Si lo pensamos un poco, el futuro no existe. Como peregrinos despistados que somos, tenemos que inventarlo, rasgando calendarios para seguir en ruta. Y qué ocasión más propicia para imaginar futuros que el ritual de abrazos, fuegos de artificio, elixires y trasnochadas con que nos fortalecemos para el año nuevo.
Conocemos bien vagamente el recorrido que nos espera. Lo único que sabemos con certeza es que cuando lleguemos a la lejana provincia del próximo diciembre –si es que no nos voltea un recodo traicionero, por ahí por los despeñaderos de junio y julio—nos tocará hacer aduana para la siguiente región ignota, siglo adentro. Así está configurada esta famosa odisea, por acumulación y por repeticiones, no hay nada que hacer.
Cada vez que uno cruza la frontera de cada año, surge el reflejo de volver la vista atrás. El problema es que la memoria es imperfecta, los recuerdos se ponen lobos: ¿quién es éste en esta foto, cómo se llamaba ese bar ahí en la esquina de cómo se llamaba esa calle que quedaba en cómo se llamaba esa ciudad que alguna vez estuvo en cómo era el nombre de ese país que apenas recuerdo?
Porque si el futuro no existe, el pasado –en rigor—tampoco existe. Tenemos que reconstituirlo a punta de souvenirs, amuletos capaces de evocar lo que se ha perdido para siempre: alguna fotografía, el color incierto de un juguete desvencijado, pedazos de papel, cifras digitales, o sencillamente cicatrices marcadas a fuego en la blanda bitácora del cuerpo.
En otras épocas del año, ignoramos –porque no sabemos bien qué hacer con ella—la cualidad precaria de la existencia, esa sensación de fragilidad con sabor a absurdo que nos invade en los momentos menos pensados. Pero a fin de año se abre el espacio y la oportunidad para la retrospección, para la introspección, y también, por qué no, para el arriesgado arte del vaticinio. En los rituales de Año Nuevo el pasado y el futuro se revelan como producciones constantes, hasta febriles, de la memoria, del deseo, de la imaginación. Se deja ver con más claridad en estos momentos el misterio que le otorga a nuestra vida la cualidad vívida y frágil de los sueños. (Piensa en lo que pasa por tu corazón en medio de un abrazo, por ejemplo, o al cortar las cintas de un regalo). Dentro del vaivén embriagador entre estas dos regiones del tiempo, se nos va aclarando –o se nos va olvidando—quiénes somos.
Nos inventamos entonces el futuro, año a año, con presagios y anhelos. En esta tarea –una especie de teletón del alma en tiempos de incertidumbre—toda superchería vale. Tú te comerás doce uvas a la medianoche, tú te pondrás calzones amarillos, tú te agenciarás un plato de lentejas, a ti no te importará que se rían los que te vean dar una vuelta a la manzana con una maleta vacía en la mano, tú abrirás o cerrarás puertas y ventanas, tú harás el aseo como si se tratara de un sacramento, tú harás promesas con un ahínco que llegará a conmoverte a ti mismo, tú elegirás con esmero a quien darle el primer abrazo, tú calcularás las coordenadas del primer beso, tú simularás que dejas todo al azar, tú abrazarás a desconocidos en la calle, (a lo mejor tú te irás a acostar temprano, para salpicar con tu pesimismo resentido la blancura virginal del año que empieza), tú inventarás tu propio rito acomodaticio, tú decidirás perder la timidez para bailar, a ti te parecerá que ya está bueno de tanta comemierdería en tu vida, y así, cada uno de nosotros hará un ensayo ritual de cómo se va a plantar frente al nuevo territorio.
Tú saldrás, medio mareado –colmado de gratitud, de añoranza, o simplemente de cola de mono—a tomar el aire del patio, cerca de la medianoche. Quizás te caerá la teja por fin y sabrás que el tiempo es, simultáneamente, la joda y el regalo de esta carrera de sacos por el mundo. Te animarás entonces a inaugurar el año, en soledad, en el patio fragante, bajo el cielo de verano arrebatado de estrellas, acaso atreviéndote al gesto transgresor de regar las plantitas para marcar tu epifanía y hacerle una finta inútil al sentimentalismo. Tal vez blandirás luego tu vaso, medio lleno, como si fuera el amuleto más potente, y tu sonrisa refulgirá, mirando el cielo, con un destello pirotécnico. Ahí te poseerá una vez más la esperanza olvidadiza y deshilachada, pero inexorable, que te surge del corazón cada vez que muere la Noche Vieja y llega por fin la Vida Nueva.