Traducir es un sucedáneo de escribir lo propio, sobre todo cuando, por una u otra razón, la escritura de uno se atasca o fluye demasiado desbocada como para intentar encauzarla. Hace un tiempo escuché a un escritor norteamericano hablar de su aprendizaje, de cómo enfrentaba sus tiempos de sequía, de espera, o de desesperación o de perplejidad. Simplemente copiaba. Elegía un cuento que le gustaba y lo copiaba, a mano, palabra por palabra, oración por oración, párrafo a párrafo. Luego lo pasaba en limpio a máquina. Me imagino que eso le revelaba la operación fundamental de cada relato, o por lo menos le dejaba claro en qué moneda se transaba en esas líneas. Se trata, claro, de una forma relentada de leer.
Lo mismo puede decirse de la traducción: por estos días, es mi forma predilecta de lectura en cámara lenta, en cámara lenta extrema. El cuento de esta semana me ha resultado muy provechoso porque en la lectura lenta se pone de relieve la ejecución magistral de Alice Munro (se pronuncia /mʌnˈroʊ/: el acento cae en la última sílaba) de su diseño temporal, esa capacidad de dar saltos que asustan a otros escritores con menos manejo o experiencia. Traducir este cuento ha sido como tirarse al vacío, sabiendo que el momento justo se iba a abrir un paracaídas bien hecho. Es un cuento relativamente reciente, publicado el 2011 en The New Yorker. Aquí va.
Ah: última vez que pido disculpas por los chilenismos. Es mi desquite por décadas de hostias, guarradas y gilipolladas.
EJE
Alice Munro

HACE cincuenta años, Grace y Avie esperaban afuera de la universidad, en pleno frío. Estaba a punto de pasar un bus que las llevaría en dirección norte, a través de la campiña oscura y apenas poblada, a sus casas. Cuarenta millas de camino para Avie, tal vez el doble para Grace. Cargaban libracos de títulos solemnes: El mundo medieval, Montcalm & Wolfe, Las relaciones jesuitas.
Eso era para dárselas de estudiantes serias, lo que en efecto eran. Pero lo más probable es que no tuvieran tiempo para ese tipo de cosas cuando llegaran a su hogar. Las dos eran muchachas de campo que sabían lavar pisos y ordeñar vacas. Su mano de obra, apenas entraban en la casa –o el establo— pertenecía a sus familias.
No eran del tipo de chica común en esa universidad. Había una gran Escuela de Negocios, cuyos estudiantes eran casi todos hombres, y varias sororidades, cuyas integrantes estudiaban Ciencias de la Secretaría y Artes Generales y que estaban ahí para buscar novios. A Grace y Avie no les habían ofrecido membresía en esas sociedades femeninas —una mirada a su ropa de invierno bastaría para explicar por qué— pero ellas creían que los hombres que no andaban a la siga de chicas de sororidad tendrían más inclinaciones intelectuales y ellas, en todo caso, preferían a los intelectuales.
Las dos estudiaban historia, con sendas becas. ¿Qué iban a hacer cuando terminaran sus estudios? les preguntaban, y ellas se veían obligadas a contestar que probablemente hacer clases en una secundaria. No negaban que odiarían dedicarse a eso.
Entendían —todo el mundo lo entendía así— que trabajar después de graduarse sería una derrota. Igual que las chicas de las sororidades, ellas se habían matriculado en la facultad para encontrar con quien casarse. Primero un novio, luego un marido. No se hablaba en esos términos tan explícitos, pero así era. Nadie pensaba que una chica becada tenía muchas probabilidades de éxito en esta empresa, ya que se creía que el cerebro y la belleza nunca coincidían. Por suerte, Gracie y Avie eran atractivas. Grace era rubia e imponente, Avie colorina, menos voluptuosa, vivaz, desafiante. Los hombres de sus familias bromeaban con que no les iba a costar apañarse a alguien.
Cuando por fin llegó el autobús, las dos estaban casi congeladas. Se fueron hacia la parte de atrás para poder fumar sus últimos cigarrillos hasta la semana siguiente. Sus padres no iban a sospechar nada si olían a tabaco. En esa época todo olía a cigarro.
Avie esperó a que se acomodaran para contarle a Grace el sueño que había tenido.
–No se lo vayas a contar nunca a nadie– le dijo.
