En esta serie dedicada a la traducción, incluyo el trabajo de James Salter, un escritor al que siempre consideré muy difícil traducir, porque su prosa tiene un sonido, una cadencia y unos períodos tan distintivamente norteamericanos, que me parecía –y me sigue pareciendo—casi imposible poder reproducirla sin una dosis letal de traición o impostura.
Se trata de un escritor que se describió a sí mismo, además, como un frotteur, alguien adicto a frotar las palabras, a pasarlas por las manos, sopesarlas, tocarlas, seleccionarlas con cuidado y con severidad si es necesario. Me enteré hace unos días de que Salter murió el 19 de junio de este año y por eso me animé a traducir este relato, “Last Night”, publicado por primera vez en The New Yorker en 2002 e incluido en la colección que lleva el mismo nombre. Lo elegí porque es uno de esos cuentos inolvidables, terribles, que no dejan a nadie incólume, y que nunca dejan de entregar algo nuevo, por mucho que se los relea. Es un relato tan bueno que es virtualmente intraducible y por eso lo pongo aquí, rizando el rizo, como homenaje a un escritor que alguna vez fue piloto de guerra, y aceptando las consecuencias de toda mala maniobra. Además, el cuento se trata de un tipo que, entre otras cosas, es traductor.
Anoche, la última noche
Walter Such era traductor. Le gustaba escribir con una pluma fuente verde que acostumbraba alzar en el aire levemente después de cada oración, casi como si su mano fuera un aparato mecánico. Era capaz de recitar versos de Blok en ruso y luego dar la traducción de Rilke al alemán, comentando su belleza. Era un hombre sociable aunque a veces quisquilloso que al comienzo tartamudeaba un poco y que vivía con su mujer de un modo que a los dos les complacía. Pero Marit, su mujer, estaba enferma.
Estaba ahí con Susanna, una amiga de la familia. Por fin, oyeron que Marit bajaba las escaleras y luego entró en la habitación. Llevaba un vestido rojo de seda con el que siempre se había visto muy seductora, con sus senos libres y su pelo oscuro y liso. En las canastillas de alambre blanco de su closet había pilas de ropa doblada, ropa interior, cosas deportivas, camisas de dormir, los zapatos arrumbados por debajo en el piso. Cosas que nunca más iba a necesitar. También joyas, pulseras, collares y una cajita de laca con todos sus anillos. Había buscando con detención en la cajita de laca y escogido varios. No quería que sus dedos, ahora huesudos, se vieran desnudos.
-Te ves m-muy bien—dijo su marido.
-Me siento como si fuera mi primera cita, o algo así. ¿Están tomando un trago?
-Sí.
-Creo que voy a tomar uno también. Un montón de hielo— dijo.
Se sentó.
-No tengo nada de energía,—dijo—esa es la parte más terrible. Se me fue. No vuelve. No me dan ganas ni de pararme y caminar por ahí.
-Debe ser difícil—dijo Susanna.
-No tienes idea.
Walter volvió con el trago y se lo pasó a su mujer.
-Bueno, a los días felices—dijo. Luego, como si recordara de repente, les sonrió. Una sonrisa terrorífica. Parecía significar todo lo contrario.
Habían decidido que esa noche iba a ser la noche. En un platillo dentro del refrigerador yacía la jeringa. Su doctor había facilitado el contenido. Pero una cena de despedida primero, si ella se sentía capaz. No debería ser para ellos solos, Marit había dicho. Su instinto. Le habían pedido a Susanna antes que a un deudo lleno de aflicción. La hermana de Marit, por ejemplo, con quien no se llevaba bien, en todo caso, o alguna de las viejas amistades. Susanna era más joven. Tenía el rostro ancho y una frente alta, pura. Parecía la hija de un académico o de un banquero, vagamente perdida. Una chica sucia, es lo que una de sus amistades había comentado sobre ella, con un dejo de admiración.
Susanna, sentada ahí con su falda corta, ya se había puesto un poco nerviosa. Era difícil fingir que iba a ser una cena común y corriente. Iba a ser difícil ser espontánea y sincera. Había llegado al caer el crepúsculo. La casa con sus ventanales encendidos—cada pieza parecía estar iluminada—se destacaba sobre las otras como un lugar en que se estuviera celebrando algo.
