Como un río sin esclusa

La tarea más difícil que me he propuesto es la de hacer un curso/taller de narrativa en castellano en una universidad norteamericana. Cada vez que doy el curso me arrepiento a las dos semanas, pero a esas alturas es imposible echarse para atrás. Me digo entonces: Esta vez sí que no cometo los mismo errores, esta vez sí que no tengo las mismas expectativas, esta vez sí que resulta. Así me convenzo mientras me doy contra una pared de piedra. A las dos semanas, como digo, estoy echando sangre por boca y narices.

arsenalMis alumnos son excelentes, forman parte de una élite académica seleccionada con esmero en un proceso muy largo que incluye biografía, notas, pruebas de aptitud y específicas, entrevistas personales, proezas deportivas y participación ciudadana. Además de todo esto, los que se inscriben en mis cursos hablan, leen y escriben el español lo suficientemente bien como para manejarse al nivel más avanzado; algunos porque lo han estudiado y otros porque lo han aprendido como lengua materna. Para algunos (cada vez más) el castellano es un refugio emocional, el idioma de la intimidad familiar. Les interesa aprenderlo y dominarlo como manera de enfrentar las demandas (que son emocionales y políticas) de lo que ellos llaman su identidad.

El lenguaje mismo no es lo más arduo. Los alumnos son empeñosos y entusiastas. Son, la verdad, entrañables. En mis otras clases en esta universidad, las de literatura común y corriente, me conmueve cerciorarme de que, sin importar la cantidad de lectura que les asigne, siempre llegan preparados, con los libros crespos de tanto manoseo. Los subrayados fulguran y rebosan las notas al margen. Pareciera que mientras más difíciles los textos, más se empeñan.

Libro-subrayadoHe visto cosas que ustedes no creerían: ejemplares de Residencia en la tierra y de 2666 y de los Comentarios reales y de Primero sueño refulgir en la oscuridad como rayos-C en la puerta de Tannhauser, a punta de destacadores y marcadores de páginas multicolores.

Lo que casi nunca se les ha pedido es que pongan a funcionar su lado creativo. Claro, toman su curso de arte por aquí, su proyecto de video por allá, sacan su poemita escrito por números, pero jamás les han pedido que mantengan la función creativa abierta, con el oído y el corazón atentos para producir sus propias historias y para encontrar su propia voz. Se les hace muy difícil comprender el valor que hay en encontrar formas de pensar distintas a esa especie de elucubración dirigida que se les enseña en las ciencias sociales o naturales como sucedáneo de la imaginación.

Además, es una generación que lee poco, lo suficientemente poco como para creer que eso de “generación” o “identidad” son conceptos sólidos para entenderse a sí mismos. Hasta me atrevo a decir, sin riesgo de ser injusto, que leen más por coacción que por gusto. No ha faltado el estudiante que, al momento de preguntársele en la sesión inicial del taller quiénes son sus autores o libros predilectos -¡en un curso de creación literaria!- diga sin ningún rubor que no le gusta mucho leer libros y que por lo tanto no se le ocurría qué contestar. Lo peor no es la confesión (en el fondo, se agradece el candor), sino el poquísimo escándalo que ella causa en los demás.

mensaje en una botellaEs muy pronto para el “sin embargo” redentor. Antes tengo que mencionar que acarrean otro lastre: lo que les enseñaron en la secundaria como “análisis literario”. Les aseguraron que tienen que concentrarse en la pesquisa incesante del “mensaje” escondido en la literatura, los adoctrinaron en la búsqueda de la lección moral. Les dieron por dogma que una buena moraleja se reconoce porque depila al lector de toda incertidumbre y  lo deja reseteado, listo para seguir en carrera. Y por supuesto, tratan de meter sus propios «mensajes» a martillazos en sus textos.

Además, llegan a la clase con ideas recibidas acerca del arte y de los artistas. Algunos están convencidos de que si se tiene “alma de artista” poco hay que hacer para que la literatura brote del teclado a la primera acometida.

