Cuando mediaba el siglo XVIII, intuyendo que a todo imperio se le acaban los días de esplendor, España mandó una expedición científica a recorrer el Nuevo Mundo. Don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa cumplieron el encargo de la corona y escribieron sus impresiones acerca del estado del imperio en un informe privado que, por mala pata, cayó en manos de los ingleses. Éstos lo leyeron con sumo cuidado y luego lo publicaron con el precioso nombre de «Noticias secretas de América». El secreto revelado era que el estado de las colonias españolas auguraba desastres de todo tipo. El edificio imperial estaba a punto de derrumbarse –no es pura metáfora, la infraestructura de puertos, fortalezas y caminos se estaba desmoronando—debido a la «cruel opresión y extorsiones de sus corregidores y curas».
Juan y Ulloa eran científicos, una nueva estirpe de individuos, hijos de la Ilustración y adoradores de la exactitud con que los nuevos instrumentos de la época (el teodolito, el cronómetro marino, el barómetro) podían dar cuenta de la realidad. Hacían falta nuevos mapas y nuevas formas de ver el Nuevo Mundo: había que redescubrir América para mantenerla dominada, pero había que hacerlo con rigor, midiéndolo todo sin las anteojeras y las supercherías de los primeros descubrimientos.
«El sueño de la razón produce monstruos», advertía Goya, pero ya era demasiado tarde para el trono español, atontado por sus antiguas alucinaciones de grandeza. Los ingleses publicaron el informe secreto de Juan y Ulloa como una especie de burla a sus eternos rivales, pero también como advertencia de que a ellos no les pasaría lo mismo: ellos iban a civilizar con la ciencia y la razón, bloody right.
Después de la reciente ocupación de Bagdad, el mundo se ha hecho la idea de que estamos viviendo una nueva era imperial. Francia y Alemania no son contrapeso para la nueva Roma, ni siquiera si cuentan a la veleidosa Rusia como refuerzo. Inglaterra y España son como un poodle y un lebrel, nostálgicos de su antiguo poder, y se han convertido en atentos recaderos de la Voz del Amo. Las órdenes ya no llegan por la victrola RCA, sino que se descifran en la pantalla ancha digital donde el Hermano Mayor proyecta el reality show de sus fantasías.
Más que un reality, se trata de un surreality show. Es casi onírico que Bush II, que pasó la guerra de Vietnam fondeado en Texas, se disfrace de piloto de combate y se pasee por la cubierta de un portaaviones revistando tropas. Un amigo que tiene buen ojo para estas cosas comentaba el paralelo entre esta imagen y la del paseo de Hitler en Nuremberg filmado por Leni Riefenstahl en «El triunfo de la Voluntad». El nuevo Reich depende de la producción de imágenes, de la exaltación de un líder mediocre y de un sentimiento de superioridad sobre otros pueblos. El de Bush es también un ensueño tinto de resentimiento con el mundo: «un pueblo, un líder», y al que no le guste que se joda, malagradecidos.
¿Qué hacer? Propongo una expedición como la de Juan y Ulloa, pero al revés, que revele la gran noticia secreta que se oculta en el centro de todo imperio: que bajo los oropeles civilizadores hay una raíz viva de barbarie. Los expedicionarios verían las escuelas públicas que se caen a pedazos, las cárceles atestadas, el medio ambiente en deterioro, los derechos civiles bajo amenaza, la desigualdad creciente, la corrupción de la política por el dinero, la cultura acorralada y bajo el control inquisidor de la plutocracia fundamentalista cívico-militar dueña de los medios.
Sin las anteojeras o supercherías ideológicas del pasado, hay que atreverse a inspeccionar los palacios, los jardines, los laboratorios y las bibliotecas de la Nueva Babilonia, para ver si hay un modo de civilizar a los bárbaros con quienes, para evitar mayores saqueos, nos vemos condenados a sellar hermosos tratados de comercio.