Recordando el 5 de octubre de 1988

Dejando de lado mi desdén visceral por los literatos y mi tieso orgullo de historiador chapado a la antigua, consulté a una joven profesora del programa de Literatura de Harvard. […] Desgraciadamente, sus deberes no la dejaron hablar conmigo mucho rato -había una cola de estudiantes esperándola con aspecto de náufragos- y la conversación, en la que yo apenas pude balbucear una que otra palabra, quedó trunca. Quedé de llamarla, pero no pude cumplir mi promesa, porque me cortaron el teléfono y por otras razones de fuerza mayor que no viene al caso mencionar.

Por suerte, me encontré otra vez con ella en un festejo por el triunfo del NO que la comunidad chilena organizó en una mansión de las afueras de Boston. (¿Era Brookline o era Allston? Me falla la memoria). Había pasado apenas un mes desde el plebiscito. El invitado de honor de esa fiesta, recién bajado del avión que lo había traído de vuelta de Chile, era el mencionado E. Engel, quien encarnaba para muchos de nosotros el azaroso e increíble triunfo de la oposición a la dictadura. Eran días de grandes esperanzas, de camaradería, pluralismo y -¿por qué no decir la palabrita en boga en ese tiempo?- de alegría.

Sí, porque en mi aporreado y escéptico fuero interno yo había sentido que la distancia que me separaba de mi verde Itaca había disminuído desde ese inolvidable 5 de octubre de 1988. El día del plebiscito, cientos de compatriotas exorcizamos la angustia de estar lejos en una ocasión tan importante con una tremenda marcha desde el Boston Commons hasta el consulado chileno en Milk Street. Moros y cristianos todos pintamos la tarde otoñal de Boston con banderas tricolores, rodeando el edificio de la misión diplomática chilena con un carnaval festivo y ansioso a la vez. Los cónsules honorarios, un par de viejos mellizos gringos, milicófilos a concho, se asomaban incrédulos y asustados desde el noveno piso cuando los manifestantes más exaltados les gritaban rítmicamente por los megáfonos de mano: “Mr. Garber, you can’t hide: We charge you with ge-no-cide!”.

La manifestación se disolvió al anochecer y, roncos de tanto ce-hache-í, con litros de cafeína en la sangre, nos pegamos a la televisión latina en la sede del Chile Committee, esperando los despachos directos de Santiago. Gracias a un telefonazo nervioso de Engel, sabíamos que la proyección indicaba que el NO ganaba lejos, información que nos encargamos de diseminar al instante por todos los medios de comunicación de Yanquilandia, para impedir el fraude que se gestaba en los cuarteles del ejército y que todavía algunos idiotas se empeñan en negar.

A partir del día siguiente, cuando se confirmó la victoria del NO, la luminosidad del otoño del norte me parecía francamente primaveral. Salí a pasear en mi bicicleta, adornada con dos banderitas chilenas en señal de triunfo. La gente me preguntaba a qué se debía tanto despliegue, y yo les explicaba con deleite lo que había pasado en mi país. Les contestaba con frases dignas de primera página del Fortín Mapocho: “Le ganamos la batalla con un lápiz”, “Corrió solo y salió segundo”, etcétera, etcétera. Algunos me felicitaban, sin saber exactamente de qué les estaba hablando, ni dónde estaba ese país donde ocurría tanta maravilla.

Regresé de mi desfile particular de celebración mojado de sudor. Estaba contento, pero mientras me duchaba, imaginándome la felicidad que se vivía en las calles de Chile, me salió de no sé dónde un llanto contenido por muchos años, unos sollozos como aullidos, largos, hondos y curativos.

Ese alivio, aunque profundo, fue flor de pocos días. Mi optimismo comenzó a empañarse apenas unas semanas más tarde, la noche de esa fiesta de celebración por el triunfo del NO en esa mansión de Allston o Brookline, la noche en que me volví a encontrar con la profesora de literatura de los ojos grandes.

