Esperando a Obama

Un terremoto silencioso, lento pero perceptible, está resquebrajando cada capa geológica del país que no hace mucho se jactaba de ser el mejor del planeta. En la superficie ya se ven los daños de la catástrofe continua. El aire se siente viciado y el hielo del invierno parece traer consigo su propia neurosis, difícil de sacar de los huesos. En oficinas y talleres se hacen cálculos, se lee cada gesto de los jefes, cada vacío en el inventario, cada reunión informativa, como la señal de que se vino encima lo más temido.

En el ámbito público, mientras tanto, el presidente, durante su última semana, dio espectáculo desconcertante. Se ha defendido con vehemencia de las críticas que lo despiden como el peor de la historia norteamericana. Si uno no supiera que desde 1983 G. W. Bush no toma alcohol, diría que se había despachado más de un par de Jack Daniels antes de encaramarse al podio de su última conferencia de prensa. Hace un tiempo había dicho que no se arrepentía de nada, pero dijo que lamenta haber puesto el letrero “Misión Cumplida” tres meses después de la invasión de Irak.

En cambio, de otras cosas no se arrepiente. “Después de pensarlo mucho, no sé qué podría haber hecho mejor con Katrina”, declaró, refiriéndose a esa vez en que inspeccionó el daño del huracán desde el Air Force One. Si hubiera hecho aterrizar el avión—explicó—lo hubieran criticado por desviar recursos policiales para atender su comitiva. Para G.W., los grandes errores de su presidencia tienen que ver con sacarse la foto equivocada: Bush vestido de piloto top-gun y Bush mirando por la ventanilla de su avión presidencial a cinco mil pies de altura mientras New Orleans desaparecía. Después declaró que los “escritores y opinadores” del mundo son los únicos que creen que durante su mandato se ha dañado la imagen de los EE.UU. Apenas dijo un par de clichés sobre la crisis financiera, como si el colapso sostenido de los mercados estuviera pasando en otro planeta. Luego hizo una rutina cómica en la que ridiculizó a los presidentes que se vuelven demasiado introspectivos al final de su mandato. De verdad parecía curado, a ratos odioso y a ratos querendón, nostálgico. Confesó que aun en los días más difíciles, cuando en Irak moría gente como moscas, en la Casa Blanca siempre hubo tiempo para el humor.

Su discurso de despedida, en el que su mismo vice-presidente se quedó medio dormido, fue un affaire onírico. En 13 minutos (para más no le dio a su equipo asesor de discursos) aseguró que había hecho un buen trabajo. Fue en ese momento cuando Dick Cheney desconectó las neuronas por medio segundo y se dio una cabeceada digna de un viaje largo en el Transantiago.

El país está en una antesala prolongada, esperando el momento en que Obama asuma la presidencia con todas las de la ley. Este limbo invita a esperanzarse, incluso si uno sabe que el daño económico es irreversible y que hay otras resquebrajaduras que anuncian todo tipo de derrumbes. Las ceremonias de asunción son los últimos rituales de la esperanza, con una música de fondo como no existe en ningún otro país del mundo.

Pasado mañana se viene el mundo abajo y me pregunto si cuando eso pase no sería mejor tener de presidente a alguien como G. W. Bush para que nos cuente un chistecito o haga su perfecta imitación de borrachín.

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