Pasaportes chilenos

Cada vez que paso por un control fronterizo me transpiran las manos. Todas mis certezas desaparecen cuando meto la mano al bolsillo del pasaporte. Nunca sé si lo voy a encontrar o si se habrá caído por ahí, a diez mil kilómetros de distancia. Lo palpo y lo dejo bien humedecido con mi nerviosismo pestilente antes de pasárselo a la autoridad. Apenas sale de mis manos, la libretita azul empieza a transmitir un código secreto. Le habla a la computadora mientras el agente teclea y confirma la forma de mis orejas, los lunares, mi sonrisa chueca. Y más falsa que Piñera. El policía cliquea su mouse y yo trato de domar el párpado que se me encabrita.

El secreto que contiene mi pasaporte ahora se revela con rayos láseres, ondas infrarrojas o ultravioletas. Antes eran elementos más simples, pero igual de inescrutables para uno: la secuencia de números perforados en cada página, el color de la tinta, o algo tan simple como un granito de arena atrapado entre la foto y su cubierta plastificada. En Cuba me contaron que el funcionario a cargo de falsificar los pasaportes de los chilenos que volvían clandestinamente depositaba un granito de arena sobre la foto antes de sellar la página con plástico. Al momento de llegar a Chile, ese granito delataba al viajero. La inteligencia cubana detectó el método, y un último grano de arena tropical mandó al falsificador infiltrado al paredón de fusilamiento.

Todo patiperro tiene cuentos de pasaporte. Expiraciones súbitas, extravíos barrocos, accidentes de lavado, incendios, asaltos, todo tipo de desgracias que no tienen perdón en las fronteras. Los agentes fronterizos son gente inclinada al aburrimiento y la crueldad. Está el que se demora dos segundos más de lo necesario. Está el que te pide que te saques los anteojos o que mires para el lado. Una vez me tocó pasar de México a Texas, en bus. Recogieron los documentos de los pasajeros y luego nos hicieron esperar en una sala. Por un vidrio blindado se veía cómo el agente iba tomando los pasaportes, uno por uno, y llamando por altorparlante. En ese tiempo los pasaportes chilenos eran rojos, y el mío resplandecía en medio de la ruma. Cuando lo tomó, me dirigí a la ventanilla, para ahorrar tiempo. El tipo puso mi pasaporte de vuelta en el montón y llamó a otra persona. Lo hizo un par de veces más, hasta que me di cuenta del jueguito y fingí completa indiferencia. Como castigo, me mandó de vuelta a Ciudad Juárez, porque algo raro le encontró a mi visa de estudiante y porque yo no supe explicarle qué andaba haciendo en México.

Hay algunos que te joden con extrema amabilidad, como el gendarme que me negó la entrada a Francia la segunda vez que usé mi visa, a pesar de que era válida para “varias veces”.

-Voy de paso, a Holanda, no me quedo en Francia, señor—le dije—¿Y esa “p” en la visa no quiere decir plusieurs por el número de entradas?

Oui, monsieur– contestó—más de una ya empieza a ser varias.

-¿Entonces por qué las opciones son 1, 2 y P?

Me dijo, torciendo el mostacho:

Monsieur, una vez fue demasiado, para este pasaporte tan… transpirado.

Obligado a pasar el día en Basilea esperando un tren que diera la vuelta por Alemania, me fui al zoológico de esa ciudad, que es bien famoso. Allí vi a dos jirafas apareando en la tarde dominical, mientras cientos de suizos, viejos y niños, las aplaudían y les sacaban fotos. Aprovechando mi arrobo ante la pericia amatoria de la pareja de jirafas, un lanza me sacó toda la plata de la mochila, pero me dejó, intacto, mi rojo pasaporte manoseado. Tiene que haber sido un chileno infiltrado en esa civilización. Confiando en que ésa era una señal divina (y considerando que me habían dejado sin una chaucha para tomar el tren que se iba por Alemania), decidí hacer un nuevo intento de subirme al tren hacia París. El gendarme que me tocó era idéntico al de la mañana. Pero éste tomó mis documentos, me miró de arriba abajo, y me golpeó el pecho con mi pasaporte manoseado. Bienvenido a Francia, me dijo, y luego algo que me sonó igual a “et mort à Pinochet”. Una compañera de asiento me confirmó que eso era lo que había dicho, pero hasta el día de hoy no me convenzo del todo. Dormí las seis horas con la mano en el pecho, encima del lugar donde mi pasaporte colorado me latía al unísono con el corazón.

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