Los domingos en la mañana un tumulto se toma la Plaza Vieja de La Habana. Entre tanta senectud de nombres, es la juventud la que domina. Los jóvenes gesticulan enracimados, discutiendo precios y méritos de su mercadería. La mercadería, por su parte, cautiva y acalorada, apenas aletea dentro de las jaulas depositadas en el suelo. Los que no tienen jaulas llevan la mercancía entre las manos, y no se sabe si la aprisionan o la acarician mientras la ofrecen. Así me entero de que en la Plaza Vieja los domingos en la mañana se venden pájaros de todo tipo. Los que predominan son los vendedores de palomas.

El que pregunte cualquier cosa en Cuba tendrá respuesta. Lo que nunca se sabe es si esa respuesta pertenece a otra pregunta.
-¿A cuánto vendes las palomas?
-Ésa está a 50 pesos, pero esta otra a 10 dólares.
-Yo las veo iguales.
-No, chico, la que se vende en dólares es de raza, no puede volar.
Consciente de la escasez en la isla, uno mira los pechos redondeados de los pichones y se los imagina como en los monos animados, con los trutros p’arriba y doraditos a las brasas.
-¿Y para qué las compran?
-Ah, chico, eso no lo sé.
-¿Pero se comen?
-La gente come cualquier cosa, tú sabes.
-Pero tú no te las comes.
-No, yo no. A mí me gusta criarlas.
-Pero para qué, cuál es la gracia.
-Óyeme. Es que tú las echas a volar y si son buenas, entonces atraen más palomas al palomar de uno. La cosa es atraer más palomas que se embullan ahí y uno las coge.
Habrá unas quinientas personas ofreciendo sus palomas en la plaza, y mil que revolotean a ras de pavimento, sopesando, negociando. Un olor a muchedumbre juvenil, almizcle tropical, se funde con el aire de alquitrán del puerto. No se ven turistas en los densos corrillos donde se transan pájaros variopintos.
Mirando un arco de la plaza, me acuerdo de la imagen de Fidel en un noticiero antiguo. Se queda afónico delante de la multitud expectante y tiene que desistir, pero en eso aparece quizás de dónde una paloma blanca que lo confunde con una estatua y se le posa en el hombro. Y entonces Fidel recupera el habla. Muchos cubanos en ese momento vieron al Espíritu Santo ungiendo al líder, pero otros vieron la caricia alada de Obatalá, el orisha que rige el conocimiento. Y me cae la teja: la paloma es esencial para los ritos de sacrificio de la santería.
-¿Hay gente que las compra para los santos?
-Mira, qué pasa. Lo que a mí me gusta hacer es cogerlas y volarlas.
-¿Pero se las vendes a los santeros?
-¿Por qué tú preguntas tanto?
-Porque no sé.
-Ah, bueno, óyeme, yo tampoco sé. Yo las vendo y el que compra tiene libertad, ¿tú me entiendes?
Los habaneros pronuncian raro la palabra libertad, pero se entiende clarito. De vuelta en el hotel, me tomo una Cuba libre mientras en la mesa del lado unos empresarios chilenos discuten. El tema es si en Cuba mean o no mean las gallinas. Me dan ganas de decirles que me consta que sí. Doy fe de ello. Mean igual que como ponen huevos clandestinos, o sea calladitas, palpitando en su escondite como entre las palmas sudorosas de un adolescente. He visto pasar más de una gallina muda como paloma dentro de los conventillos de Centro Habana, picoteando donde no llegan las farolas de la remodelación, ni los dólares de UNESCO, en los patios donde huele a orines cuando llueve y donde las alcantarillas se dieron por vencidas en tiempos del infante difunto.
Las palomas de La Habana les han enseñado su silencio también a los chanchos que la gente cría amarrados a una que otra antigua escalerona señorial. Vi uno que estaba muy piolita, admirando un vitral de medio punto, eterno sol de su pequeña cité desmoronada. Tal vez el chancho descubría el misterio de las letras debajo del ventanal azul, naranja y amarillo, una cita multi-uso de Martí:
«La patria es cielo de todos»
El chancho leía con atención. Y callaba como buen chancho, disimulando el gruñir.
Doy fe también de que si las aves mean y los chanchos callan en Cuba, las verduras hablan. Una guayaba en un mercado agrícola me guiñó el ojo y me explicó el sistema cubano de propiedad de la tierra. Y una fruta-bomba me explicó que ella y las piñas y lechugas que la rodeaban provenían de unos huertos urbanos cuya producción se dedicaba a las necesidades locales: vecindarios, círculos infantiles, escuelas, policlínicos, círculos de ancianos, lugares de trabajo.
Hablando a coro, y citando a Martí («Por el aire dormidos, engulléndose mundos»), las frutas tropicales me advirtieron que no creyera en cuentos de plumíferos. En ese momento se sintieron unos estampidos que silenciaron el mercado y se me posó en el hombro la pesada mano de un experto avícola que me confirmó con una fehaciencia muy habanera que las gallinas cubanas nunca mean.
Me encargo simplemente de informar de lo visto y lo vivido en esa extraña isla. Porque, como decía el cronista Bernal Díaz del Castillo, ¿quién lo va a contar? ¿Acaso los pájaros que pasaban por los cielos de La Habana?