El cumpleaños de nuestra soledad

Pablo Milanés da en el corazón mismo del 11 de septiembre cuando le canta a Salvador Allende: «qué soledad tan sola te inundaba». Porque no se puede entender lo que pasó esa mañana de primavera sin el presagio que traía de una larga soledad. Por eso, cada vez que oigo el verso de Violeta Parra («será para el cumpleaños de nuestra soledad») pienso en la columna de humo negro que vi esa tarde desde el techo de mi casa, a los 15 años: era La Moneda quemándose a lo lejos.

Allende se quedó más solo que nadie, porque él solamente entendió lo que el momento pedía. A treinta años, todos somos sabios («fuera de la cancha, todos son Pelé», dice mi hermano) y sabemos con precisión qué se debió haber hecho. Me pregunto de qué seríamos capaces con el cielo cayéndose a pedazos.

El mérito de Allende la mañana del 11 es haber sabido que su último deber era impartir una visión de esperanza para el futuro de otros, el de los cientos de miles de adolescentes que oímos su voz por la radio, el de los niños y niñas que jugaban sin saber bien por qué no había clases ni de dónde venía tanto ruido ni por qué daban todo el día monitos animados por la tele.

El presidente supo que no era hora de dar instrucciones tardías para hacerle frente a la insurrección. Con la soledad (que no es sino la sombra de su muerte) modulándole la voz, habló a través de las ondas quebradizas de Radio Magallanes. El discurso era para un público de otro tiempo, de otro espacio. Por eso, en vez de los aplausos multitudinarios a los que estaba acostumbrado, Allende oyó solamente el chirrido de una línea telefónica cada vez más tenue, la metralla que arreciaba en torno al palacio y los gritos de su escolta. Me imagino que al dejar el auricular y tomar su arma para asomarse a una ventana, el presidente visualizaba el ensueño de las grandes alamedas. Esa imagen, que encapsula su anhelo de siempre, fue todo lo que obtuvo como aplauso. Ojalá que esa ovación imaginaria le haya servido de consuelo y compañía en sus solitarios momentos finales.

Allende se quedó solo porque ni siquiera sus enemigos fueron dignos de él. Ni entonces ni hoy, que ni lo sueñen. Resultaron ser, moral e intelectualmente, seres pequeños, afiebrados por el miedo de clase, gente de espíritu liviano que, una vez que tuvo el poder en sus manos, se dedicó a modelar un país entero a partir de su propia mediocridad y de su pechoñería estéril. Eran y siguen siendo rabiosos y asustadizos al mismo tiempo, de ahí su inclinación a recurrir al terror y la fuerza autoritaria cuando la hipocresía o el paternalismo populista no les dan resultados.

En La Moneda, el presidente Allende se despedía con tranquilidad –y hasta cierto alivio—en su voz, destilando cariño y sabiduría humana en cada frase. Pinochet, mientras tanto, fondeado en Peñalolén como hoy en La Dehesa, ladraba chascarros, bravatas y amenazas en sus comunicaciones de radio, preocupado de borrar su imagen de conspirador de última hora. Está todo grabado para quien quiera oírlo. Por un lado: «Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos, mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores». Por el otro, la voz del dictador que siempre tuvo algo de demente: «Este huevón no se dispara ni una pastilla de goma».

La soledad nos cayó encima a los que tuvimos que crecer en los años negros que siguieron al golpe, cuando el país se convirtió en coto de caza, en cuartel militar, en cementerio clandestino, en una parodia de nación, un recinto vigilado regido a través del terror físico y la mentira. (Sobre el comercio de las mentiras, pregúntenles al reciente premio nacional de periodismo, Olave, que sabe mentir en titulares a toda página, a López Blanco el acezante, a Honorato el servil, a Oyarzún la frívola, o a Pérez de Arce, el hinteligente con hache).

Los chilenos hemos ido ganándole espacios a la gran soledad que quiso imponer la dictadura, y pareciera que ahora, recién después de treinta años, Allende también se empieza a sentir acompañado, sobre todo por los niños y jóvenes de entonces que hoy entienden el anhelo de las grandes alamedas y que por eso llenan estadios cantando con lucidez, sin sentimentalismo barato, a su memoria y a su ejemplo.

Todavía están en deuda con Allende muchos de sus contemporáneos, tanto ex-adversarios como ex-camaradas, particularmente los que tienen acceso al poder y creen que realmente Chile puede darse el lujo de seguir subyugado por una constitución autoritaria. Para que Allende se pueda incorporar a la marcha de una nación digna de su ejemplo, a quien hay que abandonar para siempre es al ex-dictador, devolverle sus chascarros y su constitución, para que así el 11 de septiembre deje de ser para siempre el cumpleaños de nuestra soledad.

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