El FBI en acción: «La hilera de árboles, Kansas, 1934», de David Means

Elegí este cuento para traducirlo por dos factores de los que estoy consciente. (Seguramente los que de verdad importan son los inconscientes, pero ésos son por naturaleza insondables). El primer factor es el efecto que me causó cuando lo escuché leído por Thomas McGuane en un podcast de The New Yorker. Fue un efecto retardado, como si la narrativa doble, helicoidal, (la de los eventos y la de la evocación) se asentara después de un rato y desplegara sólo entonces su potencia emocional al destensarse. El segundo factor, íntimamente relacionado con el primero, es el uso del lenguaje, una imbricación tan exacta que se da el lujo de incluir divagaciones sin alterar su pulcritud narrativa ni la precisión de las imágenes.  Means construye esta imbricación como un dispositivo de memoria para unir esos dos momentos y traer con ellos la voz perdida del joven agente Barnes y la del veterano Lee. Más que una historia de policías y maleantes, es un relato de combate.

El relato apareció en octubre de 2010 en The New Yorker con el título «The Tree Line, Kansas, 1934».



LA HILERA DE ÁRBOLES, KANSAS, 1934

David Means

Ilustración de Rutu Modan
Ilustración de Rutu Modan

Cinco días de intercambiar binoculares y turnarse para esconderse entre los árboles y fumar sin ser visto. Cinco días de vigilancia, esperando a ver si por alguna casualidad Carson iba a volver a la granja de su tío. Cinco días de escuchar al joven agente, apellidado Barnes, recitar verbatim del expediente: Carson tiene propensión a hacer disparos de advertencia; se especula que la visión limitada del ojo izquierdo de Carson hace que sus tiros se desvíen hacia la derecha de su blanco; tiene limitado control sobre sus impulsos. Cinco días de escuchar a Barnes hacer el recuento del patrón de asaltos que comenzó en el extremo norte de Texas y siguió hasta el mismo Wisconsin, luego bajando a Kansas otra vez, hasta que la pista se enredó en la ineptitud torpe del Bureau. Durante cinco días Barnes habló, mientras Lee, más viejo y con sus buenas cicatrices, asentía y dejaba que el muchacho desarrollara sus teorías. Cinco días reducidos a una sola conversación.

Años más tarde, jubilado, sentado en el porche con vista al lago mientras su mujer hacía sonar ollas en la cocina, silbando para sí misma con suavidad, Lee iba a saber, o a creer que sabía, que aun en ese momento en Kansas, volteándose para hablarle a Barnes, había tenido el pálpito de que algún día él iba a jubilarse y a meditar sobre ese instante en particular –allá en la hilera de árboles— porque eso es lo que uno hacía después de una vida entera dedicado a pensar en la cabeza de otra gente. Jubilado, uno se volvía hacia sí mismo y trataba de arreglárselas sin tener que pensar sobre la manera en que otros pensaban. Uno ponía las piernas encima de algo y se sentaba a analizar con pinzas los escenarios que habían acabado con uno vivo y con otros muertos, aprovechando el hecho de que todavía uno sigue vivo mientras esos otros no y, al hacerlo, disfrutar –con un sentimiento de gloria de tipo religioso— el hecho de que uno se la pudo para acabar ahí mirando un lago un día limpio y sereno de verano mientras el viento corría por la otra orilla y un bote solitario remaba suavemente, arrastrando un sedal de pesca.

Cinco días había escuchado a Barnes, quedándose callado, conteniéndose para no decir mucho, hasta el día final, cuando Barnes se volvió hacia él y dijo: Mire, Lee, lo que estamos haciendo aquí es perder el tiempo. Carson no va a venir, quiero decir, carajo, reconozcámoslo, es poco probable que llegue por ese camino. Así que Lee dijo, finalmente: Bien, si Carson viene será porque ha sopesado el gran riesgo de que estemos aquí contra un beneficio aún más grande. Como tú mismo dices, no es el tipo de persona que vaya a volver sólo a ver parientes. No es el tipo –y vaya que hemos visto suficientes de ésos— que se pone en peligro para visitar un tío en una granja arruinada. Si viene, es porque viene a recuperar un botín escondido. No por otra razón. Pero para estos tipos eso no es suficiente. Si tiene algún botín por acá, se va a arriesgar. Es así de simple. Ahora voy para los árboles a fumar y tomar un descanso. Y sin esperar respuesta se arrastró entremedio de las malezas hasta los árboles, donde, ya libre de sus obligaciones con el joven agente, se sacó la rigidez estirando las piernas, prendió un cigarro y sintió el cosquilleo que le empezó a funcionar muy dentro del estómago, enfocándose –como sólo lo puede hacer desde el estómago—en los siguientes detalles:

  1. El cambio imperceptiblemente lento de la luz en los últimos días al estirarse las sombras polvorientas a través del campo y luego acortarse gradualmente hasta que, después del cénit solar, se alargaban mientras que el cielo soltaba de su control al sol y una marga violeta y rubicunda enrojecía el horizonte.
  2. El modo en que el camino se abría desde el punto de perspectiva, exponiendo su boca a la granja mientras, al mismo tiempo se encogía hacia atrás dentro de los temblores del calor de manera que se hacía difícil y a veces imposible observarlo.
  3. El avistamiento de Vern, tío de Carson, saliendo el lunes y de nuevo el jueves, arrastrando los pies con un leve cojear, la espalda curva, moviéndose por la casa y desapareciendo de la vista por unos pocos minutos (causando un aumento de la inquietud de los dos hombres que esperaban que volviera a aparecer), luego retrocediendo el tractor con el arado puesto y arando, al parecer, por puro arar, porque era claro que la tierra estaba muerta y sin valor. Arando el mismo pedazo el jueves que ya había arado el lunes, mandando una nube de polvo que flotaba en el aire.
  4. Lo indecoroso, en un agente del FBI, de los arrebatos ocasionales de Barnes (¡Mierda, qué pérdida de tiempo!). Siempre una frase o dos sobre lo inútil de la misión en relación al uso del tiempo y de las otras cosas que podría estar haciendo: por ejemplo, seguir a ese matón mafioso –John Bradfield—cuyo expediente, cargado de datos, estaba guardado en el cajón de su escritorio en el cuartel.
  5. El aumento gradual de su propia conciencia de la granja y su conexión con la red de los caminos menores, caminos de gato, como se los llamaba, al noroeste y al sudeste, junto con rutas todavía más pequeñas cuyo propósito se había perdido en el tiempo: antiguas huellas de carromato y senderos de indios que se presentaban como corredores potenciales hasta el borde mismo de los grandes corrales de ganado de Chicago. (Los caminos que no aparecían en los mapas eran la perdición del Bureau). Esos caminos escondidos se habían empezado a aparecer en la conciencia de Lee mientras manejaba de vuelta al pueblo, al pasar junto a interrupciones en los alambrados, donde surgían desde los pastizales. El lunes, Barnes dijo: Hasta donde veo, tiene una sola entrada y una sola salida. Lo que podría dejar más en ridículo a Carson si tratara de venir a visitar. El martes, dijo: Esto es una ratonera. Una entrada, una salida. No es del tipo que caiga en una trampa así. (Así funcionaba la cosa: un agente sin experiencia reiteraba lo que él pensaba que era obvio sobre el terreno, repetía los detalles conocidos una y otra vez, como para asegurarse a sí mismo de que todo estaba dispuesto correctamente, que lo que había sido imaginado en el cuartel de Chicago –usando mapas y dibujando líneas—correspondía propiamente a la realidad de Kansas).
  6. Un defecto inherente en la dinámica entre los dos compañeros mientras yacían lado a lado, tan inmóviles como era posible mientras las malezas –la mayor parte brotes de avena salvaje, con un manchón de zanahoria silvestres— oscilaban, lánguidamente traduciendo la brisa del miércoles (el único día de viento) en movimiento, como si el mundo, al desplegarse con deslumbrante elegancia, se estuviera preparando para la llegada inminente de Dios, o de un arma, su estómago le dijo, con esas mismas palabras. Algo grande se aproximaba, el viento había dicho. Era una señal segura. Cualquier policía sabía que el viento levantándose así tenía que significar algo. Pero el muchacho había distraído a Lee. Después de todo, uno lee el paisaje en signos: la forma en que el camino se queda silencioso por cierta cantidad de tiempo; un manchón solitario de maleza en la zona de las Cuatro Esquinas que, después de tres días de relativa calma, de pronto se oscurece a causa de una de esas formaciones raras de nubes, no un cúmulo de tormenta, sino una nube que parece resistir alcanzar su tamaño total, lo que a uno le da, ahí sentado en el auto masticando un mondadientes, la sensación de que algo anda raro.