En el sueño Avie estaba casada con Hugo –que en la vida real se le pegaba como si tuviera la esperanza de casarse con ella– y tenían una guagua que lloraba día y noche. Aullaba, de hecho, al punto que Avie pensaba que se iba a volver loca. Al final tomaba en brazos a su guagua –la tomaba en brazos, nunca hubo duda de que se trataba de una niña— y se la llevaba a una pieza oscura en un sótano y la encerraba ahí, donde las el grosor de las murallas aseguraba que nadie la iba a oír. Luego se iba y se olvidaba de ella. Y después resulta que igual tenía otra guagua; esta resultó ser fácil de criar y deliciosa y creció sin problemas. Pero un día esta hija ya crecida le habló a su madre de su hermana escondida en el sótano. Resulta que siempre había sabido —la pobre retorcida y rechazada le había contado todo— y ya no había nada que hacer. “Nada que hacer”, había dicho esta niña preciosa y buena. Igual la hija abandonada no conocía otra vida que la que llevaba; ya no lloraba, estaba acostumbrada.
—Qué sueño tan espantoso— dijo Grace —¿Odias a los niños?
—No más de lo razonable— dijo Avie.
—¿Qué diría Freud? Eso no importa, ¿qué diría Hugo? ¿Le has contado a él?
—Dios santo, no.
—Probablemente no es tan terrible. Lo más probable es que solamente andas preocupada de no quedar embarazada.
La verdad es que había sido Avie la que convenció a Hugo de que deberían acostarse, o tener relaciones sexuales, como se iba a decir después. Ella creía que eso lo iba a hacer parecer más masculino, más seguro. Era un muchacho buenmozo, entusiasta, con su pelo oscuro que le caía sobre la frente, y tenía la tendencia a buscar gente a quien admirar. Un profesor, un alumno mayor brillante, una chica. Avie. Si se acostaban –pensaba ella– tal vez se iba a enamorar de él. Después de todo, ninguno de los dos había tenido experiencia con otra persona. Pero el sexo los llevó, más que nada, a temer ciertos accidentes, a preocuparse de reglas atrasadas y de la monstruosa posibilidad de que ella quedara embarazada.
La verdad es que Avie hubiera preferido al novio de Grace, Royce, veterano de la Segunda Guerra Mundial. Al contrario de Avie, Grace estaba enamorada. Pensaba que su virginidad y su negativa a dejar que Royce dispusiera de ella —a lo que él no estaba acostumbrado— era un modo de mantenerlo interesado. Pero a veces él parecía dispuesto a darse por vencido con Grace, y para sacarlo de esos malos humores Grace había aprendido a distraerlo con chismes o chistes sobre gente como Hugo, a quien Royce más bien despreciaba. De hecho, Grace había tomado la costumbre de inventar cuentos sobre Hugo. Que había metido las dos piernas en un mismo lado del pantalón después de una sesión apresurada de sexo, tonterías así. Tenía la esperanza de que Avie nunca se fuera a enterar.
A PRINCIPIOS de verano, Royce tomó un bus y partió a visitar a Grace en la granja de sus padres. El bus tenía que pasar por el pueblo donde vivía Avie y, por casualidad, la vio en la calle principal, conversando con alguien. Se la veía muy animada; sacudía el pelo hacia atrás cuando el viento se lo soplaba en la cara. Royce se acordó de que ella había dejado la universidad justo antes de sus exámenes. Hugo ya se había graduado y había encontrado trabajo de profesor en un pueblucho del norte, y el plan era que ella iba ir para allá y casarse.
Grace le había contado a Royce que Avie había pasado un gran susto, y que eso la había llevado a tomar la decisión. Luego resultó que todo estaba bien –no estaba embarazada—pero igual decidió que mejor sería casarse de una vez por todas.
Avie no se veía atrapada por un susto. Se veía despreocupada, inmensamente de buen ánimo, más linda, más vívida que nunca.
Sintió ganas de bajarse del bus y de no volver a subirse. Pero, por supuesto, eso le traería más problemas de los que podía considerar. En todo caso, Avie ahora cruzaba la calle caminando con estilo, y se perdió de vista al entrar a una tienda.
En la casa de Grace habían atrasado la cena media hora para esperarlo y aun así eran apenas las cinco y media de la tarde. “Por estos lados, me temo que las vacas son las que mandan”, dijo la madre de Grace. “Supongo que sabes poco de la vida del campo”.
La madre no se parecía en nada a Grace, o Grace no se parecía nada a ella, gracias a Dios. Flacuchenta, pelo corto y canoso. Andaba a las carreritas por aquí y por allá y por eso parecía que nunca podía enderezarse.
Había sido maestra de escuela, y tenía la pinta. Una maestra de esas que andan atentas a cualquier maldad tuya que todavía no hubiera detectado. El padre parecía ansioso por irse a atender a las vacas. El hijo mayor tenía puesta en la cara una mueca desdeñosa. Lo mismo la hermana menor, que se supone era un genio para el piano. Grace estaba callada y tímida, pero bonita, sonrojada por el calor de la cocina.
