Siempre escucho con envidia las conversaciones de mis amigos de provincia, particularmente entre chilotes. Se les nota que comparten un vínculo del que me siento excluído. Será que no tengo la retina marcada por el agua y el verdor de sus paisajes isleños, tan incomprensibles para los capitalinos como las lluvias apocalípticas con que nos meten miedo: «Llueve de abajo para arriba, mi chiquito, la gente tiene que salir con escafandra o dos paraguas, uno para arriba y otro para abajo». En el habla de los chilotes aparecen de repente joyas que podrían ser arcaicas, o bien anuncios del castellano que deberíamos hablar en el futuro. Si uno no tiene idea de lo que es un «planto» o un «flojero», lo explican con amabilidad y siguen en sus conversas pluviales. Su trato está bordado de filigranas que los bruscos santiaguinos nunca somos capaces de imitar con gracia. Es que los chilotes –y los provincianos en general- saben ser sutiles y hasta elegantes para marcar diferencias. Practican la exclusión sólo por necesidad y lo hacen con la delicadeza de un arte, mientras que los capitalinos excluímos por vicio reflejo y muchas veces con una arrogancia brutal.
Lo que pasa es que santiaguinos y chilotes no sólo estamos separados por la geografía, sino que habitamos en distintas regiones de la imaginación, plagiando el término que Félix Martínez Bonati acuñó para leer el Quijote. Por más que busquemos acomodarnos mutuamente, algo nos dice que la zona de contacto entre esas regiones de lo imaginario, allí donde compartimos la risa y el curanto, está lejos del corazón profundo de nuestras respectivas patrias.
A los capitalinos se nos escapan fácilmente las diferencias entre las regiones de la imaginación que coexisten dentro del mapa borroneado que llamamos Chile. No deja de sorprendernos que haya disparidades profundas y hasta insalvables entre los que nos llamamos (a falta de otro apelativo menos siglo-pasado) compatriotas. Mientras más nos conocemos, paradójicamente, más se revela que la nación no es esa antiséptica «comunidad imaginada» de que hablan los teóricos. Pertenecer a una nación es algo mucho más equívoco e inasible. Es como soñar que compartimos un inmenso corazón transplantado, lleno de recovecos, suturas y parches. Un corazón ajeno que pulsa en pecho propio, fantasmagórico y temeroso del rechazo.
Los capitalinos somos dados a apropiarnos de todo, ésa es otra diferencia. Hablamos como si todos los chilenos supieran de nuestros imbunches de mercado persa, de nuestros traucos de micro llena, de las pincoyas de zanjón que varan por la noche en playas de tramoya, o de las fiuras teñidas de rubio que se drogan de humo tóxico y hacen dedo en las circunvalaciones, al acecho de automovilistas incautos. Hablamos como si fuera obvio que cuando decimos caleuche nos referimos al carro del metro que navega de noche por la línea 2, tripulado por suicidas y desaparecidos. Los santiaguinos damos por hecho que los chilotes entienden lo que significa la palabra multitud, y nos hacemos la ilusión de comprender lo que ellos imaginan cuando dicen soledad, o sur, o lejanía.
Mencionaba a Félix Martínez Bonati porque su concepto de «regiones de la imaginación» sugiere que Cervantes entrelaza en el Quijote lenguajes y estilos que vienen de universos expresivos incompatibles. Frente a la variedad de aventuras en caminos, ciudades, islas, o a campo abierto, no sirve la locura asimiladora de don Quijote, quien lo ve todo según los patrones tarzanescos (yo Quijote, tú Dulcinea) de las novelas de caballería.
Es cierto que necesitamos tener una visión unificadora y hasta un poco febril para sostener la quijotada flacuchenta de nuestra nación. Pero también necesitamos –sobre todo cuando las lecturas únicas de la realidad imponen su tiranía—saber reconocer las diferencias entre territorios, para que la aventura se convierta en verdadero aprendizaje.
Don Quijote era incapaz de discernir entre títeres, cuidadoras de chanchos, princesas, pastores, bandidos o peregrinos, bacinicas o yelmos, o entre el ser y el parecer de las cosas del mundo. Para explorar las regiones del imaginario nacional se necesitan lectores versados en el arte de descifrar la pluralidad, lectores que no se traguen todo lo que leen y que distingan, ojalá, la diferencia entre caleuches de acá y de allá.
La próxima vez que me siente a conversar entre sureños, voy a suavizar la sensación de sentirme forastero reconociendo que Santiago no es Chile y admitiendo que la ínsula barataria de la capital es, si me dejo de cuentos, mi verdadera patria.