La tarea es ardua, porque hay que “dentrar a picar” estas verdaderas líneas de Maginot, en lo posible buscando el efecto que Leonard Bernstein lograba con sus conciertos educativos, cuando decía que la música en sí no era portadora de significados aledaños, porque tenía su propia mecánica y su forma particular de armarse, que la música no quería «decir» nada.

obrasdearte

El funcionamiento de un relato, les insisto hasta que se aburren, es lo que importa. Lo repito con la esperanza de que en algún momento del curso lleguen a vislumbrar lo que se esconde en esa premisa, lo que entendieron tan bien Kafka, Borges, Cheever, Maupassant, Quiroga, Cortázar, Lispector, Peri Rossi, Pitol, entre tantos otros maestros de la forma corta. Este es el esquema que propongo: que el funcionamiento, es decir, el transcurrir de un relato, es el despliegue de la forma: la forma es una invitación que se acepta, y que luego se manifiesta como imitación, imitatio que es, esencialmente, una imposibilidad: esa imposibilidad se convierte así en motor de un desplazamiento: el desplazamiento es señal de una posible cadena de significaciones nuevas: la forma y el significado, actuando en inestable concierto. Nada de esto está explicitado, porque de lo que se trata el curso es de producir relatos, escribir y ver qué pasa cuando los demás te leen y escriben a su vez para que tú los leas.

Y ahí es cuando sucede el milagro, por mecanismos que todavía me parecen misteriosos y que seguramente nada tienen que ver con los esfuerzos del que está ahí preocupado de que se le vean los goterones de sangre escapando por la boca.

De repente, como recién salido de un pantano fangoso, al frente de uno aparece un artefacto verbal que refulge de literatura, como este glaciar en la noche. Está en el relato sobre un ascenso fallido al nevado Salkantay, en los Andes peruanos, del que Luis, el guía indígena que tenía estrellas de oro en los incisivos, había apenas salido con vida:

Esa noche, bajamos hasta la morena y alistamos las carpas. Nathan cocinó. Los rusos se metieron a su carpa. Luis y yo nos sentamos afuera, mirando hacia el paso. Entre los dos, fumamos una cajetilla completa de cigarrillos. Luis comentó que el tabaco era cancerígeno y nos podría matar. Arriba, el glaciar brillaba con una incandescencia azul. La cumbre, omnipotente, tocaba el cielo estrellado.

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O la escena en Coyoacán, el pavimento morado de jacarandá, cuando una niña regresa a su casa con el mandado de jugo verde para el almuerzo dominical («el que hacen los güeros: nopal, piña, perejil, apio y un chorrito de naranja”):

jacaranda-coyoacanSiempre que veía el coche rojo estacionado a unos pasos de mi edificio, sentía un cierto alivio. No es que tuviera miedo de salir a la calle, pero mis músculos se relajaban tan sólo con pensar que ya pronto iba a estar en casa, mi sillón, el olor a comida, la voz del Chente hablando de desamores y la sonrisa de mi madre antes de besar mi mejilla, hola princesa. Debe haber una palabra para ese sentimiento, cuando ya casi llegas a casa.

México aparece en otros recuerdos de esa niña que lo dejó hace ya muchos años:

Lo que más recuerdo es el olor: aceite caliente, ajo y pescado. A la mayoría de la gente le daría roña pensar en ese olor a pescado frito pero a mí me recuerda la playa en Tampico. Arena suave, niños correteando, madres gritando “órale escuincle!”, una cerveza en mano y pescado frito envuelto en papel sobre mis piernas. De vez en cuando, el sonido de las olas se interrumpe con el rugido del helicóptero de la marina, ametralladoras apuntadas, saludando a la gente.

La evocación de la niñez en otro lugar de América Latina también tiene un correlato histórico:

Se armó una tremenda gritería ese famoso fin de semana del 11 y 12 mayo de 2001 cuando Denise Quiñones, en Bayamón mismo, ganó el concurso de Miss Universe, y cuando Tito Trinidad le ganó a William Joppy en el Madison Square Garden. La reunión en casa de Cuchie y Caleb estaba repleta de gente y luego de las victorias todos estaban de besos y abrazos en un fin de semana donde reinó el orgullo puertorriqueño.

Hay retazos de oscuridad en fragmentos como éste, la historia de un narco que no sabe cómo hacer enmiendas con la hermana del amigo traicionado:

La miré a los ojos, que son los mismos de Joey. Oscuros, sucios, de color adoquín. Por un segundo olí la peste del cuerpo de su hermanito, pudriéndose. Tragué el poco de vómito que se me acumulaba en el esófago.

Y hay traiciones de todo tipo rondando en el relato de otro niño desorientado por el cisma del divorcio de los abuelos:

Así pasé ese día, harto de dulces, viendo programas de televisión y robando moras del jardín, hasta que el sol bajó. Mi abuelo ni apareció. Solo yo, mi primo y Clara, vagando en una casa hueca. Cuando estuvo oscuro, volvimos a la finca de mi abuela por el camino de atrás. Pasando al lado del estanque, entre los cocuyos luminosos vi una candela que brillaba en el patio. Mi abuela me miraba directamente, con sus ojos amarillos de tabaco y desesperación. Me escondí entre los eucaliptos, deseando estar en otro lugar.