¿Cuáles eran sus planes –la madre quería saber— ahora que se había graduado? (Grace seguro les había mentido; les había ocultado que él se había negado a tomar su último examen porque las preguntas eran idiotas. ¿Habría pensado que era pura bravuconería?)
Por ahora, dijo él, se dedicaba a manejar un taxi. Un cartón en filosofía no servía para muchas cosas. “A menos que decida meterme a cura”.
–¿Eres católico?– dijo el padre, tan sobresaltado que casi se atoró con la comida.
–Ah. ¿Hay que serlo?
–Es broma– dijo Grace. Pero sonó como si no le quedara ni una pizca de humor.
–Filosofía– dijo la madre, –No sabía que se podía estudiar eso por cuatro años.
–Soy lento para aprender– dijo Royce.
–Ahora sí que estás bromeando.
Él y Grace lavaron los platos en silencio, luego salieron a dar un paseo. La cara de ella todavía estaba rosada por la vergüenza o por el calor de la cocina, y su temperamento bromista parecía haberse transformado en plomo.
–¿Hay un bus que salga tarde?–dijo él.
–Están nerviosos, es todo– dijo ella, –Mañana va a estar mejor la cosa.
Él levantó la vista hacia unos árboles de aspecto oriental, como de pluma, y le preguntó si sabía qué árboles eran.
–Acacias. Mis árboles preferidos.
Árboles preferidos. ¿Después qué? ¿Flor preferida? ¿Estrella preferida? ¿Molino de viento preferido? ¿Tenía un poste preferido? Iba a preguntar, pero se le ocurrió que podría herir sus sentimientos.
En vez de eso, le preguntó qué planes había para el día siguiente. Tal vez un picnic en el bosque, esperaba él. Algún lugar donde pudiera tenerla a solas.
Ella le dijo que iban a estar todo el día haciendo dulce de frutilla.
–Uno no elige aquí– dijo ella, –uno se las arregla no más con lo que hay a mano. Se hace lo que dicta la temporada.
Él se había hecho la idea de ayudar en alguna tarea de campo. Sabía trabajar bien con maquinaria, lo que causaba sorpresa a alguna gente, y tenía un interés genuino en saber cómo otros se ganaban la vida, a pesar de que él mismo rehuía comprometerse en ese tipo de cosas.
De hecho, se le había figurado –fuera de toda expectativa—que el padre se estaba empezando a conformar y que el hermano iba a resultar una especie de necio (Grace le había hablado de él con desdén) y que él, Royce, ahora sin nada que lo atara y al no ser ni estúpido ni flojo, podía pasar a hacer una vida bucólica entre animales pintorescos y huertos pletóricos, con tiempo libre todo el invierno para cultivar la mente. Granja Sabine.
Pero se daba cuenta de que ni al padre ni al hermano les iba a gustar que se fuera a trabajar con ellos. No tenían tiempo para dedicarle. Y no se les iba a pasar por la mente que el trabajo de campo, ni siquiera el trabajo eficiente, fuera algo restaurativo para el alma. Le iba a tocar quedarse pegado con las frutillas. A menos que la hermana menor, la genio del piano, lo reclutara para que le diera vuelta las páginas de la partitura.
–Todos mis hijos tienen su don– le dijo la madre al levantarse de la mesa y excusar a la pianista de lavar la loza. –Ruth tiene su música, Grace tiene su historia y a Kenny, por supuesto, le toca la agricultura.
En la caminata, trató de poner el brazo alrededor de Grace, pero el abrazo fue torpe, a tropezones en los estrechos surcos del sendero.
–¿Así va a ser la cosa?– dijo él.
–No te preocupes– dijo ella– Tengo un plan.
Roy no se imaginaba qué plan podía ser. El dormitorio que le dieron daba a la cocina. La ventana estaba atascada, no se abría lo suficiente como para que él pudiera escabullirse por ahí.
–Mañana hacemos dulce–, dijo Grace, –lo más probable es que estemos en eso todo el día. Ruth va a estar ensayando, te va a volver loco, pero eso no importa. Al día siguiente, mi mamá tiene que llevarla al pueblo para su examen de piano. Luego todos los niños que toman el examen tienen que esperar hasta que termine el último, y ahí recién les anuncian los resultados a todo el mundo. ¿Entiendes?
–No creo que tu mamá vaya a permitir que nos quedemos solos,– dijo Roy– o no es este el plan que creo que es?
–Sí es– dijo Grace, –yo tengo que ir a ver a mi amiga Robina. Robina Shoemaker. Tengo que ir en bicicleta, así que me voy a demorar. Ella vive al otro lado de la carretera. Hemos sido amigas desde niñas, y hace dos años quedó inválida. Un caballo le pisó el pie”.
