Mito de devoción
(2006)
Cuando Hades se dio cuenta de que amaba
a esta chica
le construyó una copia de la tierra.
Todo igual, exacto
hasta el mismo prado,
pero agregándole una cama.
Todo igual, hasta la luz
del sol,
porque sería difícil para
una muchacha
pasar de luz brillante
a la más absoluta oscuridad.
Poco a poco, pensó, le
mostraría la noche,
primero como sombras
de hojas que se agitan.
Luego luna, luego estrellas. Después ni
luna ni estrellas.
Que Perséfone se acostumbre poco a poco.
Al final, pensó, lo hallará
reconfortante.
Una tierra en duplicado,
pero en esta había amor.
No quieren amor todos, acaso?
Esperó muchos años,
mientras construía un mundo, contemplando
a Perséfone en el prado.
Perséfone, la del olfato, la del gusto,
si tienes un apetito, pensó,
los tienes todos.
¿No quiere todo el mundo sentir en
la noche
el cuerpo amado, brújula,
estrella guía,
sentir el callado aliento que
dice
estoy vivo, que quiere decir también
que tú vives, porque me oyes
y estás aquí conmigo. Y cuando uno se da vuelta
el otro se da vuelta?
Eso fue lo que sintió, amo y señor de oscuridad,
al ver el mundo que había
creado para Perséfone. No
se le ocurrió jamás
que no había nada para oler
ahí
ni nada, por cierto, de comer.
Culpa? Terror? Miedo al amor?
Ni se le pasaron por la mente,
igual que cualquier otro enamorado.
Sueña, se pregunta qué
nombre ponerle a este lugar.
Primero piensa: El nuevo infierno.
Luego: El jardín.
Por último, decidió llamarlo
Perséfone de niña.
Una luz suave se eleva sobre
el prado,
tras la cama. Él la toma entre
sus brazos.
Quiere decirle: te amo. Nada puede herirte,
pero piensa que
es mentira, y entonces acaba por decirle:
Estás muerta. Nada puede herirte,
lo que a él le parece
un comienzo más prometedor,
más verdadero.
Traducción: Roberto Castillo © 2020
