De todos los feriados norteamericanos, el Día de Acción de Gracias es el que más me gusta. La celebración consiste en una comilona que dura un jueves entero y que se prolonga, con las abundantes sobras, hasta pasado el domingo. El despliegue nacional de gula está fijado para la tercera semana de noviembre, y conmemora una hambruna de los puritanos que colonizaron Nueva Inglaterra. Viendo lo famélicos que estaban los invasores, los indios de la zona les dieron de comer pavo silvestre, calabaza cocida y maíz de colores. Los colonos les expresaron su gratitud y después los exterminaron. Hasta el día de hoy, los descendientes de los puritanos conmemoran puntualmente la generosidad de los salvajes con grandes banquetazos.
En noviembre de 1980 quise escapar del encierro bucólico de mi universidad en Ohio, aprovechando el asueto de este famoso Día de Gracias. Tenía deseos de caminar por una verdadera ciudad de calles atestadas y edificios altos, con olor a humo, a pan recién horneado, a fritura, a sobaco, por qué no, a basura de verdurerías y alquitrán. Sentía una nostalgia urbana, santiaguina, de desafiar semáforos y parachoques, quería verme rodeado otra vez de de animales citadinos como yo, comiendo vereda, chocando, perdiéndome por ahí. Se me había metido en la cabeza que tenía que pasar esa semana de libertad en Nueva York, pero no sabía cómo me las iba ingeniar para llegar. Hacía décadas que el tren había dejado de pasar por las colinas selváticas de Ohio. Si no lograba salir del pueblucho de mi universidad, estaba obligado a quedarme en la residencia vacía, con los estudiantes “internacionales” que, igual que yo, no tenían dónde ir y poco que agradecer el Día de Gracias. Estaba dispuesto a cualquier cosa para evitar el panorama de quedarme junto a dos griegos sombríos y dos marroquíes taciturnos con quienes mantenía una semblanza de amistad tercermundista y casi muda.

Una semana antes de las vacaciones, cuando salía de fregar platos en la cafetería, encontré en un diario mural un inmenso mapa de los Estados Unidos. Era un ride board, un sistema de transporte muy sencillo y muy gringo: uno ponía sus datos en un papelito amarillo encima del lugar donde uno quería viajar para las vacaciones, o un papelito anaranjado si es que quería ofrecer cupo en auto, compartiendo gastos. Había muchos más papelitos amarillos que anaranjados: la oferta tenía la sartén por el mango. Anoté todos los números escritos en los papelitos anaranjados sujetos con alfileres encima del punto rojo de Nueva York, pero siempre que llamé llegué tarde, o bien mi acento desalentó a los que ofrecían rides. La travesía entre Ohio y Nueva York duraba más de ocho horas y era comprensible que los dueños de los autos entrevistaran a los postulantes antes de darles espacio. Había oído de amistades, flirteos y amoríos que empezaban en esos viajes transcontinentales. Algunas historias eran lo suficientemente calenturientas como para ilusionarme con una Kathy apoyada en mi hombro, acariciándome en la oscuridad de la carretera interestatal. No era lo mismo que irse en un romántico y plateado Greyhound atravesando el Medio Oeste a la luz de la luna, o contar los autos en la New Jersey Turnpike, pero era un poco más barato y más cómodo.
Así llegó el último día de clases y yo no encontraba transporte. La universidad estaba semivacía. Se anunciaba tormenta de nieve y eso había acelerado el éxodo de mis compañeros. Thanksgiving es la época del año en que más norteamericanos se desplazan para estar con su familia, incluso más que para la Navidad. La cantidad de viajeros es tan grande que en los descansos camineros se instalan carpas calefaccionadas llenas de voluntarios bonachones prestos para servir café, jugo de manzana caliente y doughnuts gratis a la gente. La víspera de Thanksgiving fui a mirar sin esperanza alguna el mapa de los papelitos. Estaba completamente pelado, pero en un rincón había un papel blanco, escrito a máquina:
Viajo a New York City
Necesito acompañantes
Gasolina y manejo compartido
BMW Quadra-Sound
(716) 357 9872
Corrí a mi pieza con el papel en la mano y estuve llamando ese número sin parar, hasta que empezó a oscurecer, o sea como a las tres de la tarde. Ya me estaba mentalizando para pasar el Día de Gracias en la grata compañía de Yiannis y Dimitri, de Ahmed y Tarik. Me veía ahogado en la pestilencia de la pieza de los griegos, donde jamás entraba el oxígeno, chupando retsina añeja y vino rumano, rumiando el silencio, mirando las banderas de Grecia y de Chipre teñidas de tabaco y las fotos de rubias de Playboy pegadas con scotch en las sórdidas paredes. Me veía tratando de arbitrar las disputas que los marroquíes armaban, de puro aburridos, con los griegos. Desesperado, marqué el número del papelito por última vez:
-Llamaba por el viaje a Nueva York.
