Oda al niño de la víbora

Para Hanan y Nour El-Youssef

Una vez, cuando era redactor itinerante de Let’s Go!, una guía turística para mochileros, fui a dar a una playa en el reino de Marruecos. Me sentía agotado después de semanas de viaje por montañas y desiertos marroquíes, en trenes sofocantes, en camiones cargados de naranjas de exportación y hasta en un camello que soltaba unos gases con olor a maní tostado cuando se veía afligido con la carga.

Corría el mes santo de Ramadán, cuando los musulmanes se abstienen de toda comida o bebida desde que sale el sol hasta que está tan oscuro –según la tradición– que el ojo no distingue un hilo blanco de un hilo negro. Me habían advertido que en zonas rurales, donde apenas se veían extranjeros, tomar agua o comer en público podía provocar reacciones violentas. En todas partes niño serpientelos fanáticos religiosos cuecen y obligan a comer de las mismas habas indigestas.Como premio por mis pellejerías, decidí despedirme del país de Hassan II alojándome en un hotel para turistas en el balneario de Agadir. Era un paraíso globalizado con vista al Atlántico; allí no se conocían las mochilas ni corría el Ramadán. Tenderse en la playa de arena blanca, gozando del mar, iba a ser el bálsamo perfecto para dejar atrás el tráfago, el regateo constante, la perpetua búsqueda de picadas donde comer o dormir, las fintas entre los vendedores de hashish en los laberintos de souks y medinas, el olor tercermundista de diésel y fritanga que me impregnaba. Con un sándwich y una lata de Fanta enrollada en mi toalla, me dispuse a desquitarme, en pleno día y recién duchado, de la sed y el hambre que había pasado por respeto a las supersticiones ajenas. Así que cerré los ojos, dejé que el sol me entibiara la piel, puse mis zapatillas como almohada, hice un hoyito en la arena para preservar la frialdad de mi bebida, y me dispuse a dormir. Ramada Inn –medité– era mucho mejor que Ramadán.

Estaba en ese estado transpuesto entre el sueño y la vigilia cuando oí una conmoción cercana, gritos en un idioma gutural. Un surfeador alemán y su polola le gritaban a un niño marroquí. El cabro tendría unos diez años y sostenía un balde de plástico rojo en una mano. Con la otra mano hacía gestos para tranquilizar a los dos turistas. “No problem. Kein Problem. Tranquillo, s’il vous plaît”, les decía, mientras ellos retrocedían, gritando.

Cuando me acerqué a copuchar, supe por qué los alemanes chillaban tanto. Enroscada en el fondo del balde, encima de unas hojas de diarios, moviendo sutilmente la cabeza de lado a lado y tanteando el aire con su lengua bífida, brillaba una víbora de color negro verdoso.

El cabro me confirmó, en una mezcla de francés, castellano e inglés, que era muy venenosa, pero que sólo mordía si uno la molestaba. Para demostrarlo, puso el balde encima de la toalla de los alemanes y pinchó a la serpiente con una rama seca. La culebra furiosa levantó su cabecita triangular y atacó la punta del palo con sus fauces abiertas. Con un movimiento igual de rápido, el niño agarró a la víbora por detrás de la cabeza, haciendo una pinza con el pulgar y el índice. Un líquido lechoso goteaba de los colmillos expuestos del bicho mientras el niño lo sostenía para que lo vieran los turistas. La serpiente se retorcía de rabia, coleteando. Los alemanes saltaron para atrás en la arena y subieron el tono de sus imprecaciones, como queriendo alertar a toda la playa.

El niño depositó el reptil de vuelta en el balde y me pidió que les explicara a los gringos que eso era una muestra de la naturaleza marroquí y que tenían que pagar por el privilegio de haberla visto en vivo y en directo. El alemán puso objeciones: ellos no habían pedido ver nada, no era justo. “Pero lo vieron igual”, dijo el niño y agarró otra vez la serpiente –agotada después de su feroz lucha contra el palo– para que se dieran cuenta de que gracias a su experto manejo nadie corría peligro. “Si quieren se la muestro de más cerca”. Los alemanes dieron un salto para atrás, recogieron sus cosas y arrancaron al hotel, lejos del microempresario del turismo ecológico. Lo único que soltaron fue una mirada rabiosa sobre el niño, que de refilón me tocó a mí por haber sido testigo o partícipe de su miedo, supongo, o por lo negro que me veía después de semanas bajo sol africano, vaya uno a saber.

