Fui al campo donde vivía Dundun para que me diera un poco de opio farmacéutico, pero me fue mal.
Me saludó cuando salía por el patio en dirección a la bomba de agua, con sus botas de vaquero nuevas y su chaleco de cuero, las faldas de la camisa de franela colgando encima de sus jeans. Iba mascando chicle.
—MacInnes no se siente bien hoy. Le acabo de disparar.
—¿Que lo mataste?
—No fue con intención.
—¿De verdad está muerto?
—No. Está sentado.
—Pero está vivo.
—Ah, seguro, está vivo. Se quedó ahí en la pieza de atrás.
Dundun se acercó a la bomba de agua y empezó a mover la palanca.
Di la vuelta alrededor de la casa y entré por atrás. En la pieza que daba a la puerta de atrás había olor a perro y a guagua. Beatle estaba parado en la puerta del lado opuesto. Me miró entrar. Apoyada contra la pared estaba Blue, fumando un cigarrillo y rascándose la pera pensativamente. Jack Hotel estaba encaramado a un escritorio viejo, prendiendo una pipa con la parte redonda envuelta en papel de aluminio.
Cuando vieron que era yo no más, los tres siguieron mirando a MacInnes, que estaba sentado en el sofá, solo, con la mano izquierda suavemente apoyada sobre el estómago.
—¿Dundun le disparó?— pregunté.
—Alguien le disparó a alguien— dijo Hotel.
Dundun entró por detrás mío con un poco de agua en una taza de loza y una botella de cerveza, y le dijo a MacInnes: —Toma.
—No quiero— dijo MacInnes.
—Ok, bueno, entonces toma esto.
Dundun le ofreció el resto de su cerveza.
—No gracias.
Me preocupé: —¿No lo van a llevar al hospital ni nada?
—Buena idea— dijo Beatle, con sarcasmo.
—Lo estábamos llevando— explicó Hotel —pero chocamos con la esquina de la casucha ahí afuera.
Miré por la ventana del lado. Estábamos en la parcela de Tim Bishop. Vi que el Plymouth de Tim, un lindo sedán antiguo, gris con rojo, había pasado a llevar uno de los soportes, de manera que el poste estaba por el suelo y el sedán había quedado sosteniendo el techo de la casucha.
—El parabrisas se hizo millones de pedacitos— dijo Hotel.
—¿Cómo fueron a dar por ese lado?
—Todo se nos fue de las manos— dijo Hotel.
—¿Dónde está Tim, a todo esto?
—No está aquí— dijo Beatle.
Hotel me pasó la pipa. Era hashish, pero ya estaba casi todo quemado.
—¿Qué tal?— Dundun le preguntó a MacInnes.
—La siento aquí. Quedó metida en el músculo.
Dundun dijo:—No está mal. La punta no alcanzó a explotar, creo.
—Se chingó.
—Se chingó un poquito, sí.
Hotel me preguntó: —¿Lo podrías llevar al hospital en tu auto?
—OK, dije.
—Yo también voy— dijo Dundun.
—¿Te queda algo de ese opio?— le pregunté.
—Era un regalo de cumpleaños. Lo usé todo.
—¿Cuándo es tu cumpleaños?— le pregunté.
—Hoy.
—Entonces no deberías haberlo usado todo antes de tu cumpleaños— le dije, con rabia.
Pero me alegré de poder ayudar. Yo quería ser el que la salvaba y el que era capaz de llevar a MacInnes al doctor sin chocar. La gente iba a comentarlo, y yo le iba a caer bien, ojalá.
En el auto íbamos Dundun, MacInnes y yo.
Dundun cumplía veintiún años. Yo lo había conocido en la juvenil del condado de Johnson durante los únicos pocos días que pasé en la capacha, por la época de mis dieciocho otoños. Yo le llevaba un mes o dos en edad. En cuanto a MacInnes, siempre había andado dando vueltas por ahí y, de hecho, hasta estuve casado con una de sus ex novias.