Marit observó los objetos en la habitación, las fotos en sus marcos de plata, las lámparas, los grandes libros sobre surrealismo, paisajismo, o casas de campo, que ella siempre había planeado sentarse a leer, las sillas, hasta la alfombra con su hermoso color desteñido. Lo miró todo como si de algún modo lo notara, cuando de hecho todo eso no significaba nada para ella. El pelo largo y la lozanía de Susanna significaba algo, aunque no estaba segura de qué.
Algunos recuerdos, eso es lo que uno anhela llevarse consigo, pensó, recuerdos de antes de Walter, de cuando era niña. Su hogar, no éste sino el original con su cama de infancia, la ventana en el descanso de la escalera desde la que miraba girar las tormentas de inviernos muy antiguos, su padre inclinado sobre ella para darle las buenas noches, la luz de la lámpara bajo la que su madre ponía la muñeca para tratar de cerrar el broche de una pulsera.
Ese hogar. El resto tenía menor densidad. El resto era una larga novela tan parecida a la vida de uno; pasabas por ella sin pensar y entonces una mañana se acababa: había manchas de sangre.
-He tomado muchos de estos—reflexionó Marit.
-¿Tragos?- preguntó Susanna.
-Sí.
-A lo largo de los años, quieres decir.
-Sí, a lo largo de los años. ¿Qué hora viene siendo ya?
-Un cuarto para las ocho—dijo su marido.
-¿Nos vamos?
-Cuando quieras,—dijo él—no hay apuro.
-No quiero apurarme.
De hecho, tenía pocas ganas de ir. Era acercarse un paso más.
-¿A qué hora es la reserva?—preguntó.
-A la hora que queramos.
-Vamos entonces.
Estaba en el útero y había viajado desde ahí a los pulmones. Al final, ella se había resignado. Encima del escote cuadrado de su vestido la piel, pálida, parecía emitir cierta oscuridad. Ya no parecía ella. Lo que había sido no estaba: se lo habían quitado. El cambio era de miedo, especialmente en su cara. Tenía ahora una cara que era para el más allá y para quienes la fueran a conocer allá. Era difícil para Walter recordar cómo había sido ella antes. Era casi una mujer diferente de aquella a la cual había prometido solemnemente ayudar cuando llegara la hora.
Susanna se sentó en el asiento de atrás. Los caminos estaban vacíos. Pasaron casas que mostraban una luz cambiante, azulina, en la planta baja. Marit iba en silencio. Sentía tristeza pero también una suerte de confusión. Estaba tratando de imaginarse cómo se vería todo eso mañana, sin que ella estuviera presente para verlo. No podía imaginarlo. Era difícil pensar que el mundo todavía iba a estar ahí.
En el hotel, esperaron cerca del bar, que era ruidoso. Hombres en mangas de camisa, muchachas que se hablaban o se reían fuerte, muchachas que no sabían nada. En las paredes había grandes afiches franceses, litografías antiguas, en marcos oscurecidos.
-No reconozco a nadie, -comentó Marit. —Por suerte—agregó.
Walter vio una pareja hablantina que conocían, los Aphtalls.
-No mires,–dijo—no nos han visto. Voy a conseguir una mesa en la otra sala.
-¿Nos vieron?—preguntó Marit mientras los sentaban—No tengo ganas de hablar con nadie.
-Estamos bien—dijo él.
El camarero llevaba un delantal blanco y una pajarita negra. Les pasó el menú y la carta de vinos.
-¿Les puedo ofrecer algo para tomar?
-Sí, claro que sí—dijo Walter. Estaba mirando la lista de vinos, en la que los precios iban más o menos en orden ascendente. Había un Cheval-Blanc de quinientos setenta y cinco dólares.
–Este Cheval Blanc, ¿lo tiene?
-¿El 1989?—preguntó el camarero.
-Nos trae una botella de ese.
-¿Qué es Cheval Blanc? ¿Es blanco?—preguntó Susanna cuando el camarero se fue.
-No, es tinto—dijo Walter.
-Sabes, fuiste muy amable al aceptar venir esta noche—le dijo Marit a Susanna. —Es una noche bastante especial.
-Sí.
-Por lo general no pedimos vinos tan caros—explicó.
Ellos dos cenaban con frecuencia allí, por lo general cerca del bar, con sus brillantes hileras de botellas. Nunca habían pedido un vino que costara más de treinta y cinco dólares.
Cómo se sentía, preguntó Walter mientras esperaban. ¿Se sentía bien?