–Cristo Dios–dijo él, – qué calamidades rurales.
–Lo sé,–dijo ella, al parecer sin importarle si hablaba en el mismo tono– se supone que voy a ir a verla, pero en realidad no voy a ir. Después de que mamá y Ruth se vayan a dar el examen, doy la vuelta en la bicicleta y me regreso y tendremos la casa para nosotros solos.
–¿Y este examen es largo?
–Te prometo que sí. Largo. Y después van a pasar a dejarle frutillas a mi abuela, y eso siempre les toma por lo menos una hora más. ¿Me entiendes?
–Espero que sí.
–¿Puedes portarte bien mañana? No te pongas sarcástico con mi mamá.
–Lo siento. Prometo que no.
Pero él se preguntaba: ¿Por qué ahora, y no el invierno pasado, todas esas veces que podría fácilmente habérsela llevado a su pieza y ponerse de acuerdo con su compañero para que no apareciera? ¿O en la primavera, cuando lo volvió loco en los rincones oscuros del parque? ¿Y qué pasaba con su famosa virginidad?
–Tengo toallitas–dijo ella– ¿Cuántas se necesitan por lo general?”
Para sorpresa de Roy, tuvo que confesar que no sabía.
–No soy tan experto en vírgenes.
Ella se abrazó a sí misma, riéndose de la manera que él acostumbraba verla.
–No lo dije por chiste.
Era cierto.
La madre estaba sentada en los escalones del costado, pero seguro que no podía haber escuchado la conversación. Les preguntó si habían tenido una buena caminata y les dijo que ella también siempre esperaba que llegara el frescor de la tarde.
–Tenemos suerte acá, no estamos enterrados en el calor como tú y la gente de la ciudad.
Cuando despertó a la mañana siguiente pensó que tenía por delante uno de los días más largos de su vida, pero de hecho pasó rápido. Los frascos se sumergían en sus javas en el agua que hervía a borbotones. A las frutillas se les sacaba el centro y se ponían al fuego hasta que hervían y soltaban una espuma rosada como algodón de dulce. El trabajo estaba organizado con amabilidad; los tres atentos para ver si alguien necesitaba ayuda para levantar una olla, o para auxiliar a alguien con un diestro movimiento del colador. Hacía un calor mortal en la cocina, y primero Royce y después Grace y luego la madre de Grace metieron la cabeza bajo la llave de agua fría y se enderezaron goteando.
–¿Por qué nunca antes en mi vida se me había ocurrido hacer eso?, –dijo la madre, ahí de pie con mechones de bruja pegados a la frente– Solamente a un hombre se le ocurren cosas así de inteligentes, ¿no, Grace?”
La niña que iba a dar el examen estuvo tocando el piano todo el día, recordándoles a cada uno de ellos, de diferentes maneras, las dificultades y esperanzas del día siguiente.
Al final de la tarde le pasaron las llaves del auto a Royce para que manejara cinco millas a la tienda más cercana, donde compró jamón en torrejas y helado y ensalada de papas preparada. Al parecer, la ensalada de papas no hecha en casa era algo desconocido en ese hogar.
Echaron dulce de frutilla todavía tibio encima del helado.
La madre, con su vestido con manchas de humedad, estaba bastante contenta con el trabajo y los logros del día.
–Este Royce es del tipo que malcría a las mujeres, –dijo – cualquiera que lo tenga cerca termina el trabajo pim-pam y luego disfruta su helado todos los días. Estaríamos mal acostumbradas.
El hermano dijo que Grace ya era una malcriada, que se creía inteligente porque jue a la universidá.
“Fue”, dijo la madre.
Grace lo amenazó con meterle una cucharada de papas por debajo de la camisa. Él se la arrebató y se la comió con los dedos.
Grace dijo: –Guácala.
La madre les llamó la atención.
–Modales.
Al día siguiente, el padre y el hermano tenían que engavillar avena tempranera en el terreno que tenían al otro lado de la carretera. Se llevaron el almuerzo y contaban con que la mujer que arrendaba el lugar les iba a dar agua. Todo esto lo había tomado en cuenta Grace.
Ruth se tuvo que quedar muy quieta mientras su madre le hacía una peinado de trenzas y cintas para disimular su expresión apocalíptica. Dijo que no podía comer nada. La madre dijo: “nervios”, y envolvió unas galletas de soda en papel de cera. Pocos minutos antes de que saliera el auto, Grace se subió a su bicicleta y se despidió. La madre dijo que le diera cariños de su parte a la niña inválida. Grace llevaba un frasco de dulce recién hecho envuelto en la canasta de la bicicleta como regalo de sorpresa.
