Recordemos que Vargas Llosa acabó falleciendo en Londres, encogido y senil, a fines de 1990, meses después de su malhadada campaña presidencial. Fue el segundo de sus compañeros de generación en morir; lo antecedió su adalid y contrincante Julio Cortázar, quien hasta el momento de su muerte seguía creciendo dos centímetros por año a causa de su acromegalia. Hace años que no queda ninguno de esos jóvenes leones que en la década de los 60 revolucionaron la literatura mundial. Donoso murió de pena, no se sabe bien dónde. A Fuentes lo traicionó el corazón en Veracruz, García Márquez terminó como un Melquíades desorientado, en México. Hoy parecen condenados a la indiferencia desdeñosa que irradian hacia ellos los escritores nuevos.
Ahora, bien entrado el siglo XXI, ha muerto Valeriana Droguett, parte del elenco de las viudas de esa generación. ¿Pero cómo es posible que recién este año haya muerto la mujer del ancianísimo Vargas Llosa? ¿Tan joven era que sobrevivió a su marido por 25 años? La trama de esta historia es tan conocida como antigua: “Viejo Poderoso se casa con su Bella y Joven Secretaria”. Así fue, en efecto, como sucedió. Valeriana Droguett tenía menos de 30 años el día de su boda. Vargas Llosa tenía alrededor de 75, 80, o más si les creemos a quienes dicen que desde muy joven, aprovechando su perenne aspecto de adolescente, tomó la costumbre de quitarse la edad y que lo hacía con mayor desparpajo mientras más viejo se ponía. Ahora bien, el escritor peruano dedicó su vida a enseñarnos a leer con mayor atención las tramas antiguas, a darnos cuenta de que son más extrañas y complejas de lo que nos permitimos pensar, y con eso en mente podremos entender el argumento de este capítulo final. Valeriana fue no sólo la joven y bella secretaria, sino la más confiable compañera de escritura y la lectora más entusiasta de su marido.
El punto de inflexión en la vida de Valeriana ocurrió a los 14 años, cuando asistió en Santiago de Chile, su ciudad natal, a una adaptación teatral de El hablador, novela en la que Vargas Llosa imagina el viaje al Amazonas profundo de un judío peruano indigenista llamado Saúl Zuratas, un periplo revelador, pero plagado de claroscuros y contradicciones. La adolescente chilena quedó profundamente conmovida por esa puesta en escena y decidió de inmediato emprender un viaje similar al de «Mascarita» Zuratas. Ella no iba en busca del mítico narrador de los machiguengas, sino del autor real-real de la novela, y no sólo para conocerlo, sino para trabajar con él, para aprender más sobre él y sobre la literatura.
Se demoró casi diez años lograr su objetivo. Primero averiguó dónde vivía el novelista y apenas pudo se mudó de Santiago a Londres. Una vez instalada en Inglaterra, encontró trabajo en una agencia de publicidad y luego hizo de traductora de Penguin y Macmillan. Con paciencia, y gracias a su encanto legendario, formó redes entre la élite intelectual londinense, hasta que se las ingenió para que la contrataran como representante de prensa y secretaria del novelista en la editorial Farrar Strauss & Giroux. Los detalles precisos de cómo logró que le dieran el puesto darían para una novela de intriga o para una comedia de enredos de Goldoni. Su cargo era algo así como el de “secretaria incorpórea” y debido a los viajes constantes de Vargas Llosa, lo desempeñaba la mayor parte del tiempo por correspondencia o por teléfono. Al contrario de lo que se esperaría, Valeriana se contuvo y aguardó muy bien la oportunidad de intimar con Vargas Llosa. De secretaria incorpórea pasó a ser secretaria personal y luego se desempeñó como eficiente y leal relacionadora pública. Lo hizo adoptando como suyo el modo distante y gélido de su representado.
En cierto momento, después de haber trabajado con Valeriana por cinco años, Vargas Llosa le comentó a quien era entonces su esposa: “La chilenita no se quiere dar a conocer para nada, uno que se acerca y ella paf que se cierra como almeja, no suelta nada, nadie sabe nada de su vida”. Por lo tanto, para todo el mundo, incluyendo a la ex esposa, fue una sorpresa que dos años más tarde el escritor anunciara su separación y se escapara a la costa amalfitana para contraer matrimonio en secreto con la chilenita misteriosa.
Vargas Llosa, en la intimidad, era un hombre difícil que se trataba a sí mismo como si fuera un personaje de novela, convencido de que su talento luminoso se tenía que compensar con taras de temperamento. Era frío, desdeñoso, inseguro, engreído, evasivo, desconfiado e hipocondríaco. Como suele pasar en algunas novelas, la hipocondria dio paso a la genuina enfermedad: al poco tiempo de estar con Valeriana, se le diagnosticó una seria avería en el corazón, se le agravó una enfisema contraída durante su juventud en el Amazonas y comenzó a sufrir desmayos esporádicos por falta de oxígeno. A su biógrafo y coterráneo Efraín Kristal le confesó que a veces toda la energía se le iba en respirar: “estoy más jodido que tísico de novela francesa”.
