La invasión de las cigarras

Hace un par de noches oí los primeros chirridos de cigarra de este verano. Hacía calor, a pesar de que era medianoche. El aire se sentía mojado, presagio del diluvio rabioso que cayó a la mañana siguiente. Ahora el verano se va a poner difícil de verdad. El calor húmedo no va a dar tregua, y en la noche los estampidos de las tormentas tropicales y la bulla de las cigarras van a combinarse para destruir el silencio nocturno. Escondidos en los tilos, las encinas, los nogales, los abetos y los arces, o en cualquier matorral, estos insectos van a chirriar desde el crepúsculo hasta el alba, sin tregua, hasta que lleguen días más fríos a finales de septiembre.

Van a ser tres meses sin paz. Cuando arrecia el calor en la noche, ni siquiera se podrá abrir una ventana sin que entre un torrente incesante, rítmico, que no deja dormir tranquilo. Sería diferente el verano sin las cigarras, sería mucho más placentero sin esos bichos oscuros de alas tornasoladas, gruesos como un pulgar, un organismo entero diseñado para comer, aparearse y vibrar eternamente. Los árboles se repletan de cigarras atrincheradas debajo de las hojas, y son tantas que da la impresión de que se coordinaran entre ellas en un juego de llamada y respuesta. Es una ilusión auditiva, porque el ruido es simplemente la suma de miles de exoesqueletos individuales vibrando sin concierto, unos contra otros, en un frenesí de llamados sexuales.

Podría ser mucho peor—existe una especie de cigarra que aparece cada 17 años. Durante 16 años los huevos sobreviven debajo de la tierra, esperando, como saben esperar los insectos, que corra el calendario. Un año antes de la gran aparición se transforman en larva y se preparan chupando la savia de los árboles por abajo, desde las raíces, robándoles los nutrientes. Y a los 17 años salen a la superficie las ninfas, por millones, cada una a buscar el lugar más propicio para su metamorfosis final. Lo que haya pasado en el mundo mientras ellas estaban sepultadas no interesa. Salen a metamorfosearse y enseguida, sin pérdida de tiempo, empiezan a reproducirse, a poner los huevos que a finales de verano van a dejar enterrados para que pasen otros 17 años y se repita el ciclo.

El sábado antes de la graduación, Jay Smolak me dijo que me tenía un regalo, y cuando me lo mostró yo creí que se trataba de una estampilla valiosa o algo parecido. Pensé que otra vez Jay se había inventado algún dato sobre mí, como que yo tocaba el piano o hablaba japonés. Así me presentó a su padre, un hombre taciturno y malhumorado, una vez que lo pasó a visitar a la universidad. Era cierto que yo tocaba un instrumento, pero no era el piano sino la guitarra. También era cierto que en ese tiempo yo estudiaba un idioma raro, pero no era el japonés sino el ruso. No quise corregir a mi amigo delante de su padre. Todo lo contrario, disfruté dejando al viejo (que tenía entonces la misma edad que tengo yo ahora) con una impresión falsa de mi persona y con una impresión todavía más falsa de las cualidades de su hijo.

Jay era capaz de entender las estructuras en que se organiza el mundo, pero confundía y mezclaba los contenidos. Cuando lo conocí me extrañó que hubiera entrado a la universidad, porque me pareció derechamente huevón, incapaz de retener detalles y demasiado lento para hablar. Al irlo conociendo más me di cuenta de que Jay armaba organigramas muy precisos de cómo funcionaban las cosas (el amor, el capitalismo, la sicología, la música, la amistad), sin preocuparse de llenar bien la información dentro del esquema. El esquema de nosotros, por ejemplo, era que éramos amigos, por solidaridad chileno-norteamericana. Lo demás no tenía importancia para él. Nunca me preguntó por mi familia, nunca le interesaron las circunstancias por las que llegué a esa universidad remota en el corazón de Ohio. Él y yo simplemente éramos un par de datos que funcionaban dentro del esquema «amigos».

