En un panegírico notable por su denso humorismo y por su certero calco al tema “Mi viejo” de Piero, el historiador Gonzalo Rojas señala que su colega, tocayo, correligionario, en fin, padre putativo Gonzalo Vial tenía “la mirada rural y el lenguaje urbano”. Gonzalo Rojas no será nunca Hermógenes, pero en esta elegía a su maestro alcanza niveles de comicidad que no se veían hace muchísimos miércoles.
Mirando el final de “¿Dónde está Elisa?”, con la triple asesina Consuelo corriendo entre los viñedos ancestrales de los Domínguez, se me ocurrió que era una lástima que Gonzalo Vial hubiera muerto sin poder guiarnos para interpretar el desenlace de este teledrama tan chileno. Allí iba Consuelo, pistola en mano y con un pedazo de plomo en el muslo, pero vestida de alta costura y con su corte de pelo perfecto. La perseguía el detective Rivas, miembro de un grupo social emergente (aspiracional, dicen los siúticos), representante de un nuevo orden que se precia de ser indiferente a prejuicios y privilegios de clase. El detective evoca el espectro de Martín Rivas, el personaje literario principal del siglo XIX chileno, no sólo por el apellido, sino por la combinación de audacia y pleitesía con que se planta frente a la aristocracia. A pesar de que no vacila en seducir a la diazepánica Francisca Correa, Rivas insiste en tratarla de usted.
Apuesto que a Vial le hubiera interesado comentar el significado profundo de la locación de la escena final, la Viña Domínguez, y de esa toma que muestra el calcañar de Rivas sobre la demoníaca mano armada de Consuelo. El historiador-columnista le habría sacado buen jugo a ese final tan desprovisto de caridad con los vinosos Domínguez y habría reaccionado como se debe ante la afrenta que se manifiesta en la desnudez final de Consuelo entre las presas comunes. La secuencia va acompañada de la voz severa de una fiscal que, a juzgar por su lenguaje acartonado y por sus peinados jónicos, jamás iría al mismo colegio ni a la misma peluquería de la distinguida asesina. Como insigne historiador del Libro blanco del golpe de estado en Chile y aval del Plan Zeta, Vial no habría perdido tan excelente oportunidad para recordarnos uno de los fundamentos de su visión historiográfica: que el resentimiento social es el motor principal de los cambios del Chile moderno.
Los pobres Domínguez simplemente responden al acoso resentido de que son víctimas. El mismo Pablo Illanes atribuye el éxito de la serie a que “a todo el mundo le gusta ver sufrir a los ricos”. Pero esta familia tan singular no representa a todo el riquerío, sino a la aristocracia, a esa aristocracia que le llega desde todos lados cuando uno de sus miembros, volando bajo, dice lo que piensa. Eso le pasó al conde Valdés Subercaseaux cuando certificó la idoneidad del barón Piñera Echenique para la presidencia de la eeh… república. Igual que la fiscal Castañeda a los Domínguez, se echó encima del pobre conde el columnista Carlos Peña, la pulga que se mete todos los domingos en la oreja de la lectoría acérrima de El Mercurio. La lectoría, como es de esperar, no vaciló en catalogar a Peña de resentido consuetudinario, comprobando que las tesis de Vial han sido acogidas en tan distinguidos círculos.
No es mi intención faltarle el respeto al recién fenecido colega columnista Vial, sino todo lo contrario. Hay que lamentar por fin la ausencia de una de las voces más autorizadas para plasmar en el debate público temas tan transcendentes como los que tocó la serie nocturna más popular de la historia. Sin duda Vial hubiera entregado valiosos elementos de juicio para que sus lectores se sintieran preparados, intelectual como emocionalmente, para enfrentar con éxito la sobremesa dominical, sobre todo cuando ésta se ve ensombrecida por la óptica de columnistas como Carlos Peña, que muerde todas las semanas la mano que le da la tribuna. La que viene ahora es de vampiros, y como se sabe, los vampiros son todos unos resentidos: ¿le cabe a usted alguna duda?