La ciudad donde se crió Michael Jackson, Gary, en el estado de Indiana, tiene algunos apodos innobles, como “el sobaco del Medio Oeste” y otros más ofensivos y odoríferos. Es una ciudad fea, es cierto, aunque hay que decir que la mayoría de las ciudades medianas de esa región norteamericana son igual de feas. Pienso en Akron, Dayton, Fort Wayne, y hay otras de cuyo nombre no quiero acordarme, ciertamente más hediondas y dilapidadas. Gary por lo menos tiene la gracia de estar cerca de Chicago y de haber hecho de su ruina una especie de fama. La ciudad fue un centro acerero que declinó mortalmente en los años 60, justo en la época en que se hacían famosos sus hijos más ilustres, Los Jackson 5. Cuando los norteamericanos hablan de la declinación de sus ciudades, se refieren en código a la huida en masa de los habitantes blancos hacia los suburbios y a la subsecuente transformación económica, social y cultural del entorno urbano. Gracias a la así llamada “huida blanca” (white flight), Gary se convirtió en la ciudad de su tamaño con mayor porcentaje de población negra en los EE.UU. , y en una de las más pobres, violentas y dominadas por las mafias de traficantes de droga.
Los Jackson 5 se escaparon de una Gary que se negrificaba, y ahí comienza la narrativa fascinante del blanqueamiento de Michael Jackson, con una primera etapa en el espacio liminal de Motown, esa especie de balneario musical lejos del apartheid de la vida real, configurada para que los blancos pudieran acceder, sin mayores conflictos de conciencia, por el precio de un vinilo de 45 rpm o de una velada con Ed Sullivan. El fenómeno de Michael Jackson nace en ese territorio extraño en el cual la cultura afroamericana puede ser apreciada por la etnia dominante como algo familiar o bien exótico, pero jamás como algo soberano, inapropiable, ajeno. Menciono esto porque no se puede hablar de Michael Jackson sin hablar de raza en los Estados Unidos. Me corrijo: Quiero decir que no se debería hablar de su importancia en la cultura popular sin hacer referencia extensiva y constante a la historia de las relaciones entre blancos y negros en es[t]e país. Lo que he visto hasta ahora en los obituarios y lo que he oído en conversaciones es que ése es el aspecto que queda fuera, a veces explícitamente.
Michael Jackson, según la mayoría de los comentaristas, era un uniter y no un divider en el tema de la raza. Pero ver al fenómeno Jackson bajo el prisma de las relaciones raciales inmediatamente revela lo superficial de esa visión integradora. En un obituario notable, Marisol García menciona con su perspicacia habitual a la primera esposa de Jacko, Lisa Marie Presley, el nexo entre el rey del pop y el rey del rock-and-roll. La figura de Presley, sin embargo, nos provee mucho más que la anecdótica similitud entre los apodos, el talento, el estilo de vida, y el estilo de muerte de estas dos mega-estrellas. El éxito de Elvis Presley, y esto se ha dicho tanto que ha llegado a ser lugar común, se explicó en parte por la extraordinaria cualidad de su voz, que la hacía indistinguible de la de un vocalista negro. En una de las primeras entrevistas radiales a Presley se le preguntó en qué escuela secundaria había estudiado. La pregunta estaba diseñada para aclararles a los oyentes que Presley era, de hecho, blanco, porque en tiempos de la segregación todo el mundo sabía quién podía ir dónde. Elvis, de alguna manera, es un impersonator, un transformista vocal que podía «hacer» gospel y boogie-woogie sin remecer el orden y las jerarquías raciales amenazadas por el movimiento pro-derechos civiles. La Memphis de Elvis, no nos olvidemos nunca, es la Memphis de Martin Luther King. En cierto modo, la cara de Elvis es la cara del minstrel show, el hombre cantando en black-face. La figura de Michael Jackson responde a todo eso, y por eso hay que tomar en cuenta la performance interminable (insoportable) de su transformación en blanco como un elemento integral de su trayectoria, no como el elemento freak que se extirpa como un elemento extráneo al momento de la autopsia. El desmentido a su neutralidad racial o a su capacidad de evocar lo que los gringos llaman «ceguera de color» (color blindness) está tallado en su propia cara, en la estructura ósea de su rostro deshecho a cincelazos, en la manera en que en su música se disponían con tal cuidado los acentos de la tradición musical afroamericana, y en ese pinchazo final que se hizo en su piel desteñida, para aplacar quizás qué dolores.
El hijo predilecto de Gary nunca más volvió a las ruinas oxidadas de su ciudad natal, a pesar de que lo prometía en una canción: I’m going back to Indiana, Indiana here I come, desilusionado de Hollywood y de su gente linda con anillos de diamante. Pero murió en Sunset Boulevard, que es el lugar más lejano que existe a Gary, Indiana.
Muy buena columna. Genial el «es[t]e país».