El ambiente estaba acogedor, la casa era preciosa y los aromas de un inesperado pastel de choclo y unas empanadas doraditas seducían a todos los invitados con la promesa de una velada auténticamente chilena. Reconocí muchas de las caras que había visto en la manifestación frente al consulado el día del plebiscito. (Varios de los invitados de esa noche ostentan ahora cargos de poder que comenzaron a pololearse el día siguiente del plebiscito, mientras yo andaba desfilando todo transpirado por las calles de Cambridge en mi bicicletita). Los estuches de guitarra se amontonaban como ataúdes en el pasillo de entrada, esperando la inevitable hora de las coplas y los canturreos para que resucitaran los instrumentos. Dominaban el bullicio las inconfundibles inflexiones del dulce fraseo chileno, mezcladas con los ronroneos y gruñidos del inglés americano. Recuerdo que varias veces cerré los ojos oyendo ese rumor y forcé la ilusión de estar en Santiago, a la vez que saboreaba unos pisco sours tan auténticos que parecían hechos por mi madre, o por ese primer amor que tanto me hizo sufrir por allá por el maldito año de 1977.

Cuando parecía que la fiesta se acercaba a su apogeo, viendo que “había ambiente”, como dijo su joven y digna esposa, un núbil y ambicioso economista de vinoso apellido [N.del ed.: Larraín] -ex-derechista para entonces ya converso totalmente a la causa democrática- tocó su copa con un tenedor. Se apagaron las conversaciones, pararon las risas y se hizo un expectante silencio. El dueño de casa se encogió de hombros, como diciendo “yo nada tengo que ver con esto”. Con gracia y elocuencia, el joven economista camaleón lanzó un discurso bastante encendido en que brindaba por “el triunfo de la verdad y la justicia”, y en que alababa a E. Engel por “haber ido a Chile a enfrentar las balas de la tiranía”, y exageraciones por el estilo.

Cuando terminó su alocución, se hizo un breve pero incómodo silencio, interrumpido por el carraspeo de un músico -antiguo discípulo de los Quilapayún, por entonces dedicado al jazz- que hizo el amago de poner en su lugar al audaz oportunista. Pero E. Engel se adelantó para responder. Agradeció los elogios y levantó su copa de champaña por todos los chilenos, especialmente -recalcó– por aquellos que se las habían jugado mucho antes del plebiscito y que no estaban vivos en ese momento para festejar el triunfo. Brillaron las sonrisas, cundió el alivio, se oyó un sobrio “Viva Chile” y chocaron con fuerza y emoción las copas de cristal. Pero la velada no volvió a ser la misma.

-Hasta cuándo vamos a seguir con las mismas divisiones de siempre, oye- me susurró muy enojada la estupenda esposa del ex-derechista.
-Con usted, mijita, me reconcilio altiro si quiere- le dije, con la del gracioso. Me dejó con la botella de champaña en la mano, por lacho y por roto.

Después del incidente, Engel tuvo que salir a la terraza a tomar un poco de aire. Lo acompañó la profesora de literatura, que estaba ansiosa por reconstruir la perenne nube de humo que la rodeaba. Yo también me escapé, porque la cosa estaba densa, eso sí que sin soltar mi fina copa, a la cual le prodigaba tiernos besitos en la oscuridad, tratando de prolongar los deliciosos estragos de las burbujas en mi paladar. Me acerqué a ellos, recitando eso de: “¡quién se lo iba a imaginar! … ¡pensar que la remolienda que empezó batida en risas iba a acabar en tragedia, y que la amistad y el cariño se irían a la misma mierda!…”. No me entendieron la alusión cultural, pero se rieron con mi payaseo cada vez más tambaleante. Adentro se oyeron los primeros compases de batería y el inconfundible órgano eléctrico de la Sonora Palacios: “¡La pollera amarilla!”, exclamé. Miré a través de las cortinas de gasa, pero no vi que nadie tuviera la menor intención de ponerse a bailar esas cosas tan huachaquentas.

3 comentarios en “Recordando el 5 de octubre de 1988”

  1. Grande ese día, va a quedar en la memoria la lado de «11 de septiembre de 1973», claro que una con una sonrisa y la otra con icono de rabia/pena.Saudos!

  2. Ese día fué el primer día en que a miles de ejecutados políticos y detenidos desaparecidos se les comienza a hacer justicia, esttos señores nunca creyeron que llegaría este día, han transcurrido casi 20 años de ese día y aún no terminamos de sorprendernos y horrorizarnos con lo que ocurrió en nuestro país

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