Cuando vi que Jay me tenía una estampilla como regalo de graduación, adiviné que se había confundido porque yo tenía una amiga japonesa que era filatélica. Ella pasaba de vez en cuando por mi pieza, siempre trayendo cerveza helada y una bandejita lacada rebosante de teriyaki, para preguntar, con mucha ceremonia, si me había llegado algún sello novedoso desde Chile. Nunca he coleccionado estampillas, no les tengo ningún apego, pero una vez Jay nos encontró a Midori Murakami y a mí, susurrando, tendidos de guata en la cama, rodeados de botellas vacías, tratando de despegar un sello sin romperlo. Trabajábamos con una lupa y un alfiler bajo la luz de una linterna. Seguramente el cuadro lo había dejado impresionado y se grabó en su mente que yo era un filatélico. Pero volviendo a mi regalo: no pude inspeccionarlo bien porque Jay me lo quitó de las manos. Según él tenía que verlo a la luz del sol y en un lugar tranquilo.

A comienzos de verano en Ohio el sol parece quedarse colgado en medio del cielo y cuando baja hacia el poniente pinta arreboles con una luz anaranjada que se convierte en malva y violeta, con visos de oro y plata. Quedaba mucho rato para el crepúsculo, serían recién las dos de la tarde, así que partimos en dirección a una laguna que quedaba a una media hora de camino, en las afueras de la universidad. En el otoño yo iba siempre por esos lados a recoger castañas silvestres y a tenderme en el pasto seco mirando las estelas de vapor de los aviones a gran altura. A veces me quedaba dormido ahí, oyendo pasar los gansos en su vuelo hacia el sur. Nunca había ido en primavera ni en verano, y si no hubiera sido por Jay no habría sabido cómo llegar, porque la vegetación había borrado el paisaje desnudo, amarillo y naranja, que yo conocía.

El verdor brillante de Ohio llegaba a encandilar, el sol rielando en las hojas nuevas y en el pasto reluciente, recién brotado. Metí en mi morral un par de botellas de Kirin que Midori me había regalado en gratitud por una estampilla de un moai, y pensando en ella me acordé de su advertencia. Me dijo que cerca de la laguna había un pozo, un hoyo de profundidad insondable, o tal vez más de uno, donde antes habían buscado petróleo. La advertencia de Midori explicaba algo que siempre me pareció incongruente. En los campos y hasta en los mismos bosques de Ohio todavía se ven unas estructuras de metal oxidado, con péndulos y balancines, que a la distancia parecen pájaros antediluvianos o seres extraterrestres. Son pequeños pozos petroleros, la mayoría abandonados desde hace décadas. No era descabellado pensar que alguien sacara la maquinaria una vez agotado el yacimiento y que hubiera quedado algún socavón abierto cerca de la laguna. Nadie sabe lo profundo que son esos hoyos, me había advertido Midori una vez que la invité a buscar castañas y a mirar cómo pasaban los aviones por la estratósfera color añil. Me dijo que se moría de ganas, porque los japoneses son locos por las castañas, pero que no se atrevía a ir por miedo de que nos cayéramos en un pozo abandonado y nos quedáramos ahí en el fondo, con los huesos fracturados, muriéndonos de a poco sin que nadie pudiera salvarnos, en completa soledad, rodeados de esqueletos de otra gente perdida.

Apenas dejamos atrás los límites de la universidad y nos internamos por un sendero boscoso, Jay se sacó del bolsillo un pito de marihuana. Me dio risa la forma del cigarro, delgado como una pitilla, y con exceso de papel a los dos lados. Me aseguró que había pagado un platal, algo ofendido por mi burla, y se lo guardó en el bolsillo de la polera sin tratar de encenderlo. Le expliqué que en Chile fumábamos, con suerte, hojas de cáñamo industrial que para que hicieran efecto había que embutirlas en zeppelines gordos y pesados, de medio metro de largo y medio kilo de peso. Nada de colombiana o mexicana de primera para nosotros. Jay estaba silencioso, algo melancólico, a pesar que de repente se quedaba mirando el cielo con su sonrisa amarilla. Los exámenes finales se habían acabado hacía ya una semana, pero Jay siempre tenía el aspecto de haber trasnochado. Por suerte no me había hablado de política. Me aburría que siempre estuviera de acuerdo conmigo aunque no tuviera idea del tema. Al ir acercándonos a la laguna se empezó a animar. Comentamos lo poco que sabíamos de la naturaleza y me desafió a que fuéramos identificando plantas y árboles. Ninguno de los dos llegó muy lejos en el catálogo de la vegetación que nos rodeaba, pero el ejercicio mental nos acortó el camino. La excusa que le di por mi ignorancia botánica fue que yo me sabía los nombres de las plantas, pero en castellano.