-¿Tienes licencia de conducir?
-No.
-¿Pero sabes manejar, no?
-No. Pero puedo poner doble para la gasolina.
-¿Te gusta Bach?- dijo la voz, pronunciando a la americana: Bakk.
-¿Baj? Claro que me gusta Baj.
-La cosa es que ya nos estamos yendo, antes de que nos pille la nevazón. Si estás listo ahora, vas, si no, no. No tenemos espacio para equipaje. Nos vemos frente al banco en un cuarto de hora. Si no estás, nos vamos, porque ya se puso a nevar.
Metí algo de ropa en un bolso de Braniff, junté unas monedas, llamé desde un teléfono público a un conocido que vivía en Manhattan, me peiné un poco para lucir presentable ante mis compañeros de viaje y me largué a correr diez cuadras hasta el lugar de encuentro. El BMW color concho de vino ya se estaba yendo pero me puse por delante para que me esperara. Las ventanillas estaban empañadas y el auto entero temblaba con las vibraciones de la Sexta Sinfonía de Beethoven golpeando a todo volumen por los parlantes cuadrafónicos.
Con la manilla de la puerta en la mano, miré hacia el cielo plomo y sentí en la cara los primeros copos. Reconocí el intenso aroma de cuando está a punto de largarse a nevar a todo chancho. Tuve la sensación de que el tiempo se detenía y que yo no sabía bien dónde estaba.
Saludé a dos de mis compañeros de viaje, a gritos, por encima del estruendo de Beethoven. Por suerte los conocía: al volante estaba Saul Posniak, joven profesor de música, famoso entre sus alumnos por sus teorías medio pervertidas sobre la semejanza entre la performance musical y el acto sexual. De co-piloto estaba Rod Ferrino, estudiante de teatro, tal vez la única persona en el mundo que yo podía nombrar a ciencia cierta como enemigo personal. Una vez lo oí decir en una fiesta, sin saber él que yo estaba parado a sus espaldas, que yo le provocaba odio. I fucking hate that motherfucker. Me saludó con una sonrisa.
En el asiento de atrás había una chica dormida, envuelta en una frazada roja que le tapaba desde las cejas hacia abajo. Se le asomaba un pie con las uñas pintadas de negro por el borde de la manta. Me acomodé detrás de Rod, tratando de no molestar a la durmiente. Me extrañó que pudiera dormir con el estruendo furioso de los bronces y timbales.
A los viajeros hombres nos unía un solo rasgo: los tres teníamos una melena crespa casi idéntica (y patillas ridículamente largas) a la usanza de 1980. La de Posniak era gris, la de Rod era rubia tirando a colorina, y la mía negro azabache. Ya en camino, no se podía hablar mucho con Beethoven machacando en los super parlantes. Igual tampoco teníamos mucho en común aparte de la peluca. Cuando me aburrió el paisaje de la carretera interestatal, idéntico en todas partes de Estados Unidos, cerré los ojos, imitando a la Bella Durmiente. Con un movimiento del auto se corrió la frazada y descubrió su cara de ángel punk, extrañamente asimétrica. Cuando me estaba quedando dormido, me acordé de que la razón del odio que me tenía Rod Ferrino era que me culpaba, sin razón, de un fracaso sentimental que casi lo había vuelto loco. Pero no pude darle vueltas al asunto porque el cansancio me cerraba las pestañas y me tuve que abandonar al sopor.