Salimos lo más rápido que podíamos sin zangolotear demasiado a la víctima del tiroteo.
Dundun dijo: —¿Qué onda con los frenos? ¿Los arreglaste?
—El freno de mano funciona. Con eso basta.
—¿Y la radio?— Dundun apretó el botón y la radio se prendió con un ruido como de moledora de carne.
La apagó y la volvió a prender, y entonces borboteaba como una máquina de esas que pulen piedras toda la noche.
—¿Y tú?— le pregunté a MacInnes —¿estás cómodo?
—¿Qué crees tú?— dijo MacInnes.
Era un camino largo y recto a través de campos secos, hasta donde alcanzaba la vista. Uno pensaría que no quedaba aire en el cielo y que la tierra estaba hecha de papel. En vez de avanzar, nos íbamos quedando más y más chiquititos.
¿Qué se puede decir de esos campos? Había cuervos dando vueltas sobre su propia sombra y debajo de ellos ahí estaban las vacas oliéndose el trasero entre ellas. Dundun escupió su chicle por la ventanilla mientras escarbaba en el bolsillo de su camisa en busca de sus Winstons. Prendió un Winston con un fósforo. Eso es todo lo que había para conversar.
—Nunca vamos a salir de este camino— dije.
—Qué cumpleaños de porquería— dijo Dundun.
MacInnes estaba pálido y mareado, se abrazaba a sí mismo con ternura. Lo había visto hacer eso una o dos veces antes aunque nadie le hubiera disparado. Tenía una hepatitis tremenda que muchas veces le causaba mucho dolor.
—¿Prometes que no les vas a soltar nada?— Dundun le hablaba a MacInnes.
—No creo que te oiga— le dije.
—Les dices que fue un accidente, ok?
MacInnes no dijo nada por un largo rato. Finalmente, dijo:
—OK.
—¿Lo prometes?
Pero MacInnes no dijo nada. Porque estaba muerto.
Dundun me miró con lágrimas en los ojos.
—¿Qué dices tú?
—¿Qué quieres decir, qué digo yo? ¿Crees que estoy aquí porque sé de estas cosas?
—Está muerto.
—Está bien. Ya sé que está muerto.
—Bótalo del auto.
—Por supuesto que lo voy a botar— dije. —No lo voy a llevar a ninguna parte ahora.
Por un momento me quedé dormido, en pleno manejo. Soñé que estaba tratando de contarle algo a alguien y me interrumpían a cada rato, un sueño sobre la frustración.
—Me alegro que se haya muerto— le dije a Dundun. —Fue él el que empezó con el mote y después todos me decían “El cagado del mate”.
Dundun dijo: —No te amargues por eso”.
Pasamos soplados por todas las ruinas esqueléticas de Iowa.
—No estaría mal trabajar de sicario— dijo Dundun.
Los glaciares habían aplanado esta región en la época antes de la historia. Llevábamos años de sequía, y una niebla bronceada de polvo flotaba sobre la llanura. La cosecha de soya estaba muerta otra vez, y los tallos mustios del maíz estaban tirados por el suelo como hileras de ropa interior. La mayoría de los agricultores ya ni se molestaba en plantar nada. Se habían borrado todas las falsas ilusiones. Daba la sensación de ser el momento justo antes de la llegada del salvador. Y el salvador llegó, pero tuvimos que esperar por mucho tiempo.
Dundun torturó a Jack Hotel en el lago en las afueras de Denver. Lo hizo para sacarle información sobre el botín de un robo, un estéreo de la novia de Dundun o quizás de su hermana. Después, Dundun casi mató a fierrazos a un tipo, en plena calle, en Austin, Texas, y por eso va a tener que responder algún día, pero ahora está, creo, en la prisión estatal de Colorado.
¿Me creerían si les digo que en su corazón había bondad? ¿Que su mano izquierda no sabía lo que hacía la derecha? Lo que pasaba es que se le habían quemado ciertas conexiones. Si a ti yo te abro la cabeza y te paso un cautín caliente por el cerebro, te podría convertir en alguien como él.