-No sé cómo expresar cómo me siento. Estoy con morfina—Marit le dijo a Susanna. —Funciona como debe, pero …-se detuvo. –Hay muchas cosas que no deberían pasarle a una—dijo.
La cena fue silenciosa. Era difícil hablar con naturalidad. Sin embargo, se tomaron dos botellas de vino. Nunca iba a tomar vino tan bueno otra vez, Walter no pudo evitar pensar eso. Vertió lo que quedaba de la segunda botella en la copa de Susanna.
-No, tú deberías tomarlo, —dijo ella- realmente es para ti.
-Él ya ha tomado suficiente—dijo Marit. –Estaba bueno, eso sí, ¿o no?.
-Fabuloso.
-Te hace darte cuenta de que hay cosas … no sé, varias cosas. Sería bueno haberlo tomado todo el tiempo.— Lo dijo de una manera muy conmovedora.
Todos se sentían mejor. Se quedaron sentados un rato y finalmente se dirigieron a la salida. El bar seguía tan ruidoso como antes.
Marit miraba por la ventanilla mientras viajaban de vuelta. Estaba cansada. Iban de regreso al hogar ahora. El viento se movía en las copas de los árboles ensombrecidos. En el cielo nocturno había nubes azules brillantes, refulgiendo como si fuera de día.
-Está muy hermoso esta noche, ¿no?—dijo Marit.—Me impacta eso. ¿Estoy equivocada?
-No- Walter se aclaró la garganta.—Está hermoso.
-¿Lo notaste?—le preguntó a Susanna. –Estoy segura de que sí. ¿Cuántos años tienes? Se me olvida.
-Veintinueve.
-Veintinueve—dijo Marit. Se quedó en silencio unos pocos momentos.—No tuvimos hijos,-dijo-¿Quisieras tener hijos?
-Ah, a veces, supongo. No lo he pensado mucho. Es una de esas cosas que uno tiene que estar casada para pensar de verdad.
-Tú te casarás.
-Sí, tal vez.
-Tú podrías casarte en un minuto si quisieras.
Se sentía cansada cuando llegaron a la casa. Se instalaron juntos en el living como si hubieran regresado de una gran fiesta pero sin estar todavía lo suficientemente listos para irse a acostar. Walter pensaba en lo que venía, en la luz que se iba a encender dentro del refrigerador cuando se abriera la puerta. La aguja de la jeringa era aguda, la punta de acero inoxidable cortada en ángulo y como una navaja. Iba a tener que insertarla en la vena de ella. Trató de no pensar demasiado en ello. Se las iba a arreglar de algún modo. Se estaba poniendo más y más nervioso.
-Me acuerdo de mi madre—dijo Marit.—Hacia el final quería contarme cosas, cosas que habían pasado cuando yo era niña. Rae Mahin se había acostado con Teddy Hudner. Anne Herring también. Eran mujeres casadas. Teddy Hudner no estaba casado. Trabajaba en publicidad y se la pasaba jugando golf. Mi madre siguió con eso, quién se había acostado con quién. Eso es lo que me quería contar, a final de cuentas. Por supuesto, en esa época, Rae Mahin era cosa seria.
Luego Marit dijo: -Creo que voy a subir.
Se levantó. Estoy bien, le dijo a su marido. No subas todavía. Buenas noches, Susanna.
Cuando se quedaron los dos solos, Susanna dijo: -Me tengo que ir.
-No, por favor no te vayas. Quédate aquí.
Ella movió la cabeza. -No puedo- dijo.
-Por favor, tienes que quedarte. Voy a subir en un ratito más, pero cuando baje no puedo estar solo.
Hubo silencio.
-Susanna.
Se sentaron sin hablar.
-Sé que lo tienes todo bien planeado—dijo ella.
-Sí, absolutamente.
Después de unos minutos, Walter miró su reloj; empezó a decir algo pero se detuvo. Un poco más tarde, lo miró otra vez, luego abandonó la sala.
La cocina tenía forma de L, anticuada e improvisada, con su lavatorio de porcelana blanca y estantes de madera con capas de pintura acumulada. Los veranos hacían dulce allí cuando vendían cajas de frutillas en las escaleras que bajaban a los andenes en la ciudad, frutillas inolvidables, su fragancia como perfume. Todavía quedaban algunos frascos. Él se dirigió al refrigerador y abrió la puerta.