  7. No era simplemente lo que Barnes decía, o su torpe incapacidad de establecer algún tipo de silencio sensato, sino también la manera en que redondeaba sus palabras, puliéndolas, lustrándolas con un estilo de elocución que no pegaba con el paisaje. Hablaba al estilo chupándose-las-mejillas de un hombre que diserta con inmerecida autoridad, al decir: Es muy improbable, Lee, considerando los patrones establecidos por sus movimientos previos, que se aventurase, lástima, como he dicho varias veces en ocasiones anteriores, a arriesgarse a llegar a un lugar identificado como parte de sus movimientos anteriores. Saliendo de sus blancos dientes limpios, su voz tenía un tono de recórcholis juvenil hasta que agarraba vuelo y cambiaba para considerar los penosos alrededores. Entonces apretaba sus frases y trataba lo mejor que podía de sonar hastiado de la vida (sin nunca mirar a Lee en esos momentos; evitando los ojos de Lee, de un gris moteado, arrugados y hundidos en los pliegues de su cara, al estilo de viejo policía tejano), diciendo: Así lo veo yo, señor — Carson empezó siendo un fraude. Otro chico más tratando de hacerse fama como asaltante. Sin corazón de verdad. Trató de hacer el papel de Robin Hood dándoles un poco de dinero a algunos clientes bancarios a mal traer. Pero cuando llegó al norte ya tenía mucha presión encima. Ahora tiene ese estilo de disparar primero que viene de saber la verdad. Si uno sabe la verdad, dispara primero. En ese punto, la voz de Barnes cambiaba otra vez, deslizándose con naturalidad al surco de sus pensamientos, abriéndose a un tono más profundo, más especulativo, al hablar y hablar (o eso le parecía a Lee, que mantenía la vista en la granja), explicando que Carson era un hombre que tenía sentido de sí mismo, que sabía quién era de una manera que los rateros de antaño nunca tuvieron. Carson operaba desde una sicología más profunda, calculando su comportamiento a partir de lo que otros pensaban, no sólo calculando los patrones de la ley, que eran por lo general bastante fáciles de estimar, sino también lo que la ley, lo más probablemente, iba a especular; así que era improbable, digamos, que regresara—aunque hubiera botín involucrado—a desenterrar algo en la granja del tío, sabiendo instintivamente que la tendríamos vigilada… (Lee escuchaba a medias, tratando de borrar la voz del muchacho, enfocando la atención lejos de la casa, hacia el camino, que venía derecho desde el horizonte. El horizonte, el entendía, era un enemigo. El horizonte alteraba las probabilidades. El horizonte –siempre hipnotizante si se lo mira por demasiado tiempo— podría apoderarse de la operación de vigilancia. Lee una vez había sido derrotado por el horizonte en Waco, cuando trabajaba por su cuenta para el gobernador, siguiendo la pista de un asesino llamado Newfield. Dos días vigilando una casucha hasta que sus ojos se fijaron por demasiado tiempo en el horizonte –crepúsculo— y quedaron pegados ahí mientras la presa se aprovechaba y, antes de que Lee pudiera despabilarse, escapó con un rugido, dejando una pluma de polvo tras de sí). Barnes seguía hablando, decía: Este tipo sabe que estamos buscando patrones de conducta y hasta se le ha ocurrido, me aventuro a decirlo, la idea de que nosotros pronosticaríamos que no iba a volver por aquí, y al calcular que él calcula que nosotros calculamos que no va a volver, calculará que nosotros vamos a tomar ese cálculo en consideración –el patrón en potencia—y vamos a vigilar la granja de su tío. Tú ves, Lee, yo creo que tiene una conciencia de sí mismo que no la tiene un tipo como Hoover. (Y tú si, pensó Lee, levantando la cabeza, asintiendo, sintiendo –otra vez—un intenso deseo de fumar).