La culebra cautiva, ya repuesta del trajín, se acomodó debajo del diario que estaba en el fondo del balde. El niño de la víbora se quedó mirándome, con ojos que eran dos cuchillitos negros, mientras yo volvía a tenderme a mi lugar. Me perdonó la vida, por el momento. En la playa quedaban grupos de nórdicos que se hacían los lesos ahora que el espectáculo había terminado. Creían que demostrar indiferencia los iba a salvar del niño de la víbora, pero se equivocaban.

Tendido de guata en la arena, vi cómo el chiquillo pasó ofreciendo su serpiente por todos los pequeños territorios que los turistas habían delimitado en la playa. En la resolana de la arena caliente, su silueta flacuchenta se recortaba nítida y temblorosa, como un espejismo. El show era siempre igual: preguntar la hora, mostrar la culebra, picanearla con el palo, extender el brazo para exhibir los colmillitos rezumando ponzoña. Todos se asustaban, pero nadie le daba un veinte, porque el niño conocía el arte de meter miedo, pero no sabía cobrar.

Cuando terminó su ronda, supe que me había llegado el turno a mí, que siento por las culebras una combinación visceral de odio y de terror. Cabrocu -pensé- no me jodai a mí, acuérdate que te defendí de los alemanes.

Me hizo el gesto universal de “dime la hora”, para saber en qué idioma hablarme. Me encogí de hombros, pero no hubo caso, porque hablando a lo Manu Chao igual me metió conversación. “España, l’Espagne, Spain”, dijo después de un rato de analizar mis pertenencias. Se puso en cuclillas en la arena y puso el balde con la culebra entre él y yo. Me senté despacito, en parte porque de puro miedo me dio una garrotera y en parte porque quería por lo menos presentar una actitud digna cuando me llegara la hora de caer mordido por un áspid en una playa africana. “No, España no”. La culebra sacaba y entraba la cabeza por debajo del diario, a centímetros de mis muslos, mientras el niño seguía nombrando países equivocados. Después de un rato se dio por vencido y me pidió que le dijera de dónde era. “Chile”, le dije, quizás en qué idioma.

Me acuerdo del olor que exhalaba cuando se me acercó, un aroma como el del pelaje del camellito peorro al que me había tenido que subir en el desierto de los beriberis. Era el olor acre y dulzón, universal, de un niño sudado. Sacó la culebra del balde (no es tan venenosa, me aclaró con un relámpago de sonrisa) y la liberó. La miramos alejarse unos metros haciendo eses sobre la arena, pero el pobre bicho no llegó lejos. Entonces el niño sacó el diario y me mostró una foto, diciendo “eh, eh, Chile”. Y en la foto estaba nada menos que Pablo Neruda, con su jockey y su poncho, en Isla Negra. El niño me preguntó si lo conocía, ya que era de mi país. En su mismo idioma Manu Chao, le dije que en persona no, pero que había estado en ese exacto roquerío frente al mar donde habían sacado la foto del poeta. Me dijo que en árabe poeta se decía sha’ir, y mientras escribía arabescos en la arena yo le conté que las rocas en Isla Negra tenían forma de animales.

El niño perdió interés, como hacen los niños cuando les cuentan como novedad algo que ellos ya sabían, o cuando les mienten sin gracia. “En Marruecos también las rocas tienen forma de animales”, dijo, como para cerrar el tema. Con sus deditos morenos recortó la foto del diario para dármela de recuerdo. Corrió luego con el balde a recuperar su serpiente, mimetizada entremedio de unos huiros. Recogió otro palito seco, se dio vuelta para despedirse y se fue caminando por la playa ese septiembre de Ramadán, aniversario de la muerte del poeta de la fotografía. Cuando lo vi por última vez, en el crepúsculo, el niño levantaba en sus manos no una flor, no una lámpara, sino una víbora.

(De Antípodas)

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