Entre mis estudiantes este año había varios puertorriqueños de la isla, un par de hijos de colombianos, una mexicana del DF y una salvadoreña de primera generación de inmigrantes. Para ellos, la clase fue la oportunidad de indagar zonas poco exploradas de la narrativa familiar, especialmente en el segmento que le dedicamos a la no-ficción creativa.fmln-5

Así es que mi mamá se despidió de Ojos de Agua, Chalatenango, y se fue a San Salvador. Mi padre me habla de Ojos de Agua, de los pastizales  verdosos, del gran río lleno de chimbolos y de los caminos que tenía que andar para cosechar la milpa con mi abuelo. Mi padre se tuvo que ir de ahí por la guerra civil. Mi madre recuerda Ojos de Agua sin tanto amor. Me cuenta de la pobreza en que creció. Me cuenta de las muñecas de lodo que hacía para jugar y las caricaturas de los pitufos azules que miraba en la televisión. Como fue la segunda mayor de sus hermanos, fueron pocos los momentos en que ella pudo jugar. Habla de mi abuela con un tono acusatorio, dice que le impuso a su hija todas las responsabilidades del hogar. Así entiendo que mi abuela era una mujer distinta a la persona que yo conozco como nieta. Era rígida y estricta, lo contrario del carácter juguetón de mi abuelo Cecilio.

Una vez me senté a la par de mi abuela y le pregunté sobre él. Sonreía con sus ojos cuando hablaba de mi abuelo. Me contó que era bromista, que era el sol de la familia, que sólo eran risas de parte de él. A ella le gustaba la canción que le cantaba cuando la estaba cortejando, que hablaba de laureles. Esa misma noche encontré la canción en la red y se la toqué.

Había este año una estudiante china, que habla un español claro, pausado y elegante. La pausa, según ella, se debe a que muchas veces tiene que hacer una operación de traducción y contra-traducción en tres idiomas: su mandarín, el inglés y el castellano que aprendió en el colegio, en China, y en una estadía en Barcelona.

Su texto de no-ficción pasó por muchísimas etapas preliminares, de tanteo suyo, mío, y de su familia, particularmente de su abuela, la más reticente a revelar detalles del pasado, especialmente el episodio de cuando el abuelo, alto funcionario (seguramente del partido, ella nunca dice) se llevó a la familia a vivir a una provincia central innombrada, a un pueblo al que se refiere como “X”, por disposición de las autoridades (“¡Fue voluntario!”, le grita la abuela por skype a la nieta en un momento de exasperación) para hacerse cargo de construir un gran complejo, con fines tampoco especificados, en plena guerra de Vietnam.

En cierto momento, un tío revela que se trataba de algo relacionado con “bombas y cohetes”. La abuela lo niega, diciendo que los tíos hablantines son unos imprudentes, que todo eso sucedió apenas ayer, y que es demasiado pronto para ponerse a hablar: “¡Tú, escribe sólo de tus sentimientos personales!” le advierte en cierto momento, pero la insistencia de la nieta rinde frutos. La heroica mudanza familiar al interior había sido un trauma para todos:

-Hacía poco que nos habíamos mudado a la casa nueva – no había otra tan buena en el pueblo como la nuestra, con cuatro habitaciones y un patio, pues tu abuelo ganaba un poquito más. Había un pozo y árboles en el patio, sóforas y azufaifas que plantó mi padre. También teníamos una molienda en casa – ¡antes ni lo hubiéramos soñado! Cuando nos fuimos, las azufaifas ya daban frutos…

-¡Y tan lejos era! Fue un viaje difícil, yo sola con tres niños. Tenía a tu madre en brazos, a tu segundo tío de la mano y a tu tío mayor al lado, que ya era más grande. Una vez que nos bajamos del último bus, tu tío segundo se echó a correr de vuelta. Ni sabía dónde estaba, pero al ver lo atrasado del sitio, corrió sin pensar en la dirección de la que vinimos.

Se ríe, pero es como si estuviera lamentando.-Ya, cuelga tú y vete a hacer tus cosas, si no, te sigo contando sin fin. Nadie quiere oírme contar estas cosas, sólo tú y tu madre, y por eso cuando venís soy como un río sin esclusa.

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