El matrimonio de Valeriana con Mario estuvo marcado al comienzo por el infortunio. En la luna de miel Vargas Llosa se pescó una gripe y se rompió la mitad de la dentadura al tropezar en el mirador de Villa Cimbrone mientras contemplaba el Tirreno. A pesar de ese comienzo poco auspicioso y de las enfermedades que lo acosaban, en compañía de la joven Valerie Vargas Llosa se convirtió en algo que parecía imposible: un hombre feliz. Siempre había necesitado mediadores entre él y el mundo externo: amistades, profesores, editores, amantes, parientes, esposas. Valeriana combinaba todos esos roles esenciales en una sola persona. Se tomaban de la mano en público, se leían el periódico, hasta bailaban -con recato pero con genuino goce- si había ocasión de hacerlo. “Esta parte de mi vida”—le escribió a su amigo y biógrafo Kristal— “es lejos la mejor de todas y, si soy honesto conmigo mismo, tengo que reconocer que es muchísimo más de lo que me merezco”.
Valeriana Droguett estuvo casada con Vargas Llosa menos de cinco años pero fue su viuda durante un cuarto de siglo. Durante su viudez se mantuvo íntimamente ligada a la obra de su marido, manteniéndola viva al punto de que muchos, incluso los miembros de la Academia Sueca, nunca se enteraron de que Vargas Llosa había muerto. Cada año ella enviaba información a Estocolmo para mantener al día el eterno dossier de los nominados al Nóbel. Siguió siendo la guardiana y promotora de su obra, contra viento y marea. Tomó decisiones discutibles, como autorizar la puesta en escena, nada menos que en Broadway, de una comedia musical basada en Conversación en La Catedral (sin revelar, inocentemente, que su objetivo era noble: obtener los fondos para cumplir con el deseo de su marido de financiar talleres de literatura en el Perú amazónico). Contribuyó, sin ser especialista, al estudio de El hablador, escribiendo un prólogo meticuloso y profundo, fundamental para entender la novela que cambió el curso de su vida y la del autor. “El prólogo de Valerie para la edición final de El hablador es el mejor prólogo de la historia literaria moderna; de pronto uno siente que Vargas Llosa escribió la novela para que alguien, algún día, escribiese ese preludio maravilloso”, escribe Kristal. Por otra parte, la viuda se ganó la enemistad de estudiosos al restringir el acceso a los textos y papeles de Vargas Llosa. Para ser justos, con este celo sólo continuaba los deseos de su esposo, para quien la tradición literaria se debe preservar, antes que nada, por medio de la activa dedicación –hasta devoción—curatoria y no por medio del gesto vacío de legarla como un paquete inerme a cualquier entusiasta poco preparado o a cualquier mercader de la industria editorial.
Sobre todo, Valeriana fue fiel a un rasgo que, siendo suyo más que de Mario, llegó a identificar la actitud de Vargas Llosa frente al mundo, particularmente después de su fallida incursión en la política: la firme creencia de que la emoción se expresa de manera más poderosa en la privacidad, de manera escrupulosa y sobria, lo más lejos posible del sentimentalismo artificial de fácil consumo público.
Valeriana contó en su última entrevista a la televisión peruana que su marido le confesó que, a partir del famoso encuentro de escritores de Concepción, en 1960, había empezado a tener dos sueños recurrentes. Ambos ocurrían en el futuro, más precisamente en el remoto mes de octubre del año 2010.
En uno de esos sueños, Vargas Llosa contestaba el teléfono y oía la voz de Gabriel García Márquez diciéndole “Mario, te acaban de dar el Premio Nóbel, quise ser el primero en decírtelo”, para luego colgar sin permitir preguntas. La atmósfera era pesadillesca, a pesar del triunfo anunciado.
El otro era derechamente una pesadilla: Vargas Llosa se estrellaba contra la cordillera mientras intentaba aterrizar de noche, en medio de la niebla, en el aeropuerto de Arequipa. Los instrumentos de navegación le indicaban que volaba a una altura mucho mayor de la que llevaba en realidad y al abrirse las nubes se encontraba cara a cara con una ladera del monte Misti, sin esperanza de poder remontar. El terror del segundo sueño lo mitigaba una voz que transmitía por la radio del avión. La voz, una voz de mujer joven, recitaba un poema de T.S. Eliot que Vargas Llosa repetía cada vez que despertaba de la pesadilla. Se trata del mismo poema que Vargas Llosa escogió como epígrafe para su novela póstuma, Los cuatro cuartetos, cuya publicación Valerie supervisaba al momento de morir, y es el mismo poema que ella escogió como epitafio de la tumba londinense que ahora comparte con su Mario:
El tiempo presente y el tiempo pasado
Están quizá presentes en el tiempo futuro
Y el futuro contenido en el pasado.