Le habían dicho a Royce que merecía un día de descanso después del trabajo del día anterior. Pero la alta casa de ladrillos, tan imponente desde afuera, no tenía una pizca de gracia o de comodidad por dentro. Los muebles estaban puestos por aquí y por allá como si nadie hubiera tenido nunca tiempo para planificar nada. La puerta de entrada estaba prácticamente bloqueada por el piano de Ruth. Por lo menos en el living había libros. Sacó Don Quijote de un estante de clásicos en vitrina y le gritó “¡Dales duro!” a Ruth, quien no le contestó. Por el ruido siguió el transcurso del auto por el camino de tierra y luego lo sintió doblar hacia la carretera. Leyó unas pocas páginas, dejando que la casa se transformara y se pusiera de su lado. El diseño del mantel de la mesa de cocina parecía conspirar, los papeles matamoscas estaban tan frescos como los crespos de Ruth, la radio apagada, todo en espera. Sin prisa alguna, se encaminó al dormitorio cerca de la cocina, donde sintió que se vería bien estirar la cama y colgar su poca ropa. Bajó el visillo hasta abajo, se quitó todo lo que tenía puesto y se metió bajo el cobertor.
No había venido sin prepararse, aun sabiendo que las posibilidades eran pocas. No faltaba la preparación ahora. El silencio se sentía expectante. ¿Hasta dónde iría a llegar ella antes de creer que ya podía darse la vuelta y regresar a la casa?
El reloj dio la una, la hora en que Ruth tenía que estar en la casa de su profesor de música. Ahora sí, seguro que ahora.
Sintió el ruido de la bicicleta en el maicillo. Pero la puerta de la cocina no se abrió tan pronto como esperaba. Entonces entendió que ella fue a dejar la bicicleta detrás de la casa, para esconderla.
Buena chica.
Dio unos pasos, muy suavemente, como para no despertar a nadie. Luego, un movimiento tímido de la puerta, la que, como él ya lo había notado, no tenía cerradura de ningún tipo. Se quedó bastante inmóvil, con los ojos apenas abiertos. Le dio tiempo. Él pensaba que se iba a meter a la cama con ropa, pero no. Se estaba sacando cada prenda frente a él, con la cabeza gacha, los labios apretados que luego humedeció con la lengua. Muy seria.
Qué preciosura.
Estaban lo suficientemete avanzados para no haber oído el auto. Al principio, él hizo un gran esfuerzo para no hacer ruido, no porque creyera que estaban en peligro sino porque quería tomarlo con calma, ser muy suave con ella. Habían llegado al punto, sin embargo, de desechar esta cautela. Ella no parecía necesitar tantos cuidados. Estaban haciendo suficiente ruido los dos como para que ninguno oyera nada de afuera.
Igual no hubieran sentido el auto: lo habían estacionado lejos de la casa. Y seguramente los pasos habían sido deliberadamente muy suaves, la puerta de la cocina tiene que haber sido abierta con cuidado.
Si hubieran escuchado la puerta de la cocina habrían tenido un momento para precaverse. Pero lo que pasó es que se abrió la puerta de repente, antes de que pudieran comprender lo que había pasado. Y, de hecho, les tomó un minuto parar y percibir la cara de la madre boquiabierta, enorme de alguna manera, al mismo pie de la cama.
No fue capaz de hablar. Temblaba. Tartamudeaba. Se afirmó, sujetándose de la armazón de la cama.
–No lo puedo,– dijo, cuando pudo– no puedo. No puedo. Creer”.
–Ah, cállese– dijo Royce.
–¿Tú tienes, tienes, madre?”
–No es cosa suya–, dijo Royce. Empujó a Grace a un costado sin mirarla, alcanzó los pantalones que estaban por el suelo y se los puso debajo del cobertor antes de salir de la cama. Sus movimientos apartaron a Grace de él. No lo pudo evitar, apenas se dio cuenta. Ella tenía la cabeza enterrada en las sábanas, y sus nalgas de alguna manera habían quedado a la vista.
–¿Qué hiciste?– dijo la madre– Te acogemos en la familia, te hacemos sentir bienvenido en nuestro hogar. Nuestra hija…
–Su hija toma sus propias decisiones.
–¿Lo oyes?– le gritó la madre a la cabeza escondida de Grace, tomándose el vestido que se había puesto para el examen de piano. No tenía dónde sentarse, excepto la cama, y no se podía sentar ahí.
Royce respondió a todo esto juntando sus pertenencias, las que había ordenado para recibir a Grace. Una vez le tuvo que decir “disculpe” a la madre, pero su tono fue brutal.