Años más tarde, en su cabaña de verano en Wisconsin, sentado en el porche y mirando el agua, oyendo cómo Emma cocinaba adentro o miraba televisión, él iba a volver a esa conversación, examinándola de cerca, y se iba a preguntar si había errado el paso en ese momento. Cierra el hocico, le podría haber dicho. Cállate, chico. Puedes hablar hasta que se acaben las palabras, pero por mucho que digas o pienses, lo único que importa es que hay una posibilidad de que Carson aparezca. Aun más tarde, Lee iba a comprender que al callar su punto de vista el había permitido una distracción mucho más peligrosa, una vibración paternal —inquietante y tácita— entre ellos. (Ese chico era como un hijo para mí, le dijo a su mujer. Me sacaba de quicio igual como yo sacaba de quicio a mi viejo. Excepto que el viejo me hubiera sacado las orejas a golpes).

Esa tarde, mientras se arrastraba hacia donde estaba Barnes, la sensación en el estómago se le subió a la garganta y luchó por meterse en la cabeza. Nota: un presentimiento de estómago finalmente se transforma en una corazonada cuando toma la forma de declaraciones verbales claras y precisas dichas en voz alta a alguien –interno o externo— dispuesto a escuchar y que responde de la misma forma. Una corazonada se enreda dentro de los tendones y los huesos, se integra en la fisicalidad del momento, mientras que un presentimiento de estómago sólo puede aspirar a convertirse en corazonada y, una vez que eso pasa, se lo puede identificar retrospectivamente como un presentimiento. Antes de que Lee pudiera expresar su corazonada, Barnes se limpió la frente con un pañuelo y dijo: Carajo, Lee, ¿dónde te habías metido? ¿Fuiste al pueblo a comer algo? Y Lee dijo: No, sólo a fumar. ¿Ha pasado algo por acá? Barnes levantó los binoculares, los bajó, apretó los labios como si estuviera meditando algo profundo y luego dijo, con una voz sarcástica recién sacada: Diablos, te lo perdiste todo, Lee. Carson llegó con toda la tribu. Creo que hasta “Niño Bonito” Floyd apareció. Con mujeres y todo. Hicieron un picnic ahí cerca del molino —pollo frito, sandía, pastel de manzana, con todo. Dispararon al aire para celebrar, desenterraron el botín (en eso tenías razón), y partieron. Los tuve que dejar, ya que tú no estabas aquí. Me dije a mí mismo: el agente Lee está fumando allá atrás y no lo voy a molestar al hombre. Ahora, si no te importa, allá voy yo también a fumar un cigarrillo. Luego se arrastró entremedio de las malezas y desapareció en la hilera de árboles, dejando a Lee solo para vigilar la granja.

El destino opera en forma retroactiva. Al turnarse para fumar, los dos hombres habían tratado de romper el tedio de la mejor manera posible, cortando los días, sosteniendo la atención sobre el terreno y la casa según los dictados del entrenamiento, sabiendo que por lo menos uno de ellos tenía que mantenerse con los ojos fijos en la granja, porque si los dos desviaban la vista, aunque fuera por un minuto, eso traicionaría en teoría al agente Jones y al agente Tate, que se habían quedado con el turno de noche, tomando café en termo, zamarréandose mutuamente para mantenerse despiertos, saliendo al camino al amanecer, cansados hasta los huesos, diciendo: Nada se movió por ahí, ni siquiera la oscuridad. Ni una sola maldita cosa, un cero total. Buena suerte, muchachos.

Años más tarde, en el replay reductivo, en cámara lenta, de la memoria, el sedán Buick –recién robado de un distribuidor en Topeka— apareció de repente al emerger de un camino secundario al oeste y que topaba el camino principal a un cuarto de milla de la granja Carson, lo suficientemente metido en las ondas de calor como para proveer el elemento sorpresa. Primero fue sólo el breve resplandor del radiador cromado, una chispa de luz donde el camino desembocaba en el campo recién arado. Luego, en cosa de segundos, el resplandor se convirtió en un automóvil completo, se deslizó a lo largo de la casa, rugió al frenar, se cimbró pesadamente al arrojar tres hombres. (Lee usó esa palabra en su informe: El automóvil arrojó tres hombres que se distribuyeron para hacer un reconocimiento de la propiedad). Carson apareció un momento más tarde, bajando del auto con sus manos bien abiertas, cojeando un poco (la herida de rebote de Michigan City, pudriéndose), mirando a su alrededor nerviosamente mientras daba órdenes a sus hombres y mientras Lee, escondido en el pasto, entendía instantáneamente lo que sigue:

