Justo después de los ataques del 11/9/2001, Carlos Orellana, entonces el editor general de Planeta Chile, me pidió que contribuyera un ensayo para un libro que se llamó ¿Apocalipsis ahora? Chile y el mundo tras el derrumbe de las Torres Gemelas. En lugar de un ensayo formal preferí escribir impresiones organizadas en cuatro actos y un epílogo, al estilo de viejas seriales norteamericanas de espionaje o de guerra. Con esa estructura intenté hacerle el quite a la marea de opinología que se desbordó a partir de esa acción terrorista de Al Qaeda. Elegí la estructura de serial dramática para subrayar la artificialidad del gesto analítico dominante de esos días, y que persiste hoy, después de 5 años. Me refiero a la construcción de una gran narrativa que partía de la noción de que el mundo se había alterado de manera fundamental y que terminaba en el consabido choque de las civilizaciones. Para usar el lenguaje viciado de los pundits, el 11/9/2001 marca «un antes y un después». Sigo creyendo que esa idea contiene suficiente falsedad como para por lo menos inspirar desconfianza: se trata de un trauma enmascarado de análisis histórico.
De ese ensayo de hace casi 5 años, rescato un par de párrafos:
Es palpable la resaca espiritual después del oleaje de rumores, desmentidos y contradicciones. Se trata de la reacción algo patética de una población condicionada a los sound-bites, los bocadillos predigeridos con que se la desinforma acerca del mundo que los rodea, una población amiga de las respuestas rápidas y desechables, una población cuya docilidad y credulidad me recuerda a veces la de mis compatriotas chilenos en sus peores momentos. Bien puede ser que se trate de la fatiga natural que sigue a todo trauma, pero vislumbro algo más oscuro y más profundo, una rajadura que acaso sea defecto del metal mismo con que se ha ido armando el mecano enorme de este país.
La falta de información se ha sumado a la propaganda gubernamental transmitida sin mayores filtros por los medios de comunicación. La población norteamericana, y esto lo digo aunque se enojen mis amigos gringos, es hoy más dócil y más crédula que hace 5 años. Todavía hay una proporción abismante de gente que cree en el vínculo directo de Irak y los ataques del 2001. (También hay demasiados que no creen que el calentamiento global existe, a pesar de toda la evidencia científica). El otro párrafo de ese ensayo que rescato es parte del epílogo:
… La desidia y el interés individual definen el modo norteamericano de vivir en sociedad, sobre los ingentes esfuerzos de una minoría más consciente, la que se preocupa de los visos fascistoides que está tomando la lucha anti-terrorista. Sigue siendo cierto que la mayoría de los norteamericanos se refugian, para proteger las prebendas de su American Dream, en una inocencia ad-hoc cada vez menos sostenible: ¿es posible seguirles creyendo que no saben cómo vive el resto del mundo, o que no tienen idea de que se están consumiendo el planeta, si al mismo tiempo se jactan de tener tanto acceso a la libre información? ¿es posible seguirles la corriente cuando se preguntan plañideramente, aun después de haber oído mil respuestas variadas, profundas y contundentes, que por qué hay gente que les tiene resentimiento y odio? La respuesta es, evidentemente, que no, ya nadie tiene derecho a esa inocencia tan notoriamente postiza.
«¿Por qué nos odian? Por nuestra libertad»
Sin embargo, la simulación de inocencia se ha afianzado como elemento de la identidad nacional de los EE.UU., como contraparte de la construcción de la figura del enemigo diabólico. La idea de los EE.UU. como ente inocente y agredido injustamente está en todas partes, desde la polémica por la inmigración hasta el mal llamado «debate» interno acerca de la guerra de Irak. La muerte y la tortura en Abu Ghraib y en Guantánamo, el asesinato de civiles indefensos, junto con todos los otros abusos cometidos por las fuerzas de ocupación se transforman demasiado fácilmente en episodios en que los pobres soldados o los pobres interrogadores no habían recibido el entrenamiento adecuado, actuaban bajo una presión inhumana, o simplemente no habían entendido bien las órdenes. Incluso Seymour Hersh, periodista excelso, convierte a los torturadores en víctimas, retratándolos como pobres muchachos y muchachas del campo, al filo de la capacidad intelectual necesaria para ser soldados. Pero el lamento por la deshumanización de los violadores de derechos humanos no debería nunca soslayar el sufrimiento de las víctimas y la necesidad de hacer justicia.