Nos sentamos a la orilla de la laguna, que no era muy grande. Más bien era un estanque, tal vez un abrevadero en otros tiempos. No había piedras para romper la calma del agua, así que nos entretuvimos un rato mirando cómo saltaban los pescaditos, brillando al reflejar el sol en sus volteretas metálicas. Al fin Jay extrajo del bolsillo de sus bluyines el sobre con mi regalo. Sacó la estampilla, que era más chiquitita de lo que yo recordaba, la miró en la palma de la mano, y la partió en dos como si fuera una hostia. Tomad y comed, dijo, y me pasó una mitad, pegada a la punta de su dedo. Se puso su mitad en la punta de la lengua, cerró la boca y los ojos. Me dijo que era papel soluble, que lo deshiciera con saliva y me lo tragara. En 15 minutos iba a saber de qué se trataba.

Nos quedamos esperando. Los quince minutos pasaron y no sentía nada más que cierta intensidad de los colores, pero eso era porque el día estaba esplendoroso y todo refulgía. Pasó media hora, y nada. Decidimos caminar por el sendero que marcaba el contorno de la laguna. En la otra orilla, un venado tomaba agua y nos miraba agitando la cola. No hacía ni frío ni calor y la brisa que corría era como una caricia fresca y tibia al mismo tiempo.

A los cuarenta y cinco minutos de espera, Jay sacó del bolsillo otro cuadradito de papel. Dijo que tal vez una mitad no era suficiente. Lo partió igual que el primero y seguimos caminando, sintiendo el sabor dulzón y agrio del papel entintado alrededor de la lengua. Me entretuve pasando la bolita de papel de un lado a otro de la boca, apretándola entre las muelas, subiéndola al lomo de la lengua y de ahí a la punta para que los incisivos la desmenuzaran un poquito más. La textura del papel era asombrosa, cada fibra rozaba una papila, se enredaba alrededor de ella y la impregnaba de un perfume dulce. Los costados suaves de la lengua despertaban con esa dulzura, y al moverse la lengua por dentro de la boca la contaminaban entera de ese sabor sutil, y de la boca pasaba al esófago, rozando al pasar la úvula, un bolo minúsculo que bajaba extendiendo sus efectos multicolores, llegaba al estómago y hacía estallar desde allí un fulgor azul y morado que se propagaba por las venas y las arterias de brazos y piernas, hasta llegar a las manos, a las palmas abiertas que yo contemplaba como si estuviera leyéndolas. Pero no estaba leyendo sino mirando a través de la carne rosada y transparente de la palma de mis manos cómo transcurría la sangre, avanzando con cada pulsación hacia la punta de los dedos.

Abrí y cerré los dedos, maravillado con esa visión. Jay me miraba con su sonrisa amarilla y verde de ratón. Mírame el pelo, me dijo, mira tu pelo. El suyo era el de siempre, una mata enredada color café, pero entremedio de esas hebras descoloridas brotaban hilos brillantes color púrpura, como los tentáculos delgados de una anémona de mar en medio de la oscuridad, fosforescentes, y Jay se tocaba la cabeza, y surgían chispas cada vez que sus dedos hacían contacto con esa aureola de mechas tornasoladas, y las chispas se le metían por los ojos y por la boca, y así comenzaba el ciclo otra vez, aunque en vez de tragar un papel humedecido ahora tragábamos haces de colores, sabores de color, olores táctiles y deliciosos, texturas alegres de pura risa y asombro. Me tuve que tender en medio del camino para que me abrazara la tierra con las puntillas de pedregal en la espalda y con el aroma de las briznas de pasto pisoteadas entrando a chorros en mi nariz cada vez que respiraba. La fuerza de gravedad era un abrazo del planeta, pensé.