Cuando Grace oyó que él cerraba su maleta, se volteó y puso los pies en el suelo. Estaba completamente desnuda.
Dijo: “Llévame. Llévame contigo”.
Pero él ya había salido del dormitorio, de la casa, como si ni siquiera la hubiera oído.
Se fue por el camino, tan enrabiado que no sabía dónde doblar hacia la carretera. Cuando la encontró, apenas se acordó de mantenerse a la vera, fuera del alcance de los autos que pudieran pasar por la vía pavimentada. Sabía que tenía que intentar que alguien lo llevara, pero por el momento no podía detener el paso para hacerlo. Se sentía incapaz de dirigirle la palabra a nadie. Recordó haber susurrado en el oído a Grace el día anterior, cuando estaban haciendo el dulce de frutilla, de haberla besado bajo el chorro de agua fría cuando la madre no estaba mirando. Su pelo claro oscureciéndose en la corriente de agua. Haciendo como que la adoraba. Cómo en ciertos momentos eso había sido cierto. La locura de eso, la locura de dejarse llevar. Esa familia. La madre loca elevando los ojos en blanco hacia el cielo.
Cuando se cansó y se calmó lo suficiente, aminoró el paso y levantó el pulgar para que lo llevara alguien. Había poca convicción en su gesto, pero un auto igual paró.
Siguió teniendo suerte ese día, aunque la mayoría de los trayectos eran bastante cortos. Granjeros con ganas de compañía, camino al pueblo o de vuelta a casa. Hubo conversación general. Un granjero le dijo al final del trayecto:
–Oye ¿no sabes manejar?
Royce dijo seguro que sí:
–Hasta hace poco manejaba taxis.
–Bueno, ¿no estás grandecito para andar por ahí haciendo dedo? Terminaste la universidad y todo , ¿no crees que deberías conseguirte un trabajo de verdad?”
Royce lo pensó, como si fuera de verdad una idea novedosa.
Dijo: –No.
Enseguida se bajó y vio al otro lado del camino, en el cruce de la carretera, una torre de piedra que se veía muy antigua y parecía fuera de lugar ahí, aunque estuviera cubierta de pasto y tuviera un arbolito creciendo en una grieta.
Estaba en la orilla de la Escarpa del Niágara, aunque él no conocía ese término ni nada sobre él. Pero estaba cautivado. ¿Por qué nadie le había hablado de esto? La sorpresa, el desafío como al descuido en un paisaje ordinario. Sintió una indignación algo cómica: ese monumento, como hecho para que él lo explorara, había estado ahí desde siempre, pero nadie le había dicho nada.
Sin embargo, lo sabía. Antes se subirse al próximo vehículo, sabía que lo iba a averiguar; no iba a soltar esto. Geología se llamaba. Y todo este tiempo había estado tonteando con argumentos, con filosofía y con ciencias políticas.
No iba a ser fácil. Quería decir que tendría que ahorrar, comenzar de cero, con pendejos espinillentos recién salidos de la secundaria como compañeros. Pero eso es lo que iba a hacer.
Más tarde, siempre contaba la historia de ese viaje, de esa visión de la escarpa que había transformado su vida. Si alguien le preguntaba qué andaba haciendo por ahí, se lo preguntaba a sí mismo y luego recordaba que había ido para visitar a una muchacha.
AVIE pasó por el campus un día en el otoño para recoger algunos libros que había dejado en su antigua pensión. Fue a la universidad para ver si podía ponerlos en consigna en la librería de viejo de ahí, pero descubrió que realmente no tenía ganas de hacerlo. Al principio, se sorprendió de no encontrarse con ningún conocido. Luego se encontró con una chica que se sentaba a su lado en el curso sobre “Batallas decisivas de Europa”. Marsha Kidd. Marsha le dijo que todas estaban muy sorprendidas de que hubiera dejado la universidad.
–Tú y Grace, qué pena más grande– dijo Marsha.
Avie le había escrito una carta a Grace en el verano. Luego se preocupó porque tal vez la carta era algo franca en el tema de sus dudas sobre el matrimonio, y le escribió una segunda carta, que era bastante ingeniosa, para negar las dudas que había expresado en la primera. No había tenido respuesta a ninguna de las dos.
–Le mandé una postal,– dijo Marsha –pensé que podíamos arrendar algo juntas. Cuando supe que tú no ibas a estar. Tampoco me contestó.
Avie recordó que ella y Grace se reían de Marsha, a quien consideraban del tipo de chica tonta y cansadora a la que no le importaba ser profesora de secundaria y que nunca iba a tener un hombre detrás de ella en su vida.