  • (A) Cuatro años de asaltos y de encuentros con la ley les habían dado a los hombres de Carson un sentido innato de que algunas situaciones imprevistas –una operación de vigilancia, máximo de dos o tres hombres— se enfrentaban mejor de una manera rápida e irreflexiva que incluía usar un poder de fuego apabullante sobre agentes del Bureau probablemente agotados y que se habían pasado días enteros vigilando, escondidos en el pasto o detrás de los árboles. (Sabían que estábamos ahí, Lee dijo más tarde. Calcularon que éramos uno, dos a lo más. Estábamos cortos de personal y ellos lo sabían. Me congelé. Mi cálculo acerca de cuánto terreno había entre mi posición y la casa estaba alterado. Estaba solo. Sobrepasado en poder de fuego.
  • (B) Cuando los hombres de Carson avanzaban, sentían claramente, aunque intuitivamente, el modo en que vigilar comprime el tiempo, apretándolo –días de inactividad puntuados por pausas ocasionales para cagar, mear, fumar, tomar, comer y estirarse, todo eso interrumpido sólo por acciones insignificantes y periféricas en la observación. (La gente de la ciudad llegaba a la escena del campo como fuego cortando hielo, Lee iba a pensar más tarde. Tenían ese caminar urbano, mientras que nosotros nos habíamos olvidado de cómo funcionaba el tiempo fuera de los confines de la granja).
  • (C) Los hombres de Carson avanzaron, como si atravesaran las calles de Chicago, con sus trajes negros todavía más negros bajo la luz difusa. Tenían una despreocupación elegante por el paisaje, lo que les venía del hecho de que la mayoría de ellos había nacido y crecido en granjas o en puebluchos polvorientos, y habían dejado atrás esa parte de su vida, aprendiendo cómo pararse en la ciudad, ajustándose las colleras, doblando el ala del sombrero, tocándose la corbata mientras escondían sus verdaderas intenciones contando chistes, moviéndose constantemente para ocultar el silencio estático de lo que estaba sucediendo. Mientras los hombres se acercaban al puesto de Lee, Carson caminó lentamente hacia la derecha del establo, mirándose los pies, moviéndose, a pesar de su leve cojera, con una facilidad que revelaba su deseo, aun en este lugar, de parecer casual, levantando la cabeza para oler el aire antes de continuar por el costado de la casa. (Empezó al lado sur de la casa, puso un pie delante de otro, de punta y talón, marcando con cuidado, tratando de localizar el lugar donde estaba enterrado el botín, Lee iba a escribir en su informe).

Atrás en la hilera de árboles, Barnes se había fumado dos cigarrillos mientras observaba el paisaje: una pequeña hondonada en los árboles debido a la quebrada, que estaba cubierta con un pequeño fleco de helechos verdes. El horizonte se perdía misericordiosamente entre los árboles, de modo que desde ese punto de vista –incluyendo en el cálculo su profunda convicción de que la operación era inútil— es muy probable que sintiera que se le venía un profundo descanso, una sensación de calma omnisciente que venía de ser joven y sin experiencia, y fue probablemente esto, combinado con el placer que el tabaco le estaba dando, lo que lo llevó a pensar que ese momento reflejaba de algún modo el estado general del mundo. (A lo lejos, el sonido de un motor devorado por la tierra. A lo lejos, el ruido amortiguado de una puerta que se cierra). Lo que haya sido que afectaba los pálpitos de Barnes durante los días de la vigilancia se combinó con la callada belleza allá atrás en los árboles, amplificado por la infertilidad de la granja en relación con la humillación (sí, una operación de vigilancia era un acto de humildad que podía con facilidad, si no se lo llevaba a cabo apropiadamente, convertirse en una humillación), se combinó, a su vez, con un deseo natural del joven agente, e hizo que se saltara el procedimiento operativo estándar, que se moviera con naturalidad, de modo que el muchacho salió caminando de la hilera de árboles ese día muy erguido y alto, moviéndose con seguridad, confiado en sus sensaciones, dejando de lado trabajosamente su propia conciencia (la que estaba roma, Lee se imaginó más tarde, por el tedio persistente de una escena que había transcurrido, con la excepción del viejo arando el lunes y otra vez el jueves, y el viento el miércoles, para su mente juvenil, por lo que parecía una eternidad). Dio un paso adelante hacia un momento único y feroz. Dio un paso adelante hacia una furia de disparos mientras su mente –joven y tonta pero a pesar de eso hermosa— permanecía en parte allá atrás en los árboles, absorbiendo la soledad, meditando sobre cómo se sentía el futuro cuando un hombre estaba enraizado en un solo lugar, esperando un desenlace improbable, un desenlace que, te lo aseguro, nunca, nunca iba a llegar.treeline2

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