Cuadro de costumbres de la pre-guerra

La otra noche, en algún lugar del planeta, fui testigo de una reyerta de sobremesa. No me acuerdo si se hablaba de Chile o de Iraq, y no importa tanto. Fue un economista el que armó la rosca, acusando a los humanistas presentes de hacer grandes afirmaciones sin molestarse con pruebas tangibles. Copete en mano, alegó que los escritores son unos palabreros que convierten sus observaciones o anécdotas en sustituto sentimental de la Verdad. Una literata recogió el guante. Puso en la mesa su vasito, dejando las dos manos libres para hacer el gesto de «entre comillas» cada vez que decía «verdad». Un ingeniero apuró su bajativo y dejó de lado la copa también, hundiendo un índice en la palma de la otra mano mientras silabeaba «los he-chos», «los da-tos», alternando con el inglés the facts, por si quedaba duda.

Se formaron rápidamente dos bandos en torno a los gesticuladores. Una politóloga se alió con los científicos, mientras que un historiador se decidió por los humanistas, a la voz de «hegemonía». Un sicólogo vaciló antes de alinearse con la «Ciencia», mientras que la antropóloga se soltó las trenzas y se declaró humanista, porque «toda cultura es un texto a descifrar». Se quiso colar un tarotista, pero fue acallado.

Yo justo andaba operado de la mandíbula, así que con gestos me declaré neutral y me dediqué, junto con el tarotista taimado, a garantizar el flujo igualitario de los bebestibles. Tuve que requisar algunas armas que relucieron cuando la cosa se puso densa. Un politólogo quiso encandilar a un poeta con un rayo láser de ésos que se usan en las presentaciones de powerpoint. El poeta desenfundó un lápiz de mina y amenazó con charquearlo de un puro soneto miércale. Hubo consenso –gritoneado y etílico, pero consenso al fin—en que la lucha armada no servía y que había que enfocarse en los argumentos.

En un intento de conciliación, el historiador señaló que la disputa era vieja. A mediados del siglo XX, el inglés C.P. Snow describió en su ensayo «Las dos culturas» la creciente distancia entre las ciencias y las humanidades; urgía intentar un acercamiento, una tercera vía de síntesis entre los dos modos de mirar el mundo. Un gentleman debería conocer al dedillo a Shakespeare y también manejar bien el concepto de la segunda ley de la termodinámica. La literata despreció el tercerismo de C.P. Snow como una capitulación muy británica ante la quimera de la «ciencia».

El físico teórico sostuvo que los científicos leen sin drama [sic] a Hamlet, mientras que los humanistas piratean conceptos científicos sin entenderlos, con el puro afán de hacer metáforas y juegos de palabras. Ahí se produjo, cómo decirlo, un big bang, un caos, una entropía de aplausos y abucheos. El poeta replicó que le daba vergüenza ajena cuando los científicos y los cientistas sociales se metían a opinar de literatura, cuando su única calificación para hacerlo es que leen más o menos de corrido. «Y no menciono cómo escriben, porque eso sería golpe bajo», dijo, mascando el pipeño que le ofrecí para ver si se calmaba. Los científicos no cejaron: «A ver si Derrida nos puede descontruir el hoyo de la capa de ozono». Replicaron los plumíferos: «Expliquen el soliloquio de Hamlet si son tan bacanes. ¿No leen a Shakespeare? That is the question».

La hora avanzada, la calidad del mosto, y el hecho de que estábamos, mal que mal, celebrando el 18, contribuyeron a que los ánimos se apaciguaran un poco. Alguien dijo –no sé de qué lado—que había que reconocer la brecha entre humanistas y científicos, en vez de negarla. Que se respete la complejidad de los dos modos de pensar, sin intentos de colonización mutua. Pero esta Bilz y Pap se quedó sin gas muy pronto. Los literatos, sorbiendo su cafecito con malicia, desmontaron su propio discurso, negando la posibilidad de un diálogo que no estuviera viciado por la «narrativa del poder». Los científicos entendieron el harakiri posmodernista de los rivales como una rendición, y creyeron que habían ganado el debate.

Esa noche, el economista tuvo pesadillas (atroces) en las que movía los deditos para marcar las comillas al pontificar sobre la «construcción de un nuevo imaginario post-nacional». Varios humanistas, por su parte, pasaron el resto de la noche tratando de escribir crónicas agridulces sobre temas de realpolitik o de economía de mercado. Yo me quedé secando vasos junto con la dueña de casa, quien aprovechándose de mi mudez comentó: «y todo esto porque esta gente no tiene idea de filosofía—los ignorantes unidos jamás serán convencidos». En ese instante, el tarotista salió de su escondite tras las cortinas y nos dijo que la conversación había sido trivial y que el I-Ching anunciaba muerte y guerra por todas partes para moros y cristianos, humanistas y científicos. Lo echamos a patadas por anti-intelectual, por paracaidista, y por ave de mal agüero.

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