Cuando abrí los ojos, ya era de noche. Nos movíamos a alta velocidad, sin música, con los focos neblineros abriendo la oscuridad. La nevazón se abalanzaba en enormes copos que se pegaban al parabrisas por un segundo antes de deshacerse. El ruido de los neumáticos y el ronroneo del motor alemán se amortiguaban con la nieve, dando la impresión de que flotábamos suspendidos en un túnel blanco y mullido. Me reconfortó el color cálido de las luces del panel de instrumentos y di gracias por haber tenido la suerte de encontrar a alguien que me llevara a Nueva York. De pronto, Posniak puso las intermitentes de emergencia, bajó la velocidad y se detuvo, patinando un poco, a la berma del camino. Supuse que estábamos en algún lugar de Pennsylvania. La nevazón arreciaba. Posniak se sacó sus guantes de manejar y se los pasó a Ferrino. La bella durmiente seguía ídem & ídem, sólo un poquito más despatarrada, invadiendo mi hemisferio del asiento.
-Estoy agotado, Rod—dijo el pianista—Te toca manejar.
Rod apretó la boca mientras se ponía los guantes. Los dos abrieron sus puertas para salir al mismo tiempo y un chiflón gélido destruyó la tibieza del auto mientras ellos se cruzaban frente a los faros. Rod se puso el cinturón de seguridad y retrocedió el asiento, porque Posniak era un pianista de patas cortas. Miró el panel de instrumentos, prendió y apagó luces, apretó botones, subió y bajó los espejos retrovisores y se sacó los guantes de manejar. Posniak se impacientó:
-Qué tanto chequeas, man. Es un BMW, no un fucking Jumbo jet.
Rod apretó el acelerador y sin señalizar se lanzó a la carretera congelada. El auto coleteó y pegó un par de bandazos contra la nieve amontonada a la orilla del camino. Ferrino manejaba muy echado hacia adelante, con la barbilla pegada al manubrio y con las manos empuñadas con tal fuerza que los nudillos se le ponían blancos. No era un estilo que inspirara mucha seguridad.
Posniak lo miró un rato como si se hubiera arrepentido de pasarle el volante y luego sacó de la guantera una botella de Jack Daniels. Se llevó el gollete a los labios y tragó y tragó bourbon como si estuviera haciendo gárgaras. Ferrino aumentaba la velocidad como para que el viaje se acabara lo más pronto posible. Cuando Posniak se había bajado un tercio de la botella de Jack, me la pasó, sin darse vuelta, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Era el mismo gesto romántico con que terminaba sus conciertos.
-No te la tomes toda. Un sorbito y me devuelves ese baby- dijo, empujó un cassette en el tocacintas y subió el volumen de los cuadrafónicos parlantes. Se largaba Pink Floyd, con sus helicópteros electrónicos y sus corazones latiendo y sus despertadores de pesadilla aserruchando el silencio.
Sentí que la bella durmiente se movía un poco, pero cuando la miré ya estaba quieta otra vez, con la cabeza dando tumbos sobre la ventanilla cada vez que Ferrino golpeaba con el parachoques un montón de nieve a la orilla del camino. Le di un sorbo largo a la botella, después de limpiar el gollete que Posniak había dejado todo baboseado. Me hipnoticé con el túnel de nieve que se abría delante nuestro mientras descifraba la letra de Pink Floyd: and all that is now, and all that is gone, and all that’s to come. Fue entonces cuando Ferrino soltó el volante, echó el cuerpo hacia atrás, metió el pie derecho hasta el fondo sobre el freno, y todo se hizo un remolino blanco. La botella de Jack se me soltó de la mano, arrebatada por la fuerza centrífuga, flotó un segundo en el aire como si estuviéramos en una cápsula espacial y se estrelló contra la ventanilla, cerca de la bella durmiente, quien quedó debajo de mí en el segundo giro violento. El auto se deslizaba sin control, girando con las ruedas bloqueadas a lo ancho y a lo largo de la carretera congelada. Ferrino aullaba y Posniak lo insultaba en inglés y en yiddish a medida que el auto se iba deteniendo. Quedamos en dirección opuesta al sentido del tráfico. Entremedio de la nieve se veían luces que se aproximaban a todo dar. Posniak sacó a Ferrino del auto, y lo empujó de espaldas contra un montón de nieve. Sin esperar que se subiera, se puso detrás del volante, metió marcha atrás, enderezó el auto quemando goma en el hielo negro del camino y luego avanzó para pegarse a la berma, contra los montones de nieve, segundos antes de que pasara soplado un convoy de tres camiones de 18 ruedas, con la bocinas a todo dar y salpicándonos con un torbellino de nieve negra, hielo, insultos, y barro.
