Todo el mundo ha celebrado la hazaña de los zapatos voladores. Yo mismo miré demasiadas veces la imagen, cuadro por cuadro, con el placer idiota de ver cómo se le desfiguraba la cara de miedo a un tipo que tanto sufrimiento ha causado en esa guerra inútil. Pero como a la quinta vez, y después de haber pedido una colecta para comprarle zapatos nuevos a Al-Zaidi, se me cruzó por la conciencia un sentimiento raro, indefinible, que a veces tomaba la forma de la lástima por Bush, pero que también se volvía lástima por el nuevo héroe del mundo árabe. Entonces leí que Al-Zaidi había gritado: «Un beso de despedida, so perro» y se me aclaró lo que sentía. Era la sensación del absurdo, cuando el significado de lo que uno tiene frente a sí se desvanece sin explicaciones y sin vuelta atrás. El periodista iraquí, con ese grito, tiraba una bomba de racimo de metáforas mezcladas: los zapatazos eran besos para un perro. El perro –en rigor un pato cojo—a su vez puso cara de ciervo encandilado por las luces de un auto que se le viene encima y dijo algo que también puede contener un tipo de metáfora: «¿Y qué si un tipo me tiró un zapato?».
Abundan las explicaciones para interpretar el zapatazo. Es un insulto muy grave en el mundo árabe, dicen los sesudos analistas. Deduzco, por la seriedad con que lo dicen, que en otras partes un chancletazo en l’hocico equivale a una invitación a tomarse un trago. Lo cierto es que en el Medio Oriente los pobres zapatos son mal mirados porque están en contacto con el pie, la parte del cuerpo más susceptible al contacto con la suciedad del suelo. El zapato es una cochinada por partida doble: por dentro contiene a la sudorosa gamba y por fuera anda quedando con mugres pegoteadas en la suela, sobre todo cacas de perro (incluyendo las de los perros metafóricos que andan dejando su hito maloliente en las medinas). La suela del tamango es el non-plus-ultra de lo poluto, como lo sabe cualquiera que camine por las calles de Valparaíso, por decir un lugar cualquiera. Por eso el Corán especifica que a la mezquita se debe entrar descalzo y que se debe orar con los pies lavados hasta la rodilla poco menos. A pesar de que prefiero la devoción islámica por el agua a la bien documentada aversión europea por lavarse demasiado, me causa sospecha tanta preocupación por lo poluto y tanta estipulación jerárquica acerca de qué partes del cuerpo son más sucias que otras.
La idea de vilipendiar por medio de un zapato me sigue pareciendo absurda, casi tan patética e infantil como las antiguas imágenes de iraquíes azotando con sus chalas polvorientas los retratos de Saddam. Ahora se sabe que muchas de estas escenas fueron planeadas por la agit-prop norteamericana para autoconvencerse de que se habían ganado el corazón del país que acababan de invadir. Esas turbas son bastante parecidas a las que hoy celebran a Al-Zaidi para autoconvencerse de que con esa gracia se ganó la guerra. Que Bush proclame una victoria falsa no significa que el mundo árabe haya salido bien parado de este desastre. No hay mucho que celebrar si es que se celebra tanto este par de mocasines que, más encima, se fueron por encima del travesaño. Si Marx viviera hoy, se daría cuenta de que primero es tragedia, luego comedia, y después la historia se vacía en un clip escrito y dirigido por Ionesco.
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