Operaciones sicológicas: ficción y realidad

Contradiciendo las versiones de la prensa norteamericana y del gobierno de Bush, Jean Bertrand Aristide afirma que no renunció a la presidencia de Haití sino que fue obligado a dejar el poder en un golpe de estado al estilo «moderno». Un destacamento de marines norteamericanos lo llevó secuestrado a un avión sin marcas que, tras una escala de dos horas en la isla caribeña de Antigua, siguió rumbo a la República Centro Africana, ex colonia francesa. Allí, en la tierra del antiguo emperador Bokassa, se encuentra el presidente constitucional de Haití, alojado en un lugar llamado «Palacio del Renacimiento», rodeado de soldados que según los franceses, están para «darle protección».

¿Le creemos a Aristide o al Colin Powell que agitaba un salerito en las Naciones Unidas diciendo que era anthrax? Corroboran lo dicho por Aristide figuras de la talla de Randall Robinson y Danny Glover, director y vocero, respectivamente, de TransAfrica, y Maxine Waters y Barbara Lee, congresistas demócratas por California, quienes han dicho que Aristide les declaró fehacientemente que no había renunciado. La radio independiente Democracy Now agrega datos que corroboran la versión de Aristide: testigos presenciales dijeron que la actitud del presidente hacia los diplomáticos y militares norteamericanos que lo instaban a renunciar había sido desafiante, y que cuando se lo llevaban del palacio la madrugada del lunes, se veía muy agitado. Por otra parte, el embajador sudafricano en las Naciones Unidas contradijo otro aspecto de la versión norteamericana, negando que Sudáfrica le haya rehusado asilo político a Aristide.

Seguramente tomará mucho tiempo establecer con claridad lo que pasó en el palacio presidencial de Port-au-Prince, pero por lo menos se puede decir ahora, a un par de días de distancia, que la situación, lejos de aclararse con el exilio de Aristide, se ha hecho más nebulosa. En esta bruma, y en el humo de los incendios haitianos, aparece la silueta siniestra del líder rebelde Guy Phillipe, quien no oculta su deseo de reestablecer orden con mano dura y venganza, emulando a un golpista a quien admira públicamente: nuestro propio Pinochet. Ya empezaron a aparecer por Port-au-Prince los primeros cadáveres maniatados de partidiarios del gobierno constitucional, mientras Phillipe declara que él es «el jefe».

El modus operandi de la toma de poder por parte de los «rebeldes» tiene similitudes con el fallido golpe de estado en Venezuela, cosa que no sorprende cuando vemos que los mismos cuadros del gobierno norteamericano, vinculados a la extrema derecha, se han visto involucrados en acciones de boicoteo a Aristide, llegando incluso a obstaculizar el refuerzo de la guardia privada del presidente en momentos claves durante el fin de semana.

Teniendo en cuenta todo esto, es difícil entender la premura con que Chile se ha mostrado dispuesto a enviar soldados a Haití. A los militares les ha parecido bien la idea. Cheyre ha aprovechado la ocasión una vez más para deslizar sus opiniones sobre política de estado, hablando de una supuesta «vocación de paz» del ejército chileno. Esto no es nada nuevo dentro del marco de tolerancia de parte de las autoridades civiles chilenos hacia la deliberación entre los uniformados, y en vista de eso mejor sería tomar las declaraciones del general como una especie de chiste de mal gusto. Humorismo militar, por así decirlo. Lo que sí es alarmante y serio es la imprudencia que está cometiendo el gobierno de Lagos al avalar una situación de facto que se asemeja mucho a un golpe de estado y que tiene las marcas distintivas de una operación digitada desde Washington: un vasto operativo mediático para legitimar la versión de la Casa Blanca y una ofensiva diplomática paralela en busca de apoyos internacionales. Chile ya pisó el palito en Venezuela, de manera vergonzosa, y esta vez el error podría ser peor e irreversible.

Le guste o no le guste a Washington, y aparte de los juicios que se pueda tener acerca de la calidad de su liderazgo, lo innegable es que Jean Bertrand Aristide era el presidente democráticamente electo de la república soberana de Haití. Enviar soldados chilenos a la isla caribeña para legitimar este golpe solapado sería una falta de consecuencia con la misma memoria histórica que remecimos con tanto aspaviento el pasado septiembre. Sería un acto irresponsable, ilegítimo y además oportunista. Encarna, más aún, la incapacidad de distinguir entre ficción y realidad, cualidad esencial de todo liderazgo, sobre todo ante la presión de un régimen extremista como el de George W. Bush, que se come a los crédulos con ketchup y papitas fritas espolvoreadas con el salerito de Colin Powell.

Si nos prestamos para esto, la imagen internacional de Chile se verá deteriorada, al contrario de lo que aduce la cancillería. Y el ejército chileno, en lugar de practicar su putativa vocación de paz, tendrá cuadros con experiencia real en el ya casi olvidado arte de reprimir a la población civil.

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