–Supe que le dio colitis, –dijo Marsha– eso es cuando una se hincha entera, ¿no? Eso sería lamentable.
Avie volvió a casa y escribió esquelas de agradecimiento, cosa que había dejado de lado. Puso en el correo los regalos que iban a Kenora. Hugo había encontrado su primer trabajo allí, en la escuela secundaria. Había arrendado un departamento para que se fueran a vivir ahí los dos. Tal vez en un año más podrían conseguir una casa.
En el verano, mientras él trabajaba en Labatt, habían pasado unos de esos sustos de embarazo, pero resultó que todo estaba bien. Así que habían ido a acampar para el fin de semana del Feriado Cívico, para celebrar y por primera vez parecía que estaban de verdad enamorados. También fue la primera vez que de verdad hubo un embarazo, y anunciaron que se iban a casar en Kenora muy pronto, antes de que a Avie se le comenzara a notar.
No estaban descontentos con lo que pasó.
EN lo que antes se llamaba el “coche salón”, en el tren de Toronto a Montreal, Avie va a visitar a una de sus hijas. Ella y Hugo tuvieron al final seis hijos, todos ya crecidos. Hugo murió hace un año y medio; con la excepción de ese par de años en Kenora, pasó toda su carrera docente en Thunder Bay. Avie nunca trabajó, y nadie esperaba que lo hiciera, con tantos hijos que criar. Pero tenía más tiempo libre de lo esperado, y se pasaba la mayor parte de ese tiempo leyendo. Cuando llegó el gran cambio en la vida de las mujeres, cuando esposas y madres que parecían contentas de repente anunciaron que no era así, cuando se empezaron a sentar en el suelo en lugar de los sofás, y tomaron clases en la universidad y escribieron poesía y se enamoraron de sus profesores o sus siquiatras o sus quiroprácticos, y empezaron a decir “mierda” y “culear” en vez de “miéchica” y “acostarse”— Avie nunca se tentó de participar. Tal vez era demasiado exigente, demasiado orgullosa. Tal vez Hugo era un blanco demasiado fácil. Tal vez lo amaba. De todos modos, ella era como era, y leer a Leonard Cohen no le iba a ayudar en nada.
Desde que enviudó, sin embargo, ha leído menos. Ha mirado más por la ventana. Sus hijos le dicen que se está ensimismando. En este viaje en tren no se ha molestado en mirar mucho su libro, aunque es bueno.
El hombre sentado al otro lado del coche la ha mirado de pasada un par de veces, y ahora la está observando bastante abiertamente. Le dice: “¿Avie?”
Es Royce. No se ve tan distinto, después de todo.
La conversación fluye con facilidad, cubriendo al comienzo el terreno de costumbre. Lo de seis hijos produce asombro. Él dice que nadie lo adivinaría al verla. No se acordaba del nombre de Hugo, pero siente mucho saber que ha muerto. Se sorprende con la idea que uno puede vivir la vida entera en Port Arthur. O Thunder Bay, como se llama ahora.
Toman gin & tonics. Ella le cuenta que Hugo no tenía preocupaciones. Se murió sentado, mirando las noticias.
Royce ha viajado. Ha vivido en varios sitios. Enseñó geología, aunque ahora está jubilado.
¿Se casó?
No. Oh, no. Y sin hijos, que él sepa.
Dice esto con ese leve guiño que acompaña esa declaración.
Ahora tiene un caramelo de trabajo, ya jubilado. El mejor trabajo, con la excepción de la geología. Resulta que queda al este de Ontario. Donde se dirige ahora. Gananoque.
Describe el antiguo fuerte ahí, el fuerte construído en la desembocadura del río Saint Lawrence para contener la invasión que nunca vino de Estados Unidos. El más importante de la cadena de fuertes a lo largo del Canal de Rideau. Está preservado intacto, no como réplica sino como la cosa misma. Él hace de guía, da una lección de historia. Es chocante lo poco que sabe la gente. No sólo los estadounidenses, como es de esperar. Los canadienses también.
Escribió un librito sobre el Rideau. Se vende en el fuerte Gananoque. Se las arregló para meter ahí un buen poco de geología junto con la historia. Se metió en su campo de investigación un poquito tarde como para dejar huella. ¿Pero por qué no intentar contarle a la gente de eso? Ahora va de vuelta a casa después de un viaje a Toronto, donde fue a ver si algún librero ahí se interesaba. Algunos dejaron varios ejemplares en consigna.
Avie dice que una de sus hijas trabaja en una editorial en Toronto.
Él suspira.
–Es cuesta arriba, la verdad, – dice él abruptamente– la gente no siempre ve lo que uno ve en esto. Pero tú estás bien, parece. Tienes a tus hijos.