Cuando se apagó el fragor de los camiones, abrí la puerta para salir a buscar a Ferrino, pero Posniak me advirtió que si salía del auto iba a partir sin mí. Miré por la ventanilla de atrás. Rod corría por la carretera hacia nosotros, a resbalones. Cuando llegó donde estábamos, Posniak se bajó del auto, y le indicó que se sentara en el asiento del chofer, sin decir palabra. Sentí los pies mojados y me invadió el tufo del whisky que se había derramado por todas partes. Busqué la botella en el suelo, pero sólo encontré el pie tibio de la bella durmiente. Tenía un pequeño brazalete alrededor del tobillo. Ella abrió los ojos al sentir mi mano y me miró sin decir palabra mientras me mostraba la Jack Daniels casi vacía que tenía fondeada bajo su frazada roja. Luego se acurrucó en su rincón, subió los pies al asiento, y cerró los ojos. A todo esto, Pink Floyd nos seguía dando la música de fondo para un desastre: “No hay lado oscuro en la luna– de hecho, es toda oscura”. Cuando nos pusimos en marcha de nuevo, sentí la suavidad cálida del pie de la bella durmiente que se deslizaba y se acomodaba cerca de mis muslos. Posniak estaba tieso de furia y Rod se mantuvo sin decir palabra por un rato, concentrado en el manejo.
Las condiciones del camino empeoraban; no se veía nada. Al fin Ferrino se decidió a hablar:
– Este tipo de atrás puede tomar un turno ¿o no?
-Ninguno de los dos de atrás tiene licencia, olvídalo.
-Es que yo no puedo seguir, no veo nada.
La bella durmiente movió el pie, jugueteando. La miré y vi que parecía dormir, con su cara angelical y medio chueca. Entendí que el precio del placer furtivo que me estaba ofreciendo era mi disimulo total. Los de adelante seguían discutiendo.
-¿Y tú crees que yo estoy en condiciones de manejar con media botella de whisky en el cuerpo? Tienes que seguir hasta que se me pase el efecto del trago—dijo Posniak.
-No puedo, de verdad no veo nada. Saul, hay algo que tengo que decirte.
-Con qué vas a salir ahora.
-La cosa es que tengo un ojo de vidrio. Mi ojo derecho. Es falso, es de vidrio. Solo veo con mi ojo izquierdo. No tengo visión de profundidad, no puedo juzgar distancias. Veo solamente en dos fucking dimensiones ¿entiendes?
-Ahora me vienes a decir, imbécil. Déjame que te explique una cosa, tarado. Con este auto todo hediondo a trago, si nos llega a parar la fucking policía, le hacen la alcoholemia inmediatamente al que va manejando, así que te quedas al volante y manejas. Yo te voy guiando si te sales del camino por este lado. Concéntrate en tu lado bueno y cierra la boca.
Así continuamos en medio de la tormenta. Rod manejaba y Posniak mantenía una mano en el volante para corregir el rumbo si Rod empezaba a cunetear por el lado derecho. La nieve no dejaba de caer y no se veían más vehículos en ninguna de las pistas de la interestatal. Mientras tanto, la bella durmiente me hacía estragos con el pie debajo de mis piernas y yo me esmeraba por corresponder con mi propia versión de cariño clandestino, explorando al tacto debajo de la frazada roja, al amparo de la oscuridad y de la urgencia que mantenía ocupados a Ferrino y al copiloto Posniak. La bella durmiente era capaz de mantenerse casi inmóvil, aun cuando me tomaba la mano y guiaba la punta de mis dedos sobre su suavidad de terciopelo. Los bandazos del BMW eran nuestros aliados al mecernos entre sus ritmos.
