No hace mucho, Jaime Collyer sugería que el prototipo nacional de nuestros tiempos era el micrero. Es una variante ingeniosa del perenne gesto chileno de mirarnos al espejo con cara de sospecha. Me gustó el concepto, que es una versión satírica de ese hinchante «niñito interior» de la sicología de a peso. Además, tiene un raro filo de autocrítica: el micrero de Collyer no tiene lado positivo. Ni valiente ni esforzado, pero sí trabajólico, neurótico, y cuma de alma, malo cantidá.
Hay que decir que el perdigonazo de la carabina de Collyer tiene un eco de lamento por la desaparición de la Antigua República, ese país en que los presidentes se iban caminando de bufanda a La Moneda. En esos tiempos dorados, cualquier despliegue de mal gusto, de mal genio, o de imprudencia, era un topón al equilibrio síquico-cívico-económico en que los chilenos se deslizaban por la vida. Uno que otro miembro de las clases patricias se permitía alguna excentricidad, siempre que fuera a la inglesa o involucrara algún tipo de aparato mecánico, un avión o un auto de carrera, for example. Los siúticos imitadores, de plomo y azul marino, los remedaban al volante de citrolas y renoletas. El alma chilena estaba encarnada en los choferes de la «ETC del E» prudentemente manejando grises trolleys Mitsubishi: ellos no echaban carreras ni ponían en peligro a la clase media motorizada en las -todavía- anchas alamedas.
Ese país del recuerdo (si es que existió) ya no está, y no hay cosa que deje más perplejo al ser humano que la pérdida de un mundo que parecía estable y que para más remate se parecía tanto a Ñuñoa. Por culpa del vacío borroso que dejó, nos preguntamos obsesivamente quiénes somos, en qué nos hemos convertido. En la identificación del chileno con el micrero hay un desprecio tan grande como el temor que provoca reconocernos en él.
Pero no hay por qué desesperarse, por dos razones. Primero, consideremos sin prejuicios el ámbito de una micro, allí donde el «piloto» es rey y el copiloto es tatita Dios: espejos que murmuran «Fea», cortinitas, flecos, sórdidos zapatos de guagua, CD’s colgando, virgencitas de plástico mancilladas de esmog que se iluminan por dentro al ritmo de vallenatos, peseras con tachuelas de bronce, palanca de cambios con manija de flores en ámbar de polímero, pegatinas de aceite de motor, radio a todo chancho y pantalones arremangados que dejan a la vista calcetines sujetos con elástico cuando la pantorrilla hace chirriar la caja de cambios desguañangada. Con su exceso híbrido y sudaquiento, ese micro-territorio es uno de los espacios donde Chile se comunica con el resto de América Latina. El micrero chileno se sentiría como en su casa en un pesero del D.F. o en un «coletivo» de Buenos Aires, porque hay una hermandad estética en las micros del hemisferio. Por ese lado hemos alcanzado el sueño de Bolívar-no hay nada más latinoamericano que dar vueltas en las selvas urbanas, volándose de humo diésel y dejando que la fatiga derive en un vaivén de cabezazos contra la ventanilla.
La segunda razón para no desesperarse es que Collyer se equivoca. Lo que llevamos dentro no es un micrero, sino un escolar. Un estudiante de primero medio acosado por las hormonas, con el carné extraviado, un ángel cimarrero que anda callejeando cuando debería estar ayudándole a la madre, un pinganilla que se la pasa craneando maneras de mirarle los calzones a las niñas del liceo, un gordito que se mancha la camisa con el mismo Bic eternamente reventado, o manosea un berlín podrido en el fondo de la mochila (entre la libreta de notas que hace meses que no muestra y la poesía que copió de un libro de lectura), un flaco pajarón que por mirar la cordillera se baja a cuarenta cuadras de su paradero, un chascón con olor a camello transpirado y con la corbata suelta, tentado de los flippers y los videogames. Ése es el cabrito que llevamos dentro.
Ese chiquillo se para, con la última moneda que le queda en la mano, allá abajo en la pisadera de una micro, y hace la rogativa eterna del colegial:¿Me lleva por una monea? La Myriam Hernández advierte que huele a peligro. Los dados de felpa negra giran demoníacamente bajo el retrovisor. El Gran Micrero observa al schoolboy within desde su altar cimbreado de flecos y lucecitas. Luego raspa el cambio y le manda el portazo en la cara, mientras la noche va cayendo encima de la ciudad y la luna asoma su cuchillo encima de los cerros.