–Bueno, hasta cierto punto; después, sabes, ya son personas nada más. Quiero decir, son tuyos, por supuesto. Pero son realmente, son simplemente gente que tú conoces”.
Mátame, Dios, piensa ella.
–Me acuerdo de algo,– dice él, mucho más animado –me acuerdo de que iba en bus y pasaba por tu pueblo. No me acuerdo si yo ya sabía que vivías ahí, pero te vi en la calle. Justo iba en el lado correcto del bus para verte. Yo iba más hacia el norte. Iba camino a ver a una chica que conocía en ese tiempo.
–Grace.
–Claro. Tú y ella eran amigas. La cosa es que te vi ahí en la vereda conversando con alguien y yo pensé que te veías irresistible. Te estabas riendo a boca llena. Tuve ganas de bajarme ahí mismo del bus y hablarte. Hacer una cita contigo, de hecho. No podía no aparecerme donde iba, pero podríamos habernos encontrado a mi regreso. Pensé: Eso es lo que tengo que hacer, quedar contigo para vernos a la vuelta. De hecho yo sabía algo de ti, ahora que lo pienso. Sabía que andabas con alguien, pero pensé: Bueno, inténtalo.
–Nunca supe. Nunca supe que pasaste por ahí.
–Y después, al final, no volví por el mismo camino, así que no habría llegado adonde quiera que me hubieras esperado, así que todo habría resultado mal igual.
–Nunca supe.
–Bueno, si hubieras sabido, ¿lo habrías hecho? Si yo hubiera dicho ‘Espérame en tal y tal lugar, a tal y tal hora’, habrías estado ahí?
Avie no dudó: –Oh, sí– dice.
–¿Con las complicaciones y todo lo demás?
–Sí.
–¿Así que fue una buena cosa? ¿Que no nos contactamos?
Ella ni siquiera intenta contestar.
Él dice: –Agua bajo el puente.
Luego se inclina hacia atrás en el asiento y cierra los ojos.
–Despiértame antes de que lleguemos a Kingston si es que me duermo,– dice él– hay algo que quiero asegurarme de mostrarte.
No muy lejos de dar órdenes automáticas, como un marido.
Él se despierta sin necesidad de que le avise, si es que en algún momento se durmió. Se quedan sentados en el coche cuando llegan a la estación de Kingston, mientras la gente sube y baja, y él le dice que falta todavía. Cuando el tren parte de nuevo, él le explica que están rodeados de grandes bloques de piedra caliza, empacados en orden, uno sobre otro, como una gran construcción. Pero en cierto lugar esto se rompe, dice, y uno puede ver otra cosa. Es lo que se conoce como el Eje Frontenac. Es nada menos que una erupción de la vasta y loca Planicie Laurentiana, con toda esa antigua combustión que corta la caliza, derramándose, desarmando esos escalones gigantes.
–¡Mira! ¿Ves, ves?– dice él. Y ella ve. Impresionante.
–Acuérdate de mirar si pasas por aquí otra vez,–dice él– no se puede ver desde la carretera, hay demasiado tráfico. Por eso tomo el tren.
–Gracias– dice ella.
Él no contesta pero desvía la mirada, asiente un poco con lo que parece un importante acuerdo.
–Gracias,– dice ella otra vez– Me voy a acordar.
Asiente otra vez, no la mira. Suficiente.
Cuando ese primer embarazo estaba bien avanzado, alrededor de Navidad, Avie recibió una breve carta de Grace.
He sabido que estás casada y esperando. Tal vez no te hayan contado que dejé la universidad, debido a unos problemas que tuve con mi salud y mis nervios. Siempre pienso en nuestras conversaciones y particularmente en ese sueño que me contaste. Todavía me asusta a morir. Cariños, Grace.
Avie recordó entonces la conversación con Marsha. La colitis. El tono de la carta de Grace le parecía descentrado, con una nota de súplica en ella que la hizo posponer la respuesta. Avie se sentía bastante contenta en esa época, llena de preocupaciones prácticas, a años luz de lo que sea que hablaban en la universidad. No sabía si alguna vez iba a poder encontrar el camino de vuelta a ese lugar o encontrar el modo de hablar con Grace en su presente estado. Y después, por supuesto, estuvo demasiado ocupada.
Le pregunta a Royce si alguna vez supo de Grace, alguna vez.
–No, ¿por qué iba a saber de ella?
–Se me ocurrió.
–No.
–Se me ocurrió que podrías haberla buscado después.
–No era buena idea.
Lo decepcionó. Fisgoneando. Tratando de encontrar un lugar de arrepentimiento vivo debajo de las costillas. Una mujer.