Jay siguió adelante por el sendero pero yo me quedé girando con el suelo porque justo en el lugar donde estaba tendido, precisamente a través de mi centro umbilical, me había conectado a la Tierra y podía percibir cómo giraba, y mientras giraba amarrado al planeta iba viendo despuntar los brotes de las hojas en las ramas, como en los documentales sobre la naturaleza, se desenvolvían frente a mis ojos y crecían las puntas de las plantas, y si me quedaba muy muy quieto sentía en la gran oreja que era mi espalda el retumbar del corazón del mundo y un ronroneo sideral, íntimo. Me quedé oyendo los rumores subterráneos mientras el sol me acariciaba la cara y la guata pasando sus rayos como deditos entremedio de las ramas de los árboles, entremedio de los parpadeos de las hojas encima mío.

Jay no estaba en ninguna parte, pero estaba bien, no quería ver su cabeza de anémona ni sus dientecillos de ratón, no necesitaba a nadie, recorriendo el bosque, asomándome otra vez a la orilla de la laguna para saludar a los pescados, o arrastrándome entre las hojas caídas hacia donde estaba el venado tomando agua, despacio despacio, hasta que el cielo cambió de un momento a otro y se volvió rojo y luego morado y oro. Me subí a un árbol para encontrar a Jay y después seguí subiendo hasta la parte más alta de la copa, para pillar hasta el último brillo del sol poniente. Allá en la última rama me sentí toda una serpiente, una anaconda de árbol, y enrollé mis piernas en una rama horizontal para quedar colgado boca abajo, los brazos abiertos, mirando el mundo al revés mientras el sol se bajaba detrás del horizonte como si en realidad subiera hacia la tierra. Cerré los ojos y una voz, mi voz, me susurró que algo estaba raro, que se me había acumulado en el cerebro un festín de estímulos que nadie podía entender y que me podía estallar dentro del cráneo en cualquier momento.

El descenso del árbol fue rápido, me dejé caer de rama en rama, saboreando la sangre que me brotaba de los labios golpeados contra el tronco rugoso de ese encino. Al bajar del árbol me invadió la certeza de que lo más urgente era mantener a flote el botecito de mi idioma, que se estaba hundiendo en medio de un lago de inglés, porque una vez que se hundiera ya nunca más lo iba a poder recuperar, iba a perder mis palabras y me iba a quedar mudo completamente. Jay no servía para nada porque no hablaba castellano, todo lo contrario, era peligroso, porque cada palabra inglesa abría más el boquete por el que se inundaba mi barquito, cada palabra en inglés borraba mil palabras de mi castellano. Tenía que encontrar a alguien que hablara mi idioma, pero era difícil, porque ya no me quedaba casi nadie conocido en la universidad. Tenía que volver, pero peleando con el tiempo, haciéndolo ir para atrás, y por eso me puse a correr hacia atrás, torciendo el cuello para mirar el camino y evitar los pozos abiertos, moviendo los brazos como remos para romper la resistencia del aire, hasta que mi talón tropezó con una raíz y me quedé tendido ahí no sé cuánto tiempo, con las copas de los árboles girando hacia un lado y luego hacia el otro, mientras en el cielo morado empezaban a mostrarse las primeras estrellas. Apreté los párpados, pero en vez de oscuridad y descanso, mis ojos encontraron detrás de ellos chillidos y relampagueos, vorágines de colores que no dejaban descansar.

