No he sido capaz de mirar todo el video. Vuelvo la vista cuando comienza la caída. Lo último que veo son las piernas en vertical al precipitarse; me recuerdan la terrible imagen de Ícaro en un cuadro de Brueghel, con el horror de lo real aumentado mil veces.
La sensación de angustia muy pronto se va manchando de rabia y de impotencia. Se me figura que por la edad ese niño podría ser mi hijo; tal vez por eso me afecta tanto, porque tengo tan patente en el día a día la fragilidad de su ancladura en tierra firme, la levedad de ese cuerpo adolescente, (que busca su forma y todavía no calza su estatura final) frente al embate homicida.
Ese niño también podría ser cada uno de los que fuimos adolescentes en dictadura, cuando nos atrapaban en alguna encerrona o en algún vehículo policial y quedábamos ahí, siempre solos, disponiendo la osamenta para protegernos como pudiéramos del castigo, que siempre era más despiadado y violento de lo que temíamos, porque junto con los golpes de luma, las patadas y los puñetazos arteros venían los insultos, las burlas, las humillaciones, los empujones al vacío. Maricón culiao, peliento de mierda, perro conchetumadre, comunista de mierda, la gama completa del desprecio deshumanizante. Y quedábamos igual que ese niño, caídos, boca abajo y sangrando por alguna parte, aterrados.
Seguro que ahora los pacos ya no dicen «peliento» sino «flaite», pero aparte de eso, ¿qué ha cambiado en la policía chilena, aparte del equipamiento de última generación con que ahora cuentan?
Y luego está la foto del niño boca abajo en la corriente del Mapocho, su cuerpo ya quebrado por la caída, su conciencia borrada, sus ojos entrecerrados, su boca llena de agua sucia. Quien se acerca a ayudarlo es otro joven. Por su parte los pacos, bien instruidos en los protocolos de la impunidad, ya se escurren, ya se ocupan de borrar u ocultar la evidencia, ya empiezan a redactar el comunicado oficial, la frase repetida por el periodismo del poder en sus clásicos titulares de la infamia: «se cayó».
Un amigo cineasta me contó que una vez, a fines de los noventa, iba con su padre cruzando a pie un puente sobre el Mapocho. En ese momento se acordó de haber cruzado ese mismo puente en 1973, también a pie y en compañía de su papá. Desde ahí vieron cómo unos bomberos sacaban dos cadáveres del río. La gente se agolpaba para mirar. Era obvio que habían sido fusilados, porque se veían en el pecho de uno de ellos los orificios de las balas. «Deberían matarlos a todos», dijo el padre. Años después, cuando mi amigo le recordó lo que había dicho en ese mismo lugar, el padre lo negó y se ofendió profundamente de que su hijo le atribuyera semejantes palabras. Más aún, le dijo que se había imaginado el incidente, que jamás habían cruzado el puente juntos, que él jamás había visto cuerpos en el Mapocho y que por favor no confundiera la realidad con las películas.
En esto sí que se ven diferencias entre antes y ahora. Los pacos no cambian, su relación con el poder sigue manifestándose de igual forma. Pero ahora capaz que podamos resistir el borroneo oficial, rescatar el cuerpo castigado de las aguas y no dejar a ese niño solo en su dolor.

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