Ahí estaba, con las rayitas impresas en un costado. Había 10 ccs. Trató de que se le ocurriera algo para no seguir. Si se le cayera la jeringa, si se rompiera de alguna manera, y dijera que le había temblado la mano…
Tomó el platillo y lo cubrió con un trapo de cocina. Fue peor así. Lo dejó y tomó la jeringa, sujetándola así y asá—finalmente, casi escondida contra su pierna. Se sintió liviano como una hoja de papel, vacío de toda fuerza.
Marit se había preparado. Se había maquillado los ojos y se había puesto una camisa de dormir de satén color marfil, con el corte bajo en la espalda. Era el traje que llevaría en el otro mundo. Ella había hecho el esfuerzo de creer en un más allá. El cruce en bote, algo que los antiguos conocían con certeza. Sobre sus clavículas se posaban las hebras de un collar de plata. Estaba agotada. El vino había hecho efecto, pero no estaba en calma.
En la puerta, Walter estaba de pie como esperando que le dieran permiso. Ella lo miró sin hablar. Vio que la tenía en la mano. Su corazón se apresuró de nervios, pero estaba decidida a que no se le notara.
-Bien, querido—dijo.
-Él intentó contestar. Vio que ella se había pintado recién los labios; la boca se le veía oscura. Ella había dispuesto algunas fotos a su alrededor en la cama.
-Adelante.
-No, ya vuelvo—dijo él a duras penas.
Se apresuró en bajar. Iba a fracasar; necesitaba un trago. La sala de estar estaba vacía. Susanna se había ido. Nunca se había sentido tan completamente solo. Fue a la cocina y echó vodka, inodoro y transparente, en un vaso, y se lo tomó rápidamente. Subió lentamente de nuevo las escaleras y se sentó en la cama cerca de su esposa. El vodka lo hacía sentirse borracho. Se sentía como si no fuera él.
-Walter—dijo ella.
-¿Sí?
-Es lo correcto.
Ella quiso tomarle la mano. Por alguna razón eso lo asustó, como si pudiera significar un llamado para que se fuera con él.
-Sabes—le dijo con calma—te he querido como a quien más he querido en el mundo. Parezco sentimental, lo sé.
-¡Ah, Marit!- exclamó él.
-¿Me quisiste?
El estómago se le revolvía de desesperación.
-¡Sí!—dijo-¡Sí!
-Cuídate.
-Sí.
Él tenía buena salud; o sea, estaba un poco más gordo de lo que podría estar, pero aún así… Su estómago redondeado, de académico, estaba cubierto de una capa de vello suave y oscuro, tenía las manos y las uñas bien cuidadas.
Ella se inclinó hacia adelante y lo abrazó. Lo besó. Por un momento, no sintió miedo. Iba a vivir de nuevo, iba a ser joven como había sido en otro tiempo. Levantó el brazo. En la parte interna, se veían dos venas color verde gris. Él empezó a apretarlas para hacerlas subir. Ella desvió la cara.
-¿Te acuerdas—le dijo ella—de cuando estaba trabajando en Bates y nos conocimos aquella primera vez? Lo supe inmediatamente.
La aguja vacilaba mientras él intentaba ubicarla en posición.
-Tuve suerte—dijo ella. —Tuve mucha suerte.
Él apenas respiraba. Esperó, pero ella no dijo nada más. Apenas dando crédito a lo que hacía, empujó la aguja –no costó nada— y lentamente inyectó el contenido. La oyó suspirar. Tenía los ojos cerrados al inclinarse hacia atrás. Su rostro estaba en paz. Se había embarcado. Dios mío, pensó él, Dios mío. La había conocido desde que ella tenía veintitantos años, con sus largas piernas, e inocente. Ahora la había soltado, como en un funeral en alta mar, debajo del flujo del tiempo. Su mano todavía estaba tibia. La tomó y se la llevó a los labios. Subió la frazada para cubrirle las piernas. La casa estaba increíblemente callada. Se había precipitado al silencio, el silencio de un acto fatal. No podía oir el viento.
Bajó con lentitud las escaleras. Le vino una sensación de alivio, de enorme alivio y tristeza. Afuera, las monumentales nubes azules llenaban la noche. Se quedó de pie unos pocos minutos y luego vio, sentada en su auto, inmóvil, a Susanna. Ella bajó la ventanilla cuando él se acercó.
-No te fuiste—le dijo.
