Después de leer mi columna anterior, «Cheyre y la neblina de la guerra», un lector me acusó de ser «poco patriota» por mi escepticismo sobre los «gestos» de la así llamada familia militar. «Con esa forma de pensar no vamos a llegar a ninguna parte», sentenció. Es posible que él tenga razón, porque, desde un punto de vista, mientras estemos en desacuerdo sobre qué hacer con el legado de violencia del régimen de Pinochet, vamos a dar tumbos dentro un círculo eterno de acusaciones y justificaciones. Y concedo que es razonable creer que una nación en desacuerdo avanza más lento.
Pero a pesar de que reconozco la utilidad práctica de buscar consensos, considero que el tema de los derechos humanos no es negociable, y que hay que enfrentar las dificultades políticas que conlleva como una forma de inversión moral en un futuro democrático. ¿Por qué apresurarse y desperdiciar en aras de una efeméride lo que hemos aprendido desde el fin de la dictadura? Las dificultades pueden ser más fructíferas que los acuerdos prematuros.
A lo largo de estos años, ha sido difícil vivir en este circuito de recriminación y desconfianza mutua, pero se debe reconocer que ha habido grados cualitativamente distintos de dificultad. Para quienes piden nada más que información acerca de dónde fueron a parar los cadáveres de sus familiares, la dificultad sigue siendo inimaginablemente dolorosa, al punto de constituir una verdadera tortura sicológica. Es inmensa también la penuria de los que han pasado décadas cargando con el recuerdo de sus flagelos, sintiendo como un escarnio más la indiferencia mayoritaria de sus compatriotas y el descaro de los torturadores.
También es considerable la dificultad de quienes, debido a las circunstancias, se han visto obligados a colaborar, desde el poder civil, con antiguos adversarios. No sé si haya algún otro lugar en el mundo donde miembros del gobierno se encuentren como superiores jerárquicos de sus antiguos carceleros, que compartan mesas de trabajo con miembros de las instituciones que les asesinaron familiares, o que convivan con quienes los espiaron, maltrataron o mantuvieron en el exilio. El caso de la ministra de defensa, si bien emblemático, no es el único.
Para los pocos victimarios que se han resquebrajado por dentro con la culpa, también debe ser difícil, especialmente si a la conciencia sucia se suma la vergüenza de haber actuado con crueldad, sobre seguro, y con una cobardía inconfesable; esto último hay que subrayarlo, aunque se ofendan quienes a cada rato presumen de haber sido tan valientes, desde el paracaidista-cum-rector A. Medina Lois al «entrevistador» Krasnoff Marchenko.
Con la propuesta de la UDI y las contorsiones éticas de pinochetistas como el historiador Vial y el general (r) Cortés Villa, que insisten en el manido trueque de verdad por impunidad, se hizo evidente que algunos colaboradores de la dictadura habían comenzado a sentir incomodidad moral frente ese pasado de terrorismo institucionalizado. La bullada declaración de los lugartenientes de Pinochet lo vino a confirmar. Sin duda que a algunos de los antiguos jerarcas les duele ver que están pasando a la historia no como héroes sino como administradores de la violencia arbitraria contra sus propios compatriotas. Es revelador, eso sí, que la famosa nota instigada por Cheyre haya sido escrita con asesoría legal, para evitar las posibles consecuencias penales gatilladas por el «gesto». Pero incluso esto es señal de avance: el poder civil antes pedía «justicia en la medida de lo posible» mientras que ahora la derecha y los militares son los que claman por «impunidad en la medida de lo posible».
Es natural el anhelo de borrar el conflicto y empezar con la hoja en limpio. Para el amable lector antes mencionado, que entiende el patriotismo como la sumisión entusiasta (o, en una versión más light, el consentimiento pasivo) a la performance conciliatoria de las élites, «llegar a alguna parte» significa ponerle punto final, de una manera u otra, al tema. Por suerte, la posición pública del ejecutivo hasta ahora ha sido inequívoca: no habrá componenda de punto final, no podemos correr el riesgo de legitimar injusticias.
Pero cabe hacerse la pregunta implícita del lector: ¿adónde queremos llegar? ¿a qué queremos llegar? La respuesta, a juzgar por la frecuencia con que se usa la palabra, pareciera ser: a la reconciliación. El problema es que nadie se ha dado el trabajo de detallar bien en qué consistiría esta meta tan metafísica.
Recordemos que en medio la catarsis del Informe Rettig, el término «Reconciliación» fue pareado con «Verdad». Nadie pudo resistir la potencia emocional de esta dupla goleadora. Sin embargo, sabemos que la «verdad» del informe excluyó de partida la práctica de la tortura, y nos hemos enterado después (el informe secreto de Herman Brady a Pinochet así lo confirma) de que tampoco fue exhaustivo en su recopilación de los casos de muerte. Con esa verdad tan coja, poca reconciliación podía haber. Además, no hay que olvidar que el ejército de Pinochet rechazó el informe y que dos años más tarde se las jugó por la impunidad total en el «boinazo».
Después, en la endeble mesa de diálogo (mesa de póker o mesa de espiritismo, donde lo que se hacía por debajo importaba tanto como lo que había encima), se habló otra vez de reconciliación. Hubo lágrimas y abrazos. El presidente Lagos cayó en el bluff y elogió en cadena televisiva el coraje de los militares por reconocer que habían repartido por mar y montaña cadáveres de compatriotas asesinados. Aunque después se revelara que la información que entregaron sobre el destino de los desaparecidos estaba viciada, las fuerzas armadas ya habían salido del paso.