La última aventura de Papelucho: Mac Iver contraataca

Hace 100 años Enrique Mac Iver diagnosticaba: «Me parece que no somos felices». En ese discurso se hacía preguntas que hoy retoman su vigencia: «¿Qué ataja el poderoso vuelo que había tomado la República?». Carlos Franz escribía hace un tiempo que urgía rebelarse contra la predisposición chilena al pesimismo representada por Mac Iver y anteponerle lo que llamó la «moderación irónica».

Lo cierto es que en Chile no es fácil ser moderado ni ser irónico. No porque no se dé la moderación o la ironía entre nosotros, sino porque para practicar estas virtudes hay que pagar un precio muy alto, especialmente si se trata de desplegarlas al mismo tiempo. Somos extremos en nuestra moderación y demasiado serios para ser irónicos en serio. El resultado es que nos quedamos pegados en un limbo de sobria perplejidad, cuando no nos consume la melancolía paralizante que preocupaba a Mac Iver. De verdad parece que nos cuesta ser felices, sobre todo con años como éste que se acaba.

El año 2002 va a pasar a la historia como el triunfo del desengaño. Apareció el perdido teniente Bello en uniforme de general de la FACH, lo mordió un colmillo blanco debajo de una mesa que de puro coja colapsó, y se vieron otros portentos: milicos vendiéndoles armas a los narcos, empresarios seudo-izquierdosos coiméandose con funcionarios públicos, la prensa derechista pontificando sobre la probidad, financistas escandalizados -ejem- por chanchullos de plata, curas con guaguas, y hasta un obispo desterrado por ser demasiado «afectuoso» con niños y jovencitos.

Ninguna de las revelaciones medio apocalípticas de este año ha sido realmente una sorpresa para mí, con una excepción: la del obispo. No porque no supiera de los escándalos pedofílicos en la iglesia, sino por un detalle que podría parecer anecdótico: el aristocrático obispo Francisco José Cox fue nada menos que el principal modelo de Papelucho.

Por deformación profesional, tiendo a creer que en la literatura se encuentran las claves para descifrar nuestros signos. Chile es una nación hecha de gestas de papel, grandes y pequeñas. Otros países tienen monumentos arqueológicos como piedra angular de su identidad colectiva; nosotros, terremoteados y en el fin del mundo, tenemos puros monumentos de papel y tinta: Chile fértil, bla bla bla, Chile, largo pétalo de mar y vino y nieve, bla bla bla, Ni miedo ni pena, etcétera. Las letras nos han constituído como nación; recordemos que Chile fue país de historiadores y luego de poetas, antes de la invasión de los body-snatchers, perdón, de los economistas (esto último es talla, un intento de practicar la moderación irónica).

Militares, curas y políticos corruptos como los nuestros hay en todas partes del mundo, a dos chauchas la docena, pero nuestros personajes literarios son otro cuento. Entre ellos, Papelucho fue siempre sagrado, ecuménico, una de las pocas cosas acerca de las cuales los chilenos podíamos ponernos de acuerdo. Cómo será de patagüina la turbulencia astral de este annus horribilis, que hasta él ha sido tocado por la gran mácula.

En «Mala onda», Fuguet raptó a Papelucho adolescente –los plagios son el ingrediente secreto de la buena literatura—y lo mandó a dar vueltas de gallina ciega por el Santiago de la dictadura. Le dio la chapa «Matías Vicuña», pero no engañó a nadie con esa martingala. Le reconocemos a Matías la voz, la mirada, y palpamos su soledad de eterno casi-huérfano, el pícaro hambriento de cariño. Fuguet no ha sido el único en apropiarse del flacuchento héroe infantil chileno. Skármeta lo bajó del barrio alto a Ñuñoa, lo hizo colocolino y lo mandó al exilio en Berlín. Le conservó la agudeza del niño que anda siempre botella y en su mundo, pero que atina bastante bien en toda circunstancia. Se podría incluso decir que Donoso lo metió a su manera en «Casa de campo», en esa rebelión de los cabros chicos que desemboca en el golpe de fuerza del mayordomo, lúcida alegoría de nuestra historia reciente. Estos escritores acorralaron a Papelucho en la máquina del tiempo y de la historia y lo obligaron a crecer en la realidad del Chile post-golpe.

Sin embargo, por potentes que fueran estas reencarnaciones, reciclajes y refrituras del personaje, Papelucho era capaz de resistir. Releyendo el original igual uno reecontraba al niño eterno que vive suspendido en su época inocentona y algo pueril, pero entretenida. Era un Harry Potter criollo y dix-leso, capaz de leer la historia nacional como quien lee historietas. Recuerdo su versión del Desastre de Rancagua como una performance febril, mezcla de artículo de The Clinic con episodio de los Tres Chiflados, o sus conversaciones delirantes con Lautaro y otros héroes de la patria.

Papelucho nunca fue pariente de Mafalda, porque al revés de la hija de Quino, él se desentendía de la historia, muy a la chilena: la interpretaba a su pinta, lo mismo que hacía con su propia narrativa cotidiana. Si se le ensuciaban los pantalones con grasa, los sumergía en un tambor de aceite, era capaz de embarcarse en toda una producción, todo para disimular la mancha. Papelucho podía evitar las consecuencias de sus actos porque refinó el chilenísimo recurso de «hacerse el leso» como estrategia frente al mundo. Como Harry Potter, Papelucho desafiaba las leyes de la física, pero sin manual de brujería, armado con su patudez y la ocurrencia deschavetada típica del cabro que pasa demasiado tiempo solo: intercambiaba los cables, para ver si salían luces del teléfono y voces de la ampolleta. Su lógica, como la de todos los niños, se movía a veces al filo de la demencia.

Me he estado refiriendo a Papelucho en pasado, porque para mí el personaje se desvaneció cuando leí que su modelo principal había sido el obispo Cox. Se me descascaró la ilusión de toda una vida; la historia chilena, que sin ser moderada puede ser irónica, terminó por matarme a Papelucho. Antes podía sostener la quimera de que el niño que inspiró a Marcela Paz se las habría arreglado para sobrevivir invicto las catástrofes y los dilemas de la vida adulta en este país de locos. Uno podía soñar, esperanzado, que Papelucho adulto le hubiera sacado partido a su excelente «detector de mierda» (como decía Hemingway tan finamente) para navegar por la vida sin perder su integridad y su bondad inocentona pero genuina.

Ahora que Papelucho adulto sacó nombre, apellidos, y un posible prontuario, no pude hacerme más el dix-leso. Por injusto que sea, Papelucho se me convirtió en una especie de Dorian Gray súbitamente envejecido; nunca más podré leerlo sin pensar en el obispo que tuvo que escapar del país del desengaño, dejando un reguero de transgresiones y abusos por investigar.

Al despedirse, como respondiendo a Mac Iver, este Papelucho degradado me recordó su impresión infantil acerca de la felicidad: «Resulta que no he sido feliz más que una vez en mi vida, y no me acuerdo cuándo fue».

A lo mejor es cierto que nuestra felicidad esquiva de casi-huérfanos depende, malignamente, del olvido. Si fuera así, habría que pararse a preguntar, en la esquina imaginaria de Mac Iver con Papelucho, si esa felicidad desmemoriada vale de veras la pena. En 100 años más tal vez tendremos una respuesta más definitiva.

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