El sistema del co-manejo funcionó bien hasta que llegamos a una curva larga y resbalosa, yendo cuesta abajo a la salida de Pittsburgh. Por más que Posniak intentó corregir el ángulo, Ferrino no coordinó bien entre acelerador y freno, y fuimos a dar de costado en un banco de nieve. Uno de los focos del auto se dañó con la barrera, aunque el impacto había sido suave. Posniak estaba agotado con el exceso de adrenalina y alcohol, y me pidió que lo reemplazara en el puesto de co-piloto. La bella durmiente se encogió y se abotonó debajo de la frazada mientras yo me preparaba a salir al frío y trataba de esconder los efectos de la entretención caminera bajo mi parka. Me puse el cinturón de seguridad como si me estuviera poniendo un paracaídas. Rod estaba pasado al aroma de comino que viene de transpirar de nervios. Me pidió que siguiera el sistema de Posniak, que mantuviera la mano puesta en el volante, listo para corregir el rumbo. Cuando toqué el manubrio me di cuenta de que Rod lo tenía todo pegajoso de sudor. Apenas partimos, le pedí que calmara la velocidad, porque con un solo foco encendido no era fácil ver los límites borroneados de nieve de la carretera.
Viajábamos en un auto tuerto manejado por un chofer tuerto, en un camino donde el asfalto no se distinguía del hielo, pero gracias a los esporádicos golpes de manubrio que yo le iba dando, seguimos cruzando sin mayores percances los campos helados de Pennsylvania en dirección a Nueva York. En un tramo recto del camino, me voltée a mirar hacia el asiento trasero, y entendí el significado de calentar el agua para que otros se tomen el mate. Posniak y la bella durmiente estaban enfrascados en un dulce intercambio de calugazos, ajenos al tufo de whiskey y sobaco rancio que Rod y yo despedíamos al timón de la nave. Después de un buen trecho oí que los palomos se ponían a conversar. Luego alzaron el tono con cada frase, hasta culminar en un largo gritoneo agresivo que dio paso al silencio. Di vuelta el cassette en el tocacintas y otra vez surgió Pink Floyd poniéndole banda de sonido a la ridícula odisea. Rod Ferrino me miró con una sonrisa brillándole en el ojito de cristal y nos pusimos a cantar a dúo:
The lunatic is in my head, the lunatic is in my head…
No supe en ese momento, ni sé decir bien ahora, si me sentía triste o muy alegre, o simplemente estaba borracho con el tufo de la atmósfera enrarecida dentro de esa pequeña nave que atravesaba la tempestad de hielo, cantando:
«Y si la cabeza te explota de presagios oscuros, nos vemos en el lado oscuro de la luna».
Con las luces lejanas de Nueva York se disipó la nieve. Cerca de la medianoche ya circulábamos por las calles húmedas de Manhattan. Posniak se había puesto otra vez al mando. Ferrino se quedó dormido en el asiento del copiloto apenas soltó el volante. Yo volví a al asiento de atrás, donde la bella durmiente echaba unos ronquidos rítmicos. La tormenta apenas había tocado la ciudad con un poco de aguanieve. Ohio parecía un sueño, como parecen un sueño a los 21 años las cosas por el simple hecho de que uno se aleja un poco de ellas. Ahora Nueva York era lo real: las luces de neón se reflejaban en los charcos de las veredas, el vapor liberado por las calderas subterráneas salía a la superficie por sus misteriosos conductos, y las calles estaban llenas de peatones que despedían vaho por la boca y de taxis amarillos exhalando su aliento tóxico por los tubos de escape. La víspera de Thanksgiving era como cualquier otra noche en una ciudad que mostraba sus edificios brillantes en la oscuridad como colmillos. Posniak paró el auto en Central Park West, justo frente al edificio donde unos días más tarde iban a matar a John Lennon.