-No pude quedarme ahí adentro.
-Se acabó—dijo él. –Entra, voy a hacerme un trago.
Ella se quedó en la cocina con él, de pie, los brazos cruzados, una mano en cada codo.
-No fue terrible—dijo él. –Es que me siento… No sé.
Bebieron ahí de pie.
-¿De verdad ella quiso que yo viniera?—dijo Susanna.
-Querida, ella fue la que lo sugirió. Nunca supo nada.
-Eso me pregunto.
-Créeme. Nada.
Ella dejó su vaso.
-No, tómatelo—dijo él. –Va a ayudar.
-Me siento rara.
-¿Rara? ¿Te sientes mal?
-No sé.
-No te sientas mal. Ven aquí conmigo. Espera, te traigo agua.
Ella estaba concentrada en respirar con regularidad.
-Más vale que te recuestes un rato—dijo él.
-No, estoy bien.
-Ven.
La guió, con su falda corta y su blusa, a un cuarto junto a la puerta de entrada y la hizo que se sentara en la cama. Ella trataba de respirar pausadamente.
-Susanna.
-Sí.
-Te necesito.
Ella más o menos lo oyó. Tenía la cabeza echada para atrás como la de una mujer anhelando a Dios.
-No debí haber tomado tanto—murmuró ella.
Él empezó a desabotonarle la blusa.
-No—dijo ella, tratando de abotonarla otra vez.
Le estaba desabrochando el sostén. Emergieron sus espléndidos senos. No podía dejar de mirarlos. Los besó apasionadamente. Ella sintió que la movían hacia un costado cuando él abrió el cubrecamas encima de las sábanas blancas. Ella trató de hablar de nuevo, pero él le puso la mano sobre la boca y la empujó hacia abajo. La devoró, tiritando como de miedo al final y apretándola con fuerza. Cayeron en un sueño profundo.
En lo más temprano de la mañana, la luz era clara e inmensamente brillante. La casa, al estar en su trayecto, se hacía aún más blanca. Se destacaba de las demás, más pura y serena. La sombra de un alto olmo a su lado se trazaba en ella como si estuviera dibujada finamente a lápiz. Las pálidas cortinas colgaban inmóviles. Nada se movía en su interior. Atrás estaba el ancho césped por el que Susanna se había paseado remolona durante un tour de jardines, el día en que la vio por primera vez, alta y bien torneada. Era una visión que había sido incapaz de borrar, aunque lo demás había comenzado más tarde, cuando ella vino a rehacer el jardín con Marit.
Se sentaron a la mesa a tomar café. Estaban en complicidad, recién levantados, sin querer mirarse con demasiada intensidad. Walter la observaba con admiración, sin embargo. Sin maquillaje era aún más atractiva. Su pelo largo estaba sin peinar. Parecía muy asequible. Había llamadas que habría que hacer, pero él no estaba pensando en eso. Todavía era demasiado temprano. Estaba pensando más allá de este día. En mañanas por venir. Al principio apenas oyó el ruido detrás suyo. Fue un paso y luego, lentamente, otro –Susanna se puso blanca—al bajar Marit tambaleando las escaleras. El maquillaje se había añejado en su cara, y su lápiz labial oscuro mostraba fisuras. Él miraba con incredulidad.
-Algo falló—dijo ella.
-¿Estás bien?—preguntó él tontamente.
-No, debes haber hecho algo mal.
-Oh, Dios—murmuró Walter.
Ella se sentó débilmente en el escalón de abajo. Parecía no haber visto a Susanna.
-Creí que me ibas a ayudar—dijo ella, y se puso a llorar.
-No puedo entender—dijo él.
-Está todo mal—Marit repetía. Y luego, a Susanna: -¿Tú todavía estás aquí?
-Ya me estaba yendo—dijo Susanna.
-No entiendo—Walter dijo de nuevo.
-Tengo que hacerlo todo de nuevo—sollozó Marit.
-Lo siento—dijo él—lo siento.
No se le ocurría qué otra cosa decir. Susanna se había ido a buscar su ropa. Se marchó por la puerta de adelante.
Así fue como ella y Walter terminaron, al ser descubiertos por su mujer. Se encontraron dos o tres veces después, por insistencia de él, inútilmente. Lo que quiera que sea que mantiene unidas a dos personas había desaparecido. Ella le dijo que no lo podía evitar. Así es, tal cual como fue.