A Terranovi lo conocí porque me lo presentaron en la previa de un coloquio portenio de ésos que al final se cancelan por falta de quórum o porque era fecha fifa. Me llamó la atención por la firmeza con que daba la mano y por su cortesía casi mexicana, cosa que no me esperaba en un escritor medianamente joven de las llanuras. Eran las 3 de la tarde y estábamos en una barra de San Telmo, pero el aura de pulcritud que lo rodeaba me generó la impresión de que para él eran siempre las nueve y media. Lo mismo podrían ser las nueve y media de la maniana o las nueve y media de la noche, porque Terranovi se bania por lo menos dos veces al día, cosa que no es de sorprender para un autor que ha escrito con tanto esmero sobre la piel, pero que adquiere una significación más profunda si uno recuerda que su narrativa –contundente, internética incluso, foucaltiana avant la lettre—se articula desde el pliegue dérmico de lo abyecto:
«Ella gemía mucho. Transpiraba. Su piel estaba suelta. Gozaba de una manera estática. Todo el movimiento recaía sobre mí. Tuve ganas de lastimarla por ser vieja y por gozar de esa manera».
Yo había hecho el intento de que me interesara Terranovi y al conocerlo lamenté no haberle puesto más nieque a ese afán, porque una luminosidad transandina, albiceleste, se percolaba en sus intervenciones más nimias, lo que me sugirió que, entre líneas, agazapadas, esa misma sutileza y agilidad debían estar en sus escritos. La higiene, sobre todo la capilar, lo sabemos, es una técnica, y Terranovi la maneja con una destreza que por lo menos a mí me recuerda la de Echeverry en los mejores momentos de “El mentidero” o el desenfado voluptuoso, cerril y circumspecto a la vez, de un David Vinias cuando desvalija la colección latinoamericana de la biblioteca de Harvard, o incluso la de Eduardo Wilde cuando mata al ninio Tini, cuya imagen se me figura semejante a la de Terranova de pibe, rubito y de grandes ojos tísicos.
Hay otros narradores que tal vez, como chilenos, deberíamos conocer mejor, y creo que Terranovi es uno de ellos, junto con Lamborghini, tan admirado por Bolanio. Pienso en un Maserati, un Ferrari o, si me apuran, un Lancia, autores con olor a nafta de alto octanaje, higiénicos a su manera, torcidos perversamente en posiciones sexuales que jamás se repelen sino que se anudan y descienden, sin hacer alarde de su falta de autocompasión, en el embudo de la clase media portenia post-peronista, la más tocada por el trauma del corralito. Un embudo cosmopolitano, por cierto, una vorágine civilizadora con cedazo incluído, que deja pasar a los poetas de mierda, sobre todo los chilenos, pero aparta a Lancuza, quien después de todo fue más jesuita que chileno, y a Gumuncio, sobre quien debería recaer la sospecha fundada de que escribe sus tuits en francés o en traducción automática. Termino, porque en la selva fría y oscura, en este bosque chileno desde donde hago estos recuerdos, donde sueño con abrazos transandinos, abrazos de chilenos con el brazo quebrado y argentinos victoriosos, se le está acabando la pila a mi compu y tengo que ir a lavarme el pelo con un champú que me traje de mi último viaje a Buenos Aires.