El largo culebrón que es Chile está convulsionado porque cambió de piel y porque no puede liberarse de su cascarón antiguo. Lo novedoso de esta convulsión, para un reptil acostumbrado a lavar sus traumas en el pozo de la política, es que el cambio de piel se manifiesta en un novelón que borronea con cada entrega los linderos de la sexualidad tradicional. Chile quiere desechar su cáscara añeja porque la tradición, su refugio y escondite de siempre, ya no le garantiza sosiego. Al mismo tiempo, la piel nueva es vulnerable a la luz, y la culebra entonces opta por enrollarse con su antiguo ropaje protector, o arrastrarlo a cuestas. El resultado es una culebra que se enfrenta con una crisis febril de identidad y -en la metáfora tan fina del senador Ávila- con un festín de mierda.
Tal vez la señal más clara de que la piel antigua estaba quedando estrecha fue ese invierno en que miles de ciudadanos recorrieron las calles en pelotas, gritando ceacheí y tiritando de nervios. Comenté en una columna de ese tiempo lo singular que me parecía el gesto de desnudarse en masa y de enarbolar como vestimenta el trapo de la bandera. Rebelión nerviosa, arte colectivo y nación, todo enredado, conmovedor y cómico a la vez, pleno de simbolismo, ese momento de los cuerpos desnudos en el asfalto quedó registrado en el lente de un fotógrafo norteamericano. El ojo gran-angular de Tunick suplantó, aunque fuera por un rato, el panoptikon de las cámaras policiales que vigilan las calles de Santiago. Pero cuando se acabó el efímero carnaval, los audaces se pusieron de nuevo su ropa de sobrios colores y volvieron a sus casas a reponer el sueño perdido. Alguien que participó me dijo que había despertado ese domingo creyendo que todo había sido un sueño raro. Claro, quién no ha soñado alguna vez que está en la calle en pelotas, y que le sacan fotos.
Esa madrugada de julio en el Parque Forestal la modernidad encogida de los piluchos se enfrentó con la seudo-modernidad sombría del Chile fáctico. Fue una victoria dudosa para los piluchos, porque la insistencia en los ceacheís y en la negación de la sexualidad frente a la tibieza pulsante de los cuerpos desnudos dejó en evidencia que la liberación no era tal, sino que era como el ensayo de una obra que todavía estaba por escribirse.
La cámara de Tunick, paradójicamente, le impuso límites a la relación entre desnudez y sexo. Algunos estuvieron dispuestos a empilucharse y otros -muchísimos más-los aplaudieron, pero los unos y los otros insistieron en soslayar o escamotear la eroticidad del momento, de contenerla dentro de la experiencia individual, sin reconocerla ni dejarla expandirse peligrosamente hacia el territorio de las cámaras de vigilancia. Ni a los perros que participaron en el evento se les permitió mear, ni menos aparearse, dentro del territorio liberado.
Una vez que se acabó el efímero carnaval, las patrullas policiales siguieron imponiendo la antigua disciplina patriarcal en los cuerpos de la plebe. El Parque Forestal fue reapropiado por los cazadores furtivos de siempre, por los buscadores y compradores de sexo clandestino, por el pulular acezante de los cuerpos arropados a candado. Mientras tanto, lejos de Ciudad Gótica, en las alturas de El Arrayán, Spiniak enfocaba su lente frente a otros cuerpos desnudos, creando su siniestro reality-show. Se sabía protegido por sus propias barreras de protección.
Entre el tiempo de la cámara de Tunick y las cámaras de todo tipo que se han echado a andar en el caso Spiniak, se libraron otras batallas relacionadas con la sexualidad y la libertad personal: los escándalos de la iglesia, el debate sobre el divorcio, la entrada en la cultura popular de otros modelos de sexualidad, la irrupción en el mainstream de temas antes escondidos, como la violencia intrafamiliar o la misma homosexualidad, enmarcados en paradigmas novedosos y potentes como el feminismo y los estudios de género.
La escaramuza más reciente, que culminó con la remoción del juez Calvo, marcó un triunfo de la matriz retrógrada, una regresión a la piel vetusta. La decisión de la Corte Suprema se apuntaló, como es tradicional, en el prejuicio disfrazado de sentido común y vestido con oscuras razones institucionales. Por un momento, después de que el juez Calvo expusiera su verdad frente a las cámaras, había fulgurado la posibilidad de dejar establecido algo que es evidente en la experiencia cotidiana del siglo XXI: que la preferencia sexual no tiene relación con la capacidad de ejercer ningún trabajo, incluyendo el de juez. Pero a pesar de que un espectro mayoritario de opinión se manifestó a favor de mantener a Calvo en la investigación, los ministros de la Corte Suprema decidieron lo contrario. Dejaron a uno de sus pares solo, desnudo y derrotado por una cámara furtiva que fue manejada a control remoto quizás por quién. Ahora todos confunden el resultado del supremazo con su causa: es cierto que Calvo quedó vulnerable y solo, pero podría haber sido muy diferente si sus superiores lo hubieran respaldado.
El precedente es dañino, no sólo porque legitimiza las presiones sobre el poder judicial, sino porque subraya que la transparencia (así como la desnudez) en Chile tiene sus límites bien acotados, sobre todo cuando amenaza el anquilosado orden tradicional y los linderos resguardados por la hipocresía institucionalizada.
Entonces, el largo culebrón chileno se mira a sí mismo y palpa con la lengua bífida su antigua piel vacía. No sabe dónde meterse; sólo sabe que tiene que comer un poco más de mierda para que el ropaje antiguo le quede definitivamente demasiado estrecho. Después del banquete, dormita y sueña con que está desnudo frente a una cámara.