualdad que en un par de años marcará sin apelación
el resto de sus vidas. No lo podemos conversar bien con ellos,
porque no conocen el imperio de la razón, sino el de la fuerza y
el autoritarismo en las instancias claves de su vida: conocen
bien, en cambio, la violencia doméstica, la pedofilia, la
hipocresía de los reglamentos.

Por suerte, el comando Cuarto A 1967 no llevó el plan de
venganza más allá del ensueño; por suerte también para
nosotros, aunque todavía me pregunto qué haría si me
encontrara frente a frente a don Agustín. Frente a los
mini-encapuchados, digo que estos cabros no llegaron de
Marte en un platillo volador: son hijos de todos nosotros, y
todavía usan cuadernos de composición.

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