Al bajar me quise hacer el leso con el gasto de la bencina, pero Posniak me pidió que le pasara 20 dólares. A Ferrino le cobró nada más que 10, y yo me dije que tal vez le hizo un descuento de cincuenta por ciento por el ojo malo. Cuando Rod y yo nos bajamos, la bella durmiente se pasó al asiento de adelante y cerró la puerta sin mirar ni despedirse. Ferrino me indicó la dirección en que debía caminar para llegar a mi destino y se despidió con un abrazo hediondo que me sorprendió por lo afectuoso. Estaba llorando, y vi que las lágrimas le caían por los dos ojos, el sano y el de vidrio. El BMW se metió al tráfico de Central Park y desapareció a la primera esquina. Apuré el tranco para calentar el cuerpo y para ponerme al ritmo de los neoyorquinos. Pensaba que a eso había ido, en parte, a meterme sin rumbo fijo por las calles de una ciudad.
Había dejado atrás unas cuatro o cinco cuadras cuando sentí una mano en el hombro. Era la bella durmiente. Era más alta de lo que me la imaginaba. Tenía las mejillas encendidas y la nariz roja.
-Hey- le dije – ¿qué pasó?
-Posniak se estaba portando como el hoyo del culo. No me quise quedar con él, viejo de mierda.
-¿Te ubicas en Nueva York?
Se rió sin muchas ganas y levantó la mano mirando el río de taxis que circulaba.
-Nacida y criada.
Ningún taxi quería parar. Ella me explicó riéndose que era por culpa mía, por mi pinta de cogotero. Yo caminaba y ella me seguía, contándome su historia con Posniak, que había sido su profesor de piano. La bella durmiente era una joven promesa de la música. En el circuito europeo de conciertos había tenido mucho éxito, y ella creía que Posniak, su maestro y amante, la estaba tratando mal por envidia, por celos profesionales. La semana anterior había tocado en Carnegie Hall, de solista, y el New York Times la había tratado bien. Yo la escuchaba y pensaba que era mejor caminar imaginándome que hablaba con ella que caminar con ella de verdad mientras me contaba su aburrida historia de amor con un pianista fracasado y neurótico de 35 años. Pero así se habían dado las cosas.
Nos paramos a tomar un café en un McDonald’s fétido a perro mojado y seguimos cruzando Manhattan por Broadway, hasta que llegamos a mi destino. La bella durmiente me tomó la mano y me pidió que la dejara quedarse conmigo. Le expliqué que no conocía bien a la gente que me hospedaba, pero como se puso a lagrimear y empezó a caer la nieve, no fui capaz decirle que no.
Apreté el citófono y pregunté por Juan Carlos. Me contestó una voz de mujer diciendo que Juan Carlos no estaba, que había tenido que salir fuera del país, una emergencia. Le di mi nombre y le expliqué que Jota Ce me había dicho por teléfono que podía quedarme un par de días. “Bueno, sube, piso once” dijo la voz, y se abrió la puerta eléctrica del edificio. Esa frase fue la más amable que me dirigió mi anfitriona, la mujer de mi amigo. Nos habían presentando alguna vez en Chile, pero aseguró no acordarse. Me mostró un rincón del minúsculo living, me pasó un saco de dormir y un par de frazadas, y se fue a acostar sin más, exclamando “son más de las dos de la mañana”. La bella durmiente se quedó parada en la puerta, abrumada por la hospitalidad chilena. Improvisamos una cama en el piso junto a una ventana y ahí nos quedamos conversando en voz baja toda la noche, dormitando vestidos, contándonos pedazos de la vida.
Desperté a media mañana con la luz del sol entrando a matacaballo por la ventana. La bella durmiente había desaparecido y me había dejado una nota deseándome feliz Thanksgiving. Nunca más la volví a ver ni a saber de ella, a pesar de que todos los años, cuando llega el día de Acción de Gracias, o cuando se cumple un aniversario de la muerte de John Lennon, me acuerdo de sus pies tibios y la googleo, con el corazón en la boca, como si acabara de sobrevivir de nuevo un accidente.