Encima mío apareció Jay, sus piernas como dos árboles junto a mi cabeza. Alcanzó a preguntarme dónde me había metido, me había estado buscando por horas, pero no oí más, me puse de rodillas y luego salté a correr por la oscuridad. Prefería caerme a uno de los pozos escondidos antes de perder mis palabras. Sentí la carrera de Jay detrás de mí, el crujido de matorrales, sus gritos y sus garabatos que me siguieron hasta que mis piernas lo derrotaron, mis piernas potentes salieron en defensa de la lengua, y así corriendo por los bosques y los campos llegué a los primeros edificios de la universidad, la torre Caples, donde cada cuatro años se suicidaba algún primerizo (siempre en el pozo del ascensor, porque las ventanas estaban diseñadas para frustrar a los suicidas) las casas rurales convertidas en centros de estudios, las residencias con nombres de viejos ex alumnos, y por allí busqué mi pieza, mi refugio, perdida, desaparecida de mi mente. Le pregunté a la torre Caples dónde estaba mi pieza, dónde la habían trasladado que no la encontraba, pero los ladrillos del edificio apenas se movieron para mostrarme que respiraba y yo quise remontar la curvatura de sus murallas aprovechando esa respiración lenta de elefante.

Después de mucho deambular, encontré mi puerta y en ella un mensaje de Midori, en japonés. En un rincón de mi pieza estaba mi guitarra, con la cuarta cuerda cortada, pero suficiente para crear el canto de las ballenas, con esos sonidos se me ocurrió que podía también reconstituir las partes perdidas de mi idioma, con cada nota de la sexta cuerda estirada y vuelta a estirar con la clavija recuperaba palabras, y eso me dio algo de alivio, aunque sabía que el daño era permanente. Sentía en la nuca la certeza de esa carcoma irreparable en mi cerebro y el canto de las ballenas nunca iba a poder compensarlo. Era mi propia voz que me lo decía, escondida en alguna parte de mi cabeza, como detrás de un biombo. Me decía también que la pesadilla no iba a terminar nunca, que así iba a ser la vida de ahí en adelante, que eso era irreversible.

Jay me miraba con preocupación, apoyado en el marco de la puerta, y decía, oye, a mí se me pasó hace seis horas el efecto, incluse pude dormir un rato, dónde te habías metido, te quería decir que el ácido de los papeles venía enlazado con anfetaminas. Ahora te voy a acompañar un rato, me insistía, a pesar de que yo ya iba corriendo por las escaleras de escape para huir de su sonrisa de dientes descoloridos y de su mal aliento, y rodé para perderlo por una pendiente de pasto húmedo que en la noche se veía color púrpura, me daba vueltas sobre mi eje vertical con los brazos arriba, golpeándome la cabeza con los tumbos para no oír sus gritos en inglés y en eso veo a Midori Murakami, con lentes ahumados a pesar de que ya era cerca de la medianoche, de pie en medio de un prado, como si me estuviera esperando, y yo me allegué a ella y le tomé el brazo muy delgado y le dije, Midori, háblame en francés, yo sé que tú sabes un poco de francés, se lo dije en francés, haciendo sonar la garganta con exageración.

Midori me obligó a tenderme en el césped y se sentó al lado mío. Me tomó de la muñeca para verme el pulso, y no dijo nada. Hizo un gesto como de sellarse los labios con un cierre éclair y me puso un dedo encima de los labios. Se lo mordí y Midori se rió, sin decir nada. Me puso de pie y me guió de la mano hasta un galpón oscurecido donde habían colgado un lienzo blanco como pantalla de cine. Era Betty Boop, un festival de Betty Boop, y eran todos los colores del mundo en esos dibujos animados que bailaban y gritaban canciones, monos con ojos enormes, trémulos y acuosos, y pestañas monstruosas, bailes salvajes y ruidos para acompañar cada acción: un teléfono, una taza que se quiebra, una puerta que se abre y se cierra sin parar, un perrito que canta. Midori se reía, como se reían todos mis compañeros y compañeras, los que al día siguiente se graduaban y que estaban enfiestados hacía dos días. Los ojos me dolían, y el inglés seguía fagocitando mi idioma, palabra por palabra. Midori no decía nada, pero me indicó a Jay entremedio de la multitud, que me hacía gestos. Betty Boop gritaba agitándose en su vestido rojo de putilla, agarrada a un micrófono amarillo del que saltaban corazones y notas musicales, y de su cabeza redonda brotaban gotas celestes de transpiración.

Salí de allí corriendo, con Midori detrás de mí, tratando de retenerme, pero la dejé atrás, muy atrás, las piernas poderosas me hacían volar, los muslos potentes, las pantorrillas como resortes, las plantas de los pies comiéndose la distancia del campus, las dos millas completas de ida y vuelta varias veces, a todo dar, porque corriendo sentía por fin algo de alivio, corriendo los colores se adormecían, los edificios dejaban de respirar, los árboles se quedaban quietos sin dar vueltas debajo de las estrellas, el cáncer del inglés detenía su festín, las lágrimas se me iban secando apenas brotaban de mis ojos adoloridos. Corrí hasta que un aguijonazo de dolor en el plexo me hizo caer de bruces en el maicillo de un sendero. Se hizo el silencio y solté la cabeza para apoyar mi mejilla en la tierra.

Me despertaron los murmullos. Era un ruido leve, como el chisporroteo húmedo del cereal cuando lo invade la leche, casi imperceptible. Las criaturas tenían la caparazón casi transparente. A la luz del farol cercano se veían de color café oscuro. Brotaban de la tierra, saliendo de sus cuevas redondas. Eran tantas, que el pasto de donde salían parecía bullir. Se movían despacio, pero sin detenerse, hasta que encontraban un lugar por donde subir, como el tronco de un árbol, el pie de un farol, las patas de un banquillo, mis piernas, mis brazos desnudos, mi cara. Trepadas en la altura, afincaban sus ganchitos para anclarse bien, y empezaba la segunda etapa de la invasión. Tiritaban y la caparazón se rajaba por la espalda para que saliera el ser de color lechoso que había estado esperando los diecisiete años para ese momento. Surgía con la cabeza enhiesta, estirando las patitas temblorosas y mojadas para sentir el aire, un par de alas encogidas en la espalda como dos flores que crecían y se iban abriendo en cámara lenta, sin salir todavía de la caparazón original. Cuando las alas blanquecinas estaban desplegadas y secas, los seres daban el empujón final para salirse de su antigua cáscara, y caían al suelo como un granizo sordo. Algunos de los cascarones desechados también se soltaban y se desparramaban por el suelo.

El gesto de Midori me mantenía cuerdo: no había que abrir la boca, no había que decir palabra. Me incorporé como pude, sacudiéndome los bichos de la espalda, las piernas y el pelo. Los invasores estaban por todas partes. Era imposible caminar sin pisar los cascarones o los insectos de ojos colorados que emergían de ellos. La noche se empezó a llenar de sus chasquidos y zumbidos, primero tímidos y luego, de a poco, creciendo hasta avasallar el silencio. La gente se paseaba incrédula mirando la invasión. Con cada paso que daba me importaba menos el crepitar y la crujidera de exoesqueletos vacíos bajo las suelas de mis zapatillas manchadas de vísceras y pedazos de insectos. Todas las cosas del mundo todavía irradiaban la misma luz maligna que me había perseguido desde que me tragué los papeles de ácido, y el voltaje de mis nervios achicharrados por las anfetaminas todavía no bajaba, pero sentía menos miedo y eso era una puntita de alivio.

Betty Boop quedó abandonada, gritando y cantando en la pantalla del galpón sin que nadie le hiciera más caso. El público salió a mirar a los extraterrestres que brotaban de todas partes con sus ojos rojos inexorables, llenos de deseo, dueños del mundo al que acababan de llegar.

No pude dormir esa noche, pero cuando despuntaba el amanecer Midori Murakami me dijo que ya se podía hablar de nuevo, el peligro había pasado, ya había salido a la superficia. Entonces le quise contar que había visto el pozo, que casi me había caído y que a último minuto… , pero en mitad de la frase me quedé pegado, como boqueando. Cierra los ojos, me dijo ella, en un japonés muy entendible, y yo le obedecí. Detrás de los párpados estaba oscuro, se habían ido los colores. Solté el cuello y los hombros encima de la almohada, y me dormí arrullado por el canto de las cigarras invasoras.

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