La frase más famosa de Enrique Mac-Iver, parlamentario radical, masón y bombero, tiene sabor a reflexión existencial más que a discurso político: “Me parece que no somos felices”. Se han citado estas palabras como premonición aplicable al Chile de hoy, tal vez porque, al referirse a algo tan personal como la felicidad, Mac-Iver parece sintonizar con el paradigma de sicología pop que ha tomado en el siglo XXI el discurso público chileno.
Mac-Iver no tenía noción, por suerte, de la sicología barata de auto-ayuda que hoy nos inunda. Sí contaba, en cambio, con buenas dosis de filosofía política y de retórica, sapiencia y arte ausentes entre los políticos chilenos de hoy, particularmente en nuestro mediocre parlamento. En lugar de retórica hoy tenemos estridencia o banalidad narcisista, y en lugar de filosofía política, dogmatismo y amnesia. (Las excepciones, se encuentran entre los políticos más jóvenes, pero son tan pocos que sólo confirman la regla general).
Volvamos a 1900. El parlamentario Mac-Iver comienza su famoso discurso en el Ateneo de Santiago con un tono modesto que, por su misma sencillez, tiene destellos de belleza. Su crítica es contundente, pero llega suavizada al presentarla no como una afirmación tajante sino como un “parecer”. Se trata de una opinión sentida, sin duda, pero que deja la puerta abierta –o por lo menos entreabierta—a un punto de vista diferente. El sujeto impersonal (el “se”) que utiliza como máscara discursiva le permite decir las cosas sin ser explícito acerca de dónde saca sus “pareceres”. Con esto no persigue evadir responsabilidad acerca de sus opiniones. Lo que logra es configurar un sujeto de la historia nacional que es al mismo tiempo un “yo” y un “nosotros”, protagonista y al mismo tiempo observador partícipe. Generaliza a partir de su percepción individual, asumiendo todo el rango de significación de su rol como representante.
En ese gesto de elaboración de un “nosotros” reside la genialidad y la gran debilidad de Mac-Iver. Recordemos cómo elabora su aserto de que no somos felices:
“Se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad”.
El discurso de Mac-Iver ha tenido un eco permanente, pero ha sido malinterpretado, igual como lo hace una canción en otro idioma, de esas que seducen por su melodía o por su título sin que se entienda bien la letra. Pareciera que no hay momento en nuestra historia en que no se hayan recordado estas palabras para colorear la expresión de un descontento colectivo que se expresa en términos que invocan la intimidad más subjetiva: el ámbito de la felicidad.
El hecho de que la frase de Mac-Iver sea citada con frecuencia refleja y perpetúa un hábito en la manera en que los chilenos nos analizamos. Evocar, con ocasión de cada crisis (económica, de identidad, moral, social, y hasta deportiva) el “no somos felices” no es consecuencia de un estado de ánimo o de un análisis coyuntural sino más bien de la inclinación a hacer una exhibición periódica de nuestro temperamento melancólico y, por qué no decirlo, quejumbroso.
Si se quiere ser un poquito más duro todavía, podríamos calificar el “no somos felices” como el momento eucarístico de un ritual autocompasivo, porque se detecta en él una cierta fruición,una recompensa sicológica malsana que se obtiene al entregar y consumir la hostia de la quejumbre, recompensa que se potencia al ser compartida, como bien lo saben Leoncio el León y sobre todo su amigo chileno Tristón.
A lo mejor en alemán existe una palabra muy larga [Nichtglücklichseinsempfindung, inventemos] que resume con precisión este rasgo del discurso público nacional. Nuestro idioma no permite acoplar palabras en un trencito sintáctico tan sonoro, y la expresión de Mac-Iver tiene un aspecto difícil de traducir al alemán o a cualquier idioma apto para complicaciones verbales, ya que el sentido profundo depende de esa conjugación en primera persona del plural. La paradoja es que esta pluralidad semántica, en lugar de potenciar la expresión de descontento, la diluye, convirtiendo la protesta en una simple queja vaga y generalizada.
Es decir, en el oído chileno (tímpano roto por la experiencia del autoritarismo congénito con que tropezamos desde los inicios) la frase de Mac-Iver actúa como parlante que concentra todo tipo de descontentos y los sintetiza en un solo malestar primigenio, desactivando la especificidad peligrosa de esas múltiples infelicidades, impidiendo la suma solidaria de los explosivos descontentos privados. El oído chileno no oye la articulación de una postura crítica natural frente a la realidad social sino que registra selectivamente la reafirmación de una experiencia común en términos cómodamente indefinidos.
No sabemos escuchar a Mac-Iver, no sabemos percibir siquiera ni menos interpretar esos códigos pre-sicológicos en los que la felicidad estaba ligada no al consumo individualista sino a la puesta en práctica de la virtud ciudadana, es decir a una praxis social, económica y política orientada a producir el bien común. Eso es lo que los antiguos llamaban, sin sicologismos baratos, la felicidad. Para obtener ese tipo de felicidad (y esto para Mac-Iver y sus contemporáneos era tan evidente que no tenía que ser explicado) se necesitaba no sólo la voluntad virtuosa de los ciudadanos, sino la existencia de un marco institucional superior: una constitución de excelencia que permitiera el ejercicio cabal de deberes y derechos; instancias sólidas de representación plural, avenidas de expresión amplias y abiertas.
Mac-Iver estaba a salvo no sólo de la sicología individualista, sino del dogma atomizante del neoliberalismo, entes que acotan el concepto de felicidad para hacerlo concordar con las exigencias de un sistema económico implacable. Al leer ese “no somos felices”, por lo tanto, debemos hacer el esfuerzo por recordar que no se trataba de una queja existencial en singular sino de la expresión de un anhelo colectivo, comunitario, republicano, ante la arremetida salvaje de un sistema de valores individualistas y mercantiles.
Sólo entonces podrán las palabras de Mac-Iver tener la resonancia que merecen y podrán ser rescatadas de los rituales estériles en que siguen siendo invocadas. Y ahí tal vez podamos reconocer que merece ser reconocido por sus compatriotas futuros. Parafraseando los versos de un poeta medianamente conocido: sólo entonces seremos dignos de Mac-Iver.