Es verdad que el régimen de Bush-Cheney ha tenido que enfrentarse a un grupo pequeño pero persistente de críticos, y que esta gente ha hecho algo de mella en la versión oficial. Pero la versión del Pentágono sigue ganando, porque empalma con lo que los norteamericanos en general quieren seguir creyendo. Los intentos por entablar un debate informado sobre la política exterior, o sobre el estado de seguridad interna que se ha impuesto, se desploman ante la fuerza de la propaganda hegemónica, como la de la película que la cadena ABC (controlada por Disney) transmitió el domingo 10 y el lunes 11, «El camino al 11 de septiembre», producción digna de Goebbels & Riefenstahl Productions en la que, por ejemplo, un agente de seguridad tranquiliza en un interrogatorio a un prisionero egipcio diciéndole que «Estados Unidos no tortura», mientras que en otra escena un árabe se mofa de la protección legal de las llamadas telefónicas, usando términos copiados de un Dick Cheney: «si supieran que lo que de verdad los amenaza es el terrorismo».
Pareciera que cada 11 de septiembre, en vez de disiparse, se hace más densa la nube de confusión que sigue saliendo del Punto Cero. Va a seguir siendo así hasta que los norteamericanos aprendan a aceptar la posibilidad de que ese desastre esté relacionado con los atropellos que su país ha cometido por todo el mundo. Hasta que aprendan, aunque duela, que en la genealogía del 11 de septiembre del 2001 también están Hiroshima y Nagasaki, el napalm derramado por todo Vietnam, por toda Guatemala, y todo el daño hecho en nombre de la democracia a millones de seres humanos tan inocentes como los que tuvieron el infortunio de estar atrapados en las Torres Gemelas de Nueva York hace 5 años.
Mr. Aplicado,>>Tienes la razón pero una vez más, se mezcla el ‘pueblo’ con los intereses de un pequeño grupo que gobierna. En el pasado, los ‘atropellos’ se hicieron con una finalidad específica, aunque nunca se dijo explicitamente. Y así, igual hoy en día. Y con la globalization, la cuestión de hablar de ‘paises’ es como que na’quever…Si poco o nada manejan el asunto. Si no, hay que preguntarle al Hally, BP, Esso, y Endesa, entre otros.>>Digo noma’. Un alcance…
Misiá correctora: «No hablar de países» es tan limitante como «hablar de países». La nación o la idea de nación todavía funciona a muchos niveles, a pesar del modo en que pueda estar estructurada «de verdá» la cosa. Por eso hablo de elementos que dan identidad, de manera dinámica y cambiante. El pueblo está mezclado– date una vuelta por cualquier parte que no sea Washington DC y mira con qué se identifica la gallá: con Exxon? Nonsense, ellos se ponen a llorar de emoción con la banderita que los puertorriqueños llaman «la pecosa», la de las 50 estrellas. Gracias, como siempre, por la lectura y los comments.
Me parece muy bueno el análisis. Y estoy de acuerdo: es cierto que es el poder de una minoría -con sus mecanismos de autoperpetuación en el poder- la que gobierna; pero son los ciudadanos los que permiten que ese grupillo llegue y se mantenga ahí. Cerrar los ojos a la verdad para «protegerse», es la gran falta de los estadounidenses… y mientras no la enmienden, la cosa seguirá como hasta ahora, sino peor…
Robertinho, pedirle esto a Mr & Mrs Jones es como pedirle al chileno medio que entienda o se haga cargo de reivindicaciones mapuche. El «No Fui Yo» funciona siempre. Si a lo mas que se llego en Chile fue a apoyar a los mapuche frente a las forestales, con las cuales el chileno medio no se identifica. Si en Lumako se hubieran quemado puras banderas chilenas, los mapuche habrian pasado tambien a ser todos unos terroristas.
Cristi, tienes razón, por supuesto. Por eso desenterré esa parte donde comparo: «una población cuya docilidad y credulidad me recuerda a veces la de mis compatriotas chilenos en sus peores momentos». El propósito de darle textura a ese dato básico del funcionamiento de la ideología es hacer un rayado, ponerle cincel a los monumentos que se hacen los gringos a sí mismos, y al mismo tiempo, tal vez, contribuir a que no vendan tanto la pomada, porque la siguen vendiendo de mil maneras, por mucho desprestigio que tenga su poder político. Todavía me resuenan en la cabeza las palabras de Bachelet en uno de los debates, cuando dijo que en Chile compartíamos los valores de los Estados Unidos. Plop.
Hola Roberto:>>Me impresiona tu buena brújula.>Me gusta tu estilo.>>Saludos desde